P. Carlos Cardó SJ
Salvador del mundo, óleo sobre madera de álamo de Andrea Previtali (1519), Galería Nacional de Londres |
Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Este trozo del evangelio de San Mateo es uno de los textos fundamentales del Nuevo Testamento. Se le conoce como el grito de júbilo de Jesús (11,25-27) y hay quienes afirman que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios Sinópticos.
El texto hace referencia a una típica oración de Jesús. Lo central en ella es el apelativo Abba, Padre, con que Jesús se dirige a Dios. Expresa afecto, cariño, intimidad, y deja ver que Jesús se entiende a sí mismo en relación de hijo a padre con Dios. Es palabra aramea, tierna y primordial para quien la pronuncia y para quien la escucha; el niño (y también el adulto) la dice por el gozo y confianza que la presencia de su padre le causa. Con ella Jesús designa el misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que nadie antes había imaginado. Así lo siente y así lo ha integrado en su autoconciencia. Y como se trata de la experiencia afectiva más básica y profunda de un ser humano, se puede decir que la palabra Abba no se refiere al padre poniendo de lado a la madre (como opuesta o inferior a él) sino a un padre que ama con amor maternal, como aquel que más cerca está del niño por su afecto.
La palabra Abbá dirigida a Dios es central en la fe cristiana. Dios es para nosotros ternura de máxima intimidad, sin dejar por ello de ser al mismo tiempo el Dios altísimo, Señor del cielo y de la tierra. Dios es más íntimo a mí que yo mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y justo, padre y madre.
Jesús reconoce que su Padre tiene una voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya ha comenzado, pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan conducir por la fuerza del Espíritu de Jesús, y es el objeto de nuestra esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos.
La revelación de su ser Padre y la venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en cambio, no esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos, pero no de Dios.
Jesús se alegra de que el amor del Padre se ha revelado ya y todo aquel
que lo acoge alcanza el poder de realizarse plenamente como hijo o hija de
Dios. Dios ha querido hacernos hijos suyos (Ef
1, 5), así nos ha amado (1 Jn 3,1), y esta condición nuestra la vivimos por el
Espíritu que nos hace llamar Abba a
Dios. Este Espíritu, dice también San Pablo, viene en ayuda de nuestra debilidad, pues no sabemos orar como es
debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos
inexpresables (Rom 8, 26).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.