P. Carlos Cardó SJ
Cristo en el mar de Galilea, óleo sobre lienzo de Eugène Delacroix (1854), Museo Walters, Baltimore, Estados Unidos |
En aquel tiempo, Jesús subió a una barca junto con sus discípulos. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan fuerte, que las olas cubrían la barca; pero Él estaba dormido. Los discípulos lo despertaron, diciéndole: "Señor, ¡sálvanos, que perecemos!".
Él les respondió: "¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?".
Entonces se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma.
Y aquellos hombres, maravillados, decían: "¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?"
Después de dos avisos sobre las condiciones para el seguimiento (8, 18-22), la travesía por un mar tempestuoso es como una representación plástica del seguimiento de Jesús en una Iglesia no exenta de pruebas, crisis y dificultades. El primer versículo lo sugiere: Jesús subió a una barca y sus discípulos lo siguieron.
Ante todo, aparece el poder salvador de Jesús sobre las fuerzas del mal que amenazan la vida. Señor de la naturaleza, “serena el rugido de los mares y el estruendo de sus olas”, “amansa las olas embravecidas” y “reduce el temporal a suave brisa”, poder del Altísimo que domina todo lo creado (Sal 65; 89; 107). El relato tiene carácter teofánico: revelación del misterio de Jesús, Hijo de Dios, que deja estupefactos a los no creyentes.
Viene luego el significado eclesiológico. Los discípulos siguen a Jesús y suben con él a la barca. Desde la antigüedad la barca simboliza a la Iglesia. Es una nave frágil, amenazada por la tempestad. La comunidad a la que Mateo escribe padece la cruel persecución del judaísmo farisaico. Pero trascendiendo la circunstancia histórica, está claro que la travesía de la Iglesia no va a ser fácil. El mar y el agua simbolizan el poder del mal y las tinieblas. El mar que surca la nave de Cristo no siempre es apacible, sino agitado por tempestades, crisis y dificultades, que ponen a prueba la fe de los discípulos.
Jesús, sin embargo, duerme tranquilo, por encima de las vicisitudes de la historia. Los discípulos fijan sus ojos en él. ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos! La barca agitada y los discípulos atemorizados: la Iglesia es comunidad de débiles y pecadores. Asistida por el Espíritu, sufre sin embargo la inseguridad humana ante el pecado y los escándalos, ante los peligros de las persecuciones y ante los cambios que le vienen impuestos o que juzga necesario hacer. En tales circunstancias, la Iglesia se siente llamada a examinarse y a reconocer sus deficiencias, por las que el Señor le puede dirigir hoy el mismo reproche: ¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe? Las palabras de Jesús no causan desaliento. Si la Iglesia las acoge, puede salir fortalecida de las pruebas. El poder del Señor puede restablecer la paz. El Señor ordenó a los vientos y al mar y se hizo una gran bonanza. Conviene advertir que la calma que aporta Jesús no es sólo individual, un consuelo privado, sino una experiencia de la comunidad, que se ve fortalecida en su fe, esperanza y amor para cumplir sin miedos la tarea evangélica.
El pasaje concluye de manera un tanto abrupta: Aparecen unos hombres, que no son los discípulos, una vez calmada la tempestad. No saben quién es Jesús, pero se preguntan sobre su origen. Los discípulos sí saben quién es y lo han invocado como Señor. El evangelio no juzga a los ignorantes. Vienen a ser los que reciben la Palabra transmitida por la comunidad y van de asombro en asombro, abriéndose al conocimiento del Señor.
Jesucristo resucitado auxilia con
su fuerza al que vacila en su fe. Las crisis y problemas ponen a prueba la fe,
pero son oportunidades para reconocer la necesidad de salvación y salir
fortalecidos. La falta de visión y el sentir inseguridad y miedo es propio del camino
de la fe. La compañía del Señor permite restablecer la paz –personal e
institucional– con el predominio de la recta razón que discierne y de la
confianza que brota de la fe.
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