P. Carlos Cardó SJ
Dos niños campesinos, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1668-1670), Galería de Arte Dulwich, Londres, Inglaterra |
Jesús, dijo a sus discípulos: «Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado».
Los criterios de conducta que Jesús transmite en el discurso del monte revelan cómo juzga Dios, quiénes entrarán en su reino. Pero son criterios normativos que nos pueden hacer pensar: duro es este lenguaje, quién podrá cumplirlo. Estamos condicionados por la lógica del mundo. Por eso nos cuesta tanto el devolver bien por mal, porque estamos continuamente bombardeados por la ideología de la venganza que los medios, el cine sobre todo, propagan con el falso presupuesto de que con ella se vence al mal y se da una justa reparación a los perjudicados. Pero no es así.
Jesús reacciona contra la antigua ley del talión (ojo por ojo, diente por diente) que pretendía restablecer el orden poniendo un límite a la sed de venganza mediante la búsqueda de una cierta paridad (Gen 4,23). En el fondo había la creencia de que al mal se le vence mediante el miedo a un castigo equivalente o incluso mayor que el daño causado con la ofensa. Pero la aplicación de tal norma no resuelve el mal; lo que consigue en todo caso es duplicarlo.
Jesús se sitúa en otra óptica, en la de Dios, su Padre, cuya justicia está siempre cargada de misericordia. En el plano humano, la búsqueda de ese horizonte de la justicia perfecta se cumple en el mandamiento del amor, que extrae el bien de todas las formas del mal. Esta justicia es la que llevará al Hijo de Dios a cargar sobre sí en la cruz la maldad de sus hermanos para vencerla mediante el amor que triunfa sobre la muerte, último reducto y logro del mal en el mundo.
Atacar al mal, no al malvado, es lo que se ha de buscar. El mal, en efecto, hace daño en primer lugar a quien lo comete, es su primera víctima. Y ese malvado que me ha hecho daño es, a pesar de todo, hermano mío, a quien debo amar como tal. Hasta ahí extiende su comprensión el amor cristiano. Comprende sí, no condena. Tiene en cuenta que son muchos y muy complejos los factores que intervienen en la conducta humana. Por ello la Iglesia ha repetido tantas veces que hay estructuras sociales de pecado que influyen en las personas volviéndolas malas, a veces sin que se den cuenta. Así, detrás de un delito cometido se puede comprobar muchas veces una historia personal de frustración, humillación, abandono, o exclusión. Y el hombre que ha vivido así hasta dar con su vida en el horror del delito cometido es mi hermano. Quiero, por tanto, que el mal no triunfe ni en mí ni en él, que no triunfe en nadie.
La lógica del mundo, en cambio, me incita a la venganza. Me lleva a no darme cuenta de que al pedir el mal contra el que me ha ofendido, y desear incluso su muerte, permito que el mal dirija mis sentimientos y actitudes; quiero hacerle al otro el mal que condeno en él, le doy a la acción mala categoría de bien necesario, opto por el mal al odiar a quien lo ha cometido. El odio y el deseo de venganza es connivencia con el mal que se intenta resolver.
Jesús nos invita a superar esa manera de pensar: él ama al pecador y odia el mal, lucha contra él y no quiere que triunfe en ninguno de sus hermanos. Por eso, la gente de mal vivir y los excluidos fueron objeto de su compasión. Para nosotros, en cambio, son objeto de reprobación: ¡lo que ellos han hecho, hay que hacérselo! Pero eso no resuelve nada y puede hacer incluso que el mal se propague. Ocurre así en todos los niveles de las relaciones humanas: el matrimonio, la amistad, toda asociación de personas se rompen si lo que se busca es hacer sentir al ofensor el mismo dolor que él infringió.
Por eso, todo ha de intentarse: diálogo, acuerdo, negociación, discusión incluso y reprensión, todo menos usar el mal contra el mal. Y convenzámonos, hasta que la misma administración de justicia, no sea capaz de integrar en sus juicios el “principio misericordia”, para buscar el bien de la persona y no sólo el castigo, nunca será posible la regeneración o la reeducación de los sentenciados.
Y así, por el
bien mayor que se puede desear, para que triunfe el amor que rehabilita, para
que la fraternidad llegue a normar la vida en sociedad, y para desmentir la
lógica de la venganza, el cristiano que sigue con radicalidad a su Señor se
hace capaz de renunciar aun a su propio derecho, muestra la otra mejilla,
entrega capa y manto, y camina con el otro no una milla sino dos.
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