P. Carlos Cardó SJ
Predicación de San Pedro, óleo sobre madera de Lorenzo Veneziano (1370 aprox.), Museo Estatal de Berlín, Alemania |
Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas.
Les dijo: «Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir. Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos».
Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos. Cada uno de nosotros puede sentirse incluido entre los llamados. La Iglesia, comunidad que Jesús ha reunido en la persona de sus apóstoles y discípulos, y a la que pertenecemos, recibe la misma misión de su Maestro: anunciar con hechos y palabras la presencia del amor de Dios y la certeza de la salvación que esperamos (Evangelii Nuntiandi).
Otro pasaje del mismo evangelio de Marcos dice que Jesús llamó a los que quiso… para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar (3,13-14). No los envía a exponer una vasta y compleja doctrina, sino a transmitir una forma de vida, un modo de proceder. Por eso, las instrucciones que Jesús da a sus discípulos no dicen lo que tendrán que decir, sino cómo deben presentarse para reproducir el modo de ser y de proceder que han aprendido de su Maestro. Este estilo de vida se aprende en el trato con él.
Y comenzó a enviarlos de dos en dos. Detrás de la costumbre hebrea de ir así cuando se trataba de cumplir una misión, hay un signo que Jesús quiere que transmitan. Él ha venido a reunir un nuevo pueblo de hijos e hijas de Dios. Por eso lo comunitario tiene un valor fundamental en todo su mensaje. Jesús no predicaba nunca en solitario; tampoco quiso que sus discípulos lo hicieran. Sin compañía fraterna, sin colaboración en tareas y proyectos, no se puede anunciar eficazmente el evangelio.
Dice también el evangelio que Jesús les dio autoridad sobre los espíritus impuros. No se trata de fuerzas o poderes sobrenaturales, contra los cuales nada pueden hacer los hijos de Dios. Los “espíritus” a los que se refiere Jesús tienen que ver con todo lo que engaña, perturba, oprime y empobrece la vida, privándola de libertad, de dignidad, de paz. En este sentido, los discípulos de Jesús se caracterizan por ser personas que combaten contra todo aquello que deshumaniza. Eso son los espíritus inmundos que impiden que los seres humanos se realicen como auténticas personas. Y la autoridad del discípulo está precisamente en enfrentar al mal y vencerlo en nombre de Cristo con la fuerza del Espíritu.
Les ordenó que no llevaran nada para el camino… La Iglesia como institución y cada uno de sus miembros no pueden poner como valor central de su vida los bienes materiales. Éstos son medios, no fines; y hay que aprender a usarlos o dejarlos tanto cuanto convenga a la realización de los valores del reino de Dios. Cuando se olvida esto, los bienes materiales en vez de ayudar a la tarea evangelizadora, la desvían de sus verdaderos fines, y la labor de la Iglesia se pervierte. El espíritu de gratuidad, que se demuestra en dar gratis lo que gratis se ha recibido, hace que resplandezca más la acción de lo alto. La sencillez de vida, el desinterés por el poder de este mundo, la pobreza evangélica, hacen más creíble la predicación y la acción de la Iglesia.
Cuando entren en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar. La casa tiene gran importancia en los evangelios sinópticos. El evangelio de Marcos nos hace ver que Jesús usaba muchas veces las casas en las que se alojaba, tanto para anunciar la buena noticia del Reino con palabras y signos (1,29; 2,1; 3,20; 5,38), como para educar a sus discípulos, aprovechando la intimidad que la casa hace posible (7,17; 9,28; 10,10). En ella les enseña los temas centrales de la fe, que después habrán de transmitir en su misión: la piedad auténtica (7,1ss), la oración y el ayuno (9,1ss) y la relación de pareja (10,1ss), siempre como llamadas a la conversión a una mejor relación con Dios, con el cónyuge, con los semejantes y con las cosas de este mundo. Por eso el cristiano debe considerar su casa como un lugar privilegiado para cumplir la misión de transmitir el evangelio. En la intimidad familiar se crean los lazos afectivos más profundos y resulta factible, más que en ningún otro sitio, crear la fraternidad y encarnar los valores cristianos. En la casa se puede practicar el seguimiento de Jesús en su radicalidad.
Si en algún lugar no los reciben, váyanse de allí… Jesús invita, no se impone. Los discípulos no pueden obligar a nadie a aceptar el evangelio. Éste se acepta por la fuerza del testimonio y la eficacia de la palabra que promueven el convencimiento interior. Habrá quienes no acepten el mensaje, y contraerán una culpa que sólo Dios conoce con exactitud. Frente a esto, le basta al discípulo manifestar con un gesto demostrativo la ruptura de la comunión: al salir de ese pueblo, sacúdanse el polvo de los pies.
En este discurso se ve que el cristiano evangeliza humanizando. Los
valores del evangelio nos hacen más humanos y mueven a construir un mundo más
humano. Porque cree en la eficacia del bien y en las posibilidades de mejorar la
calidad de la vida humana, el cristiano apoya todo lo positivo que tiene el mundo
de hoy, todas las posibilidades que se ofrecen de encarnar los valores del
evangelio en nuestra sociedad.
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