P. Carlos Cardó SJ
Parábola del grano de mostaza, vitral de autor anónimo de la Catedral Episcopal Nacional, Washington D.C., Estados Unidos |
Y decía: «El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha».
También decía: «¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra».
Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.
La primera parte del texto corresponde a la parábola de la semilla que crece de día y de noche. Subraya el contraste entre la venida del Reino de Dios, simbolizado en la semilla sembrada, y la impotencia del labrador para hacerla germinar y crecer. El Reino es la semilla que crece por sí misma sin que el campesino sepa cómo.
Se afirma la soberanía de Dios, frente a la cual no tiene sentido pensar que su Reino depende de la actividad humana, o que se rige según los criterios que regulan las relaciones de producción. El cristiano sabe que, después de poner lo que está de su parte para colaborar en el crecimiento del Reino, ha de abandonarlo todo en manos de Dios que hace mucho más que lo que nosotros podemos realizar. Es conocida la frase atribuida a S. Ignacio: «Pon de tu parte como si todo dependiera de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiera de Dios y no de ti».
Dejarle el resultado final a Dios, después de haber obrado con firmeza y perseverancia, aunque muchas veces no sea posible conocer los resultados, es el modo de proceder que Jesús enseña. La actitud de responsabilidad es imprescindible, pero no basta; tiene que ir acompañada de la confianza, de lo contrario degenera en voluntarismo. La confianza absoluta en el poder de Dios, que obra muy por encima de lo que nuestras débiles fuerzas pueden lograr, libera de todo voluntarismo ingenuo y de la angustia que proviene de creer que el éxito depende únicamente de la propia capacidad. Dios es quien hace germinar y crecer y fructificar la semilla que el hombre siembra.
En un mundo que exacerba el sentido de la propia eficacia y del éxito personal, es fácil caer en el cansancio y en el desaliento. Se vive para el trabajo y la producción, y otras realidades de la vida humana, como la atención a la familia y el cultivo de la vida espiritual, pierden valor y se descuidan. El resultado es la incomunicación, la falta del sentido de lo gratuito, es decir, de aquellas cosas cuyo valor no es económico pero que son imprescindibles para poder mantener unas relaciones verdaderamente humanas con los demás, con nuestro propio interior y con Dios.
La segunda parte del texto es la parábola del granito de mostaza, símbolo del Reino en acción. Como la semilla de mostaza, el Reino tiene apariencia casi insignificante, casi invisible, y hay que discernir para reconocerlo. Actúa en la historia como actuó Jesús: en pobreza, sin poder religioso ni político. Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos.
La parábola hace pensar en Cristo, grano caído en tierra, Dios que se abaja para asumir nuestra condición humana y se revela haciéndose un Niño que nace en un pesebre. Hay aquí una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica del Reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss). La parábola nos libra de todo delirio de grandeza.
De manera
directa el símbolo del grano de mostaza apunta a la dinámica de la comunidad de
Jesús, la Iglesia, que se inicia como un grupo pequeño, casi imperceptible,
dentro de la sociedad, y se desarrolla y crece como comunidad abierta,
haciéndose servidora de todos los pueblos y culturas sin exclusión, sin
ambición de poder y sin búsqueda de éxito según el mundo.
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