sábado, 11 de agosto de 2018

Curación de un niño epiléptico (Mt 17,14-21)

P. Carlos Cardó SJ
Detalle de La Transfiguración, temple y óleo sobre madera de Rafael Sanzio (1518-1520), en el que se muestra a un niño epiléptico llevado por su padre ante Jesús. Museos Vaticanos, Roma.
En aquel tiempo, al llegar Jesús a donde estaba la multitud, se le acercó un hombre, que se puso de rodillas y le dijo: "Señor, ten compasión de mi hijo. Le dan ataques terribles. Unas veces se cae en la lumbre y otras muchas, en el agua. Se lo traje a tus discípulos, pero no han podido curarlo".
Entonces Jesús exclamó: "¿Hasta cuándo estaré con esta gente incrédula y perversa? ¿Hasta cuándo tendré que aguantarla? Tráiganme aquí al muchacho".
Jesús ordenó al demonio que saliera del muchacho, y desde ese momento éste quedó sano.
Después, al quedarse solos con Jesús, los discípulos le preguntaron: "¿Por qué nosotros no pudimos echar fuera a ese demonio?"
Les respondió Jesús: "Porque les falta fe. Pues yo les aseguro que si ustedes tuvieran fe al menos del tamaño de una semilla de mostaza, podrían decirle a ese monte: ‘Trasládate de aquí para allá’, y el monte se trasladaría. Entonces nada sería imposible para ustedes".
Se trata de un texto didáctico que tiene por tema central la fe. Por esta razón el relato se centra en la contraposición entre la falta de fe y la fe que todo lo puede. Jesús enfrenta y vence al mal en su causa y en toda su proyección hasta su último reducto, que es la muerte. El niño epiléptico es presentado como muerto o en riesgo de serlo.
El texto de Mateo, más sobrio en los detalles de la redacción que el de Marcos y Lucas, refleja la inquietud de la primitiva Iglesia por saber cómo va a poder continuar la obra del Señor y concretamente cómo va a enfrentar y vencer el mal del mundo. La impotencia de los discípulos expresa la misma sensación de aquella comunidad. La Iglesia, mediante la fe y la escucha de la Palabra, se hace capaz para enfrentar y vencer el mal como Jesús. Identificada con el padre del niño enfermo, implora fervientemente al Señor la salud y vida de sus hijos.
Se trata de un niño que padece una enfermedad incomprensible; en el original griego del evangelio su padre dice a Jesús: Ten misericordia de él porque es lunático. Cabe recordar que antiguamente se vinculaba la epilepsia a las fases de la luna y que cierto tipo de enfermedades eran atribuidas a influjo de espíritus malos. El hecho es que el padre ve a su hijo en riesgo de ser destruido por el fuego o el agua, poderes de muerte, contra los cuales muchas veces no se puede hacer nada.
El padre refuerza su petición refiriéndose a la incapacidad de los discípulos para curar a su hijo. Esto hace reaccionar a Jesús de manera discordante porque no responde directamente al ruego del padre, ni al intento fallido de los discípulos, sino a la falta de fe del pueblo, en general, al que designa como esta generación incrédula y perversa, como lo llamó Dios cuando Moisés intercedió en favor de los israelitas rebeldes: ¿Hasta cuándo tendré que soportar a esta generación malvada que murmura contra mí? (Num 14, 27; cf. Dt 32, 5).
A continuación, el evangelista hace constar la curación del niño de manera sumamente escueta, aludiendo sólo ahora al demonio. Jesús ordenó salir al demonio y éste salió del muchacho, que sanó en el acto. Pero aunque el relato en sí del milagro sea tan escueto, queda claro que enfermedades como la epilepsia y, de manera general, todo aquello que desfigura o deteriora a la persona humana no puede ser querido por Dios, y rompe la imagen del ser humano diseñada por su Creador, por lo cual Jesús combate contra los males y los vence con su poder.
Los discípulos habían recibido de Jesús este poder, pero no han sabido cómo ejercitarlo.  El grupo entra en crisis. Con una mezcla de decepción y extrañeza se dirigen a Jesús:
¿Por qué no pudimos expulsarlo? También nosotros nos preguntamos algo similar en muchas circunstancias: ¿Por qué no logramos vencer una tendencia o una mala costumbre?, ¿por qué no conseguimos cambiar un conflicto familiar que se alarga en el tiempo?, ¿por qué no logramos superar situaciones o condiciones sociales o económicas del país que oprimen a la gente y quitan calidad a sus vidas?
La respuesta de Jesús es categórica: Porque tienen poca fe. Contra grandes males, se requiere gran fe. Lo primero por tanto habrá de ser asumir la propia debilidad y aprender a confiar. La fe hace ver las dificultades como desafíos y las crisis como oportunidades, recordando lo que Pablo decía cuando pensaba en sus propias flaquezas: cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12, 10).
La fe impulsa a poner los medios a nuestro alcance, pero recurriendo al mismo tiempo a la oración y confiando siempre en el poder ilimitado de Jesús. Es la paradoja de la fe que parte del reconocimiento de la propia debilidad y al mismo tiempo capacita para alcanzar aquello que uno no podría pensar, como dice Jesús en el evangelio de Juan: Les aseguro que el que cree en mí, hará también las obras que yo hago e incluso otras mayores, porque yo me voy al Padre (Jn 14, 12). 
Para infundir esta confianza en sus discípulos, Jesús pronuncia la frase sobre la fe que traslada montañas. Para no caer en literalismo, hay que reconocer que es una hipérbole judía que equivale a «hacer lo imposible». Pero no cabe duda que remar mar adentro, atreverse a remover lo que parece inamovible, tener el coraje de intentar lo que parece improbable, eso es justamente lo propio de la fe, sin la cual no podremos hacer que la vida triunfe en nuestra sociedad.  

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