martes, 16 de julio de 2024

¡Ay de ti Corozaím, ay de ti Betsaida! (Mt 11, 20-24)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús llora, acuarela sobre grafito de James Tissot (1886 – 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

Jesús comenzó a recriminar a aquellas ciudades donde había realizado más milagros, porque no se habían convertido. «¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace tiempo que se habrían convertido, poniéndose cilicio y cubriéndose con ceniza. Yo les aseguro que, en el día del Juicio, Tiro y Sidón serán tratadas menos rigurosamente que ustedes. Y tú, Cafarnaún, ¿acaso crees que serás elevada hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el infierno. Porque si los milagros realizados en ti se hubieran hecho en Sodoma, esa ciudad aún existiría. Yo les aseguro que, en el día del Juicio, la tierra de Sodoma será tratada menos rigurosamente que tú». 

Jesús reprocha a las ciudades galileas de Corozaím, Betsaida y Cafarnaúm, donde ha realizado la mayor parte de su predicación y de sus milagros, el no haber aceptado su mensaje y no haberse convertido. Sus reproches están pronunciados como amenazas, pero muchos comentaristas las interpretan más bien como lamentos: dolor del amor no correspondido, dolor de Dios por el mal del hombre. Como los reproches de una madre al hijo que la desobedece y, al obrar así, se hace mal a sí mismo. 

¡Ay de ti! Lamento adolorido por la suerte de quien se niega a aceptar la gracia, el regalo que Dios le hace: ven la obra de Dios, pero lo rechazan. A éstos los compara Jesús con Tiro y Sidón, ciudades opresoras que explotaban a los pobres, y cuya injusticia les impidió acoger la Palabra. Se menciona también a Sodoma, la ciudad corrupta. Pero todas ellas son menos culpables. Ellas no vieron las maravillas del amor de Jesús que Cafarnaúm y las ciudades galileas vieron. Con el estilo propio de los antiguos profetas, Jesús pone en crisis, conmueve el corazón endurecido, mueve a abrir los ojos. Su palabra juzga, pone de manifiesto lo que hay en el hombre. Pero no condena a la persona; condena el mal, pero no a quien lo comete. A éste, Jesús lo busca, le habla, lo conmueve y está dispuesto a sanarlo. Por eso nos manda que amemos a todos, aun a nuestros enemigos y que no juzguemos a nadie. 

El texto hace ver que con sus actos libres de aceptación o rechazo de la palabra de salvación que Jesús ofrece, se juega la persona su destino final, en términos de felicidad o infelicidad, vida realizada plenamente o vida echada a perder. A medida que, por la acción del Espíritu Santo, nuestra conciencia religiosa se desarrolla y purifica, a medida que maduramos en la fe, alcanzamos a comprender que Dios sólo busca nuestra felicidad antes y después de la muerte, que servirlo por la esperanza de premio o por el miedo al castigo, no es un servicio auténtico. Uno llega a comprender que el castigo viene del mismo mal que se comete. El mal daña, el pecado perjudica a quien lo comete. 

Este es el mensaje central de este texto: Hay que aprovechar el tiempo presente, en el que nos llega la llamada del Señor. No podemos recibir la gracia de Dios en vano, dice Pablo, pues éste es el tiempo favorable, éste es el tiempo de la salvación (2Cor 6, 2). El Señor mismo viene a nuestro encuentro hoy con el rostro del hambriento, del sediento, del que anda desnudo o está enfermo o en la cárcel (Mt 25, 31-46), y en ellos quiere ser reconocido y servido.

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