P. Carlos Cardó SJ
Moisés, escultura en mármol blanco de Miguel Ángel (1513 – 1515), mausoleo del Papa Julio II, Basílica de San Pedro ad vincula, Roma |
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra, que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe, será grande en el reino de los cielos."
Jesús, con la autoridad de quien dio los diez mandamientos, modifica la Ley de Moisés, no para contradecirla ni abolirla, sino para darle su sentido pleno. La Ley era el sello de la alianza de Dios con Israel, pero los rabinos fariseos la habían convertido en un conjunto de prácticas exteriores, descuidando lo fundamental: el amor y la justicia. Jesús hace pasar de una moral de acciones externas, a la moral de actitudes que arraiga en el corazón, porque de los deseos del corazón provienen las malas acciones. Las comunidades cristianas primitivas recordaron claramente que Jesús subordinó los numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor como centro. Vieron asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee autoridad por sí misma, sino por Jesús y que, por consiguiente, su función es la de ser guía –preceptor o pedagogo, dice Pablo– hacia Cristo (Gal 3,24), quien por medio de su Espíritu, infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del amor.
Por todo esto, Jesús no dudó en mostrarse libre frente a las exigencias concretas de la ley cuando estaba de por medio el derecho de las personas o la vida de un ser humano que reclamaba su auxilio: por eso curó enfermos en sábado y liberó a sus discípulos de las tradiciones litúrgicas respecto a las purificaciones y ayunos.
Abrió la ley a las exigencias más profundas del amor a los demás. No basta no matar (vv. 21-26), dirá; también la ira, el insulto, el desprecio son formas de matar al otro. El acuerdo y la reconciliación entre los hermanos están por encima del culto religioso (23-24). No ponerse de acuerdo significa destruir la propia condición de hijo y de hermano (25-26). Por eso, no puede tener a Dios por Padre ni tomar parte en el banquete de los hermanos quien primero no se reconcilia con su hermano que tiene algo contra él. La fraternidad rota hay que restablecerla. Mantener el desacuerdo es ya en sí mismo “el mal”. A eso se refiere Jesús cuando habla de la condena al fuego que no se apaga, la Gehenna, que era un lugar a las afueras de Jerusalén, en donde los paganos ofrecían sacrificios humanos al dios Moloch, y que los hebreos habían desacralizado convirtiéndolo en un basurero, en el que quemaban las inmundicias. Jesús se vale de esta imagen para afirmar que quien no considera al otro como hermano es como si hubiera sacrificado su propia vida y la hubiese arrojado a la basura.
A continuación Jesús interpreta el mandamiento No cometerás adulterio (v.27-32). Lo que busca es inculcar en sus oyentes el respeto a ese bien fundamental del prójimo que es su vida de pareja, en la que se realiza como persona a imagen de Dios. Jesús prohíbe no sólo el adulterio físico sino también el del corazón. Una fidelidad puramente exterior, que no sea a la vez del ojo y del corazón, será una hipocresía. El ojo es para desear y la mano para tomar. Hay aquí una advertencia contra la tendencia que lleva a no admirar nada sin querer en seguida adquirirlo, consumirlo. Jesús nos exhorta a cuidar esa tendencia para que ni el ojo con que deseamos ni la mano con que agarramos sean para nuestra muerte. La decisión ha de ser firme, sin componendas. Por eso su lenguaje hiperbólico: arráncate el ojo, córtate la mano, si son ocasión de pecado.
Luego habla Jesús de la indisolubilidad del matrimonio. No la propone como una ley más dura que la antigua, sino como una gracia que Dios concede. Dios es quien capacita para amar con fidelidad. Jesús dirá: Ámense como yo los he amado. Permanezcan en mi amor. Por eso el amor fiel se recibe como gracia, se lleva a la práctica en obediencia y madura con la educación del amor. Hay que educar para el amor verdadero que tiene en sí mismo la fuerza para crecer y rehacerse en medio de las dificultades. Por falta de esta educación, llegan inmaduras a la boda, incapaces de asumir con libertad responsable el compromiso estable y definitivo del matrimonio cristiano, motivados únicamente por el deseo de ser felices, pero no formados en la capacidad de asumir las frustraciones (y la cuota de infelicidad) que toda vida trae consigo. Creen que el amor dura mientras uno es feliz, no creen en el amor que se recrea, se cura, soporta y perdona para renacer en una nivel superior de mutua comprensión y apoyo; en una palabra, no creen en el amor cristiano que canta San Pablo en la 1 Corintios 13. Formación, acompañamiento, comprensión y discernimiento pueden lograr lo que ninguna ley es capaz de lograr, devolviéndole al matrimonio su pureza original de libre donación de amor hasta la muerte.
Finalmente,
el evangelio de hoy habla de la sinceridad y transparencia. Quien jura pone a Dios
por testigo de su propia veracidad. Jurar en falso es poner a Dios por testigo
de una mentira. Por eso, los juramentos y promesas se han de cumplir para no
deshonrar a Aquel que ha sido puesto como testigo. En todo caso deberá bastar
la propia palabra, como garantía de que la persona es digna de credibilidad.
Mucho hay que trabajar en los hogares, en las escuelas, en las iglesias para
devolver credibilidad a la palabra en una sociedad que induce a lo contrario: a
convertir el sí en no y el no en sí según sea el propio interés.
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