P. Carlos Cardó SJ
Las bodas de Caná, óleo sobre lienzo del taller de Pablo Veronese (hacia 1562), Museo del Prado, Madrid |
Jesús dijo a sus discípulos: «Ustedes han oído que se dijo: No cometerás adulterio.
Pero yo les digo: El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Si tu ojo derecho es para ti una ocasión de pecado, arráncalo y arrójalo lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena.
Y si tu mano derecha es para ti una ocasión de pecado, córtala y arrójala lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena.
También se dijo: El que se divorcia de su mujer, debe darle una declaración de divorcio. Pero yo les digo: El que se divorcia de su mujer, excepto en caso de unión ilegal, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una mujer abandonada por su marido, comete adulterio».
Lo que busca Jesús en estos versículos del sermón del monte es inculcar el respeto a ese bien fundamental del ser humano que es su vida de pareja, en la que se realiza como persona a imagen de Dios. Jesús prohíbe no sólo el adulterio físico sino también el del corazón. Y exhorta a ser decididos, y no querer entrar en componendas con el mal.
Conviene advertir que por la desigualdad existente entre el varón y la mujer en la cultura judía del tiempo de Jesús, quien tenía derecho a repudiar era el varón. Por eso Mateo, que escribe a judíos, se refiere sólo a él. Marcos, en cambio, que escribe a cristianos venidos del paganismo, tiene en cuenta que en esos países también la mujer se podía divorciar (cf. Mc 9,43-47).
También cabe notar que ya en el Antiguo Testamento el matrimonio era mucho más que la “tenencia” de la mujer, como si ésta fuera un bien comparable a los otros bienes: la unión del varón y de la mujer los hacía ser una sola carne –un solo ser– a imagen de Dios. Por eso, romper esta unión equivalía a romper la imagen de Dios.
Jesús va más allá del matrimonio físico. Para él, según la cultura hebrea, el ojo lleva al corazón: seduce y cautiva. Porque al corazón le interesa lo que el ojo admira y lo toma para sí. Una fidelidad puramente exterior, que no sea a la vez del ojo y del corazón, será una hipocresía, un sepulcro blanqueado.
El ojo es para desear y la mano para tomar. Aquí está el origen de todo bien y de todo mal, no sólo del adulterio. Decía Simone Weil, filósofa judía que aunque no fue bautizada es considerada como una mística cristiana: “El gran dolor de la vida humana es que mirar y comer sean dos operaciones diferentes (…) Quizá los vicios, las depravaciones y los crímenes, casi siempre o incluso siempre, sean en esencia intentos de comer la belleza, comer lo que únicamente hay que mirar. Eva fue la que empezó” (A la espera de Dios, Paris 1950). Como en el evangelio, se critica aquí la tendencia que lleva a no admirar nada sin querer enseguida adquirirlo, consumirlo. Jesús nos exhorta a cuidar esa tendencia para que ni el ojo con que deseamos ni la mano con que agarramos sean para el mal propio o del prójimo. La decisión ha de ser firme, sin componendas. Por eso el lenguaje hiperbólico: arráncate el ojo, córtate la mano, si son ocasión de pecado.
A continuación habla Jesús de la indisolubilidad del matrimonio. Como todo en su sermón del monte, no la propone como una ley más dura que la antigua, sino como el don de Dios al corazón humano. Dios es quien da un corazón nuevo, capaz de amar con fidelidad. Dios te ama fielmente para que aprendas a amar con ese amor. Jesús dirá: Ámense como yo los he amado. Permanezcan en mi amor. La fidelidad se recibe como gracia, se lleva a la práctica en obediencia y madura con la educación del amor. Hay que educar para el amor fiel y hay que mantener ese amor, hacerlo madurar. Es evidente que por no hacer madurar su amor, muchas parejas se divorcian. Dejan que se entibie y se apague el primer amor.
Siempre, sin
embargo, cabe preguntarse ante un matrimonio fracasado: ¿fue verdadero
matrimonio, válida y lícitamente celebrado? Esta pregunta impone la necesidad
de discernir para salvar no sólo los principios sino las personas, que siempre
serán pecadores perdonados. Antes, la ley mantenía junta a la pareja a toda
costa, aunque se odiasen. Formación, acompañamiento, comprensión y
discernimiento pueden lograr lo que ninguna ley es capaz de lograr,
devolviéndole al matrimonio su pureza original de libre donación de amor. Pero
¡ay de los pastores duros, legalistas y castigadores, que no conocen la
misericordia! Hay que buscar lo que más ayuda al débil para que tenga fe y
pueda crecer en su amor. No basta saber y conocer leyes y cánones; hay que
saber usarlos.
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