P. Carlos Cardó SJ
Cristo cura al hombre lisiado, óleo sobre lienzo de Jacopo Bassano (1568-1571 aprox.), Museo de Bellas Artes de Boston, Estados Unidos |
Jesús subió a la barca, atravesó el lago y regresó a su ciudad. Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados".
Algunos escribas pensaron: "Este hombre blasfema".
Jesús, leyendo sus pensamientos, les dijo: "¿Por qué piensan mal? ¿Qué es más fácil decir: 'Tus pecados te son perdonados', o 'Levántate y camina'? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".
Él se levantó y se fue a su casa.
Al ver esto, la multitud quedó atemorizada y glorificaba a Dios por haber dado semejante poder a los hombres.
La escena se desarrolla en Cafarnaum, probablemente en casa de Simón Pedro (1,29) donde Jesús se alojaba. Se había propagado la noticia de que realizaba signos en favor de los enfermos y se agolpó una gran cantidad de gente a la puerta, tanto que ya nadie podía entrar. Un paralítico quiere ser curado, pero depende totalmente de lo que hagan por él. Aparecen entonces sus amigos, observan lo difícil que les va a ser llevarlo hasta Jesús, y elaboran una estratagema ingeniosa: cargan al enfermo con su camilla, abren un boquete en el techo de la casa y por allí lo descuelgan hasta ponerlo a los pies de Jesús.
La escena puede recordarnos situaciones semejantes. Cuántas veces y por cuántos motivos le es difícil a la gente, sobre todo a los pobres y a los que son excluidos, acercarse a Jesús en su casa, la Iglesia. Nosotros mismos, cuántas veces nos hemos quedado como paralizados por problemas que parecían superar nuestra capacidad. Y también gente amiga nos ayudó a salir adelante, nos hizo ver a Dios en nuestra situación y a partir de ahí todo cambió.
Pero hay algo interesante en el texto: como el paralítico, todos tenemos necesidades más o menos urgentes, más o menos dolorosas de las que queremos librarnos, y recurrimos a Dios, pero esa liberación que nos interesa ¿es en verdad la que más necesitamos, la más profunda? Dios no responde mecánicamente. Actúa como lo hizo con el paralítico, acoge nuestro deseo aunque no esté bien formulado y responde a lo que más necesitamos en la profundidad de nuestro ser, en otro nivel de necesidad más hondo que, de momento, como el enfermo y sus amigos, no hemos reconocido ni formulado.
Otro dato sorprendente del relato es que Jesús no se fija sólo en la carencia de ese hombre, sino que destaca lo mejor que él y sus amigos demuestran y que los escribas allí presentes (los expertos en religión) no tienen: la fe. Viendo la fe...
Y el milagro ocurre, el verdadero, que en la lógica de la respuesta de Jesús a los escribas es lo más importante y lo más difícil: el perdón, es decir, la regeneración del hombre para una vida nueva gracias al encuentro con el Hijo de Dios, que aporta salvación, salud integral. Esa gracia del perdón se ofrece a todos, pero sólo los sencillos y los pobres de corazón, como el paralítico, la aceptan y aprovechan, no los sabios de este mundo. Ánimo, hijo, tus pecados te quedan perdonados, dice Jesús al paralítico ante el asombro de los escribas.
¡Este blasfema!, gritan éstos y tienen su lógica porque, en efecto, la Biblia dice que perdonar los pecados sólo Dios puede hacerlo (cf. Is 43, 25); y si Jesús lo pretende es porque usurpa la autoridad divina y ofende a Dios. Piensan así porque no creen en él, no están dispuestos a aceptarlo como el Enviado que abre para todos el tiempo del perdón y de la misericordia, anunciado por los profetas: Esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor. Meteré mi ley en su pecho y la inscribiré en sus corazones..., pues yo perdono sus culpas y olvido sus pecados (Jr 31, 34).
La curación que se produce a continuación viene a ser solamente la garantía visible del poder de salvación que actúa en Jesús. Perdonando primero al paralítico, le ha hecho trascender la inmediatez de su deseo de verse libre de su enfermedad; ha trastornado los esquemas de los expertos en Dios, y ha movido a la gente a reconocer el verdadero proyecto de Dios que se anticipa y encarna también en el gesto simple y sin ostentación alguna de la curación: Se dirigió al paralítico y le dijo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. La liberación que trae Dios por medio de Jesús elimina el mal hasta en las raíces más subterráneas del pecado, hasta en sus más oscuras ramificaciones, que son la enfermedad y la muerte.
Y a la vista de todos, el paralítico se marchó cargando su camilla. Es una
representación plástica de lo que ha pasado en su interior. La camilla, signo pesado
y humillante de su desgraciada invalidez, se transforma en el signo de su
libertad y dignidad recuperadas para siempre. Todos cargamos nuestras camillas,
recuerdo de nuestras antiguas parálisis, carencias, frustraciones y ofensas
sufridas. Por la fe, se nos concede descubrir la acción de Dios en ellas, y
poder asumirlas, integrarlas, no depender ya de ellas ni dejar que determinen nuestra
autoestima y la conducta que tenemos con nosotros mismos y con los demás. San
Pablo aprendió a ver la fuerza de Dios en sus debilidades personales y en las heridas
sufridas, y cuando las recordaba no dudaba en decir: Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades,
en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces soy fuerte (2
Cor 12,10).
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