P. Carlos Cardó SJ
Duelo a garrotazos, óleo sobre revoque trasladado a lienzo de Francisco de Goya (1820-23), Museo del Prado, Madrid |
Jesús dijo a sus discípulos: «Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos. Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo»
Han oído que se dijo… Yo les digo… La gente se admiraba de la autoridad con que Jesús enseñaba, tan distinta a las de sus maestros y doctores de la ley. No sólo hablaba en primera persona, cosa que los rabinos evitaban siempre, limitándose a repetir las enseñanzas de otros maestros de mayor prestigio, sino que él aclaraba, interpretaba y llegaba hasta modificar la ley. Esto causaba indignación a las autoridades religiosas; y lo que ciertamente no podían soportar era su pretensión de modificar y proponer de un modo nuevo el núcleo mismo de la Ley, los mandamientos. Para ello Jesús empleaba la fórmula: han oído ustedes que se dijo…, pues bien yo les digo… Por supuesto que ellos habían oído y, en el caso de los diez mandamientos, tenían la certeza de que eran palabras sagradas dictadas directamente por Dios a Moisés. De modo que al decir Jesús: pues bien, yo les digo, ponía su yo en el mismo nivel de Dios (Yo-soy), pretendía tener la misma autoridad del legislador divino. Por eso lo acusarán de blasfemo porque, siendo un hombre, se hacía pasar por Dios (cf. Jn 10, 33). Pero Jesús no da marcha atrás. La convicción interior que le movía a obrar así la consigna claramente el evangelio de Juan: Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre mismo que me ha enviado es el que me ordena lo que tengo que decir y enseñar. Y sé que su enseñanza lleva a la vida eterna. Así, pues lo que yo digo es lo que me ha dicho el Padre (Jn 12,49-50).
La novedad de la enseñanza moral de Jesús consiste en que él no propone normas y preceptos legales más estrictos aún que los anteriores, sino la buena noticia –evangelio– de que Dios obra en nosotros y nos concede el don de comportarnos entre nosotros a la manera como él se comporta con nosotros. En el fondo, la nueva moral de Jesús tiene como fundamento el amor del Padre, que él revela. En adelante, todo quedará contenido en un único mandamiento: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de Dios.
A partir de aquí se entiende el giro que da Jesús a los mandamientos. Lo primero de todo es el respeto que debemos tener a la vida del otro. Por eso, no basta no matar; cuando se odia, se insulta o se desprecia a alguien, se le está matando en cierta forma.
La advertencia que hace Jesús es severa: el odio repercute en la misma persona que lo consiente, es veneno del alma y lleva a un final desastroso. Jesús lo expresa viva y crudamente: Será condenado al fuego que no se apaga. El original dice: Será condenado a la Gehenna, y se refiere a un lugar en el valle de Innon, fuera de los muros de Jerusalén, en el que los paganos sacrificaban víctimas humanas al dios Moloch. Para desacralizarlo, los hebreos lo habían convertido en un basurero, en el que quemaban las inmundicias. El fuego de la Gehenna ardía día y noche. Lo que viene a decir Jesús es que quien odia, quien deja de considerar al otro como un hermano, es como si hubiera hecho arder su propia vida, arrojándola a la basura.
Por eso es
tan importante llegar al acuerdo, porque el desacuerdo significa negar la
propia condición de hijo de Dios y la condición de hermano de mi contrincante.
Y esta es la razón por la cual el acuerdo está por encima de la ofrenda que se
debe dar a Dios, por encima de los actos religiosos exteriores. No se puede llamar
Padre a Dios ni sentarse a la mesa de los hermanos si primero no se perdona al
hermano. Y –la aclaración es importante– se debe advertir que Jesús dice: Si recuerdas que tu hermano tiene algo
contra ti… ve primero a reconciliarte con tu hermano, lo cual se refiere no
sólo al caso de que yo haya cometido algo contra el prójimo, sino a que la
relación se ha roto porque el otro es quien tiene algo contra mí. La fraternidad
rota es un mal en sí. Si de manera deliberada, pudiendo hacerlo, no se ponen
los medios para repararla se incurre en una falta que impide compartir la mesa
de la comunión. Tal omisión manifiesta que el otro ya no importa, ya no se le
considera un hermano. Quien de esta manera se desentiende del hermano demuestra
que él mismo ya no se comporta como hijo.
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