domingo, 30 de junio de 2024

Domingo XIII del Tiempo Ordinario - Curación de la hemorroísa y resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 21-43)

 P. Carlos Cardó SJ 

Resurrección de la hija de Jairo, óleo sobre lienzo de George Percy Jacomb-Hood (1895), galería de arte Guidhall, Londres


Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?».
Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!». En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña. 

Se trata de dos mujeres, que además de la exclusión de que eran objeto en aquella sociedad patriarcal, padecían la impureza que su enfermedad les transmitía a ellas y a quien las tocase. Pero nada de ello fue impedimento para que Jesús las tratara con una solicitud cargada de sentimiento. Sin temer el ser criticado por transgredir normas y prejuicios, Jesús rompió –en éste y en otros casos– con el androcentrismo de su sociedad y mantuvo un trato solidario y liberador con las mujeres y los niños, que no sin motivo buscaban su proximidad. 

La primera mujer del relato lleva 12 años padeciendo una larga enfermedad, que los médicos no han podido curar. En la cultura hebrea la sangre es la vida (Gen 9, 4-5). La mujer pierde sangre, se le va la vida. Representa toda situación crítica de la que el creyente no sabe cómo salir mientras no sienta que la gracia de Dios lo toque y lo sane. La otra mujer es una niña de 12 años, que en Oriente equivale a la edad del noviazgo; pero que está enferma de muerte. Esta niña-mujer, por ser, además, hija de Jairo, jefe de la sinagoga, podría simbolizar al pueblo de Israel, que la Biblia presenta como la esposa de Yahvé. 

Mientras Jesús va a casa de Jairo, aparece en escena la mujer que sufre de hemorragias. Tiene una enfermedad que hacía impura a la mujer desde el punto de vista legal (Lev 15, 19-24) y tenía que permanecer apartada el tiempo que durara su hemorragia porque volvía impuro lo que tocaba. Humillada física y moralmente, la pobre mujer sólo puede acercarse a Jesús desde atrás, sin dejarse ver, sin poder tocar. Experiencias similares pueden darse en el camino de la fe: sucede algo lamentable y la persona se siente alejada, inhabilitada para la vida cristiana. Su fe entonces sólo logra expresarse como el deseo de que Dios la tenga en cuenta, como dice el salmo 80: Vuelve a nosotros tu rostro y seremos salvos. 

¿Quién me ha tocado?, pregunta Jesús, al sentir que la mujer le ha rozado el manto. No es un reproche, es una invitación: la fe interior de la mujer tiene que hacerse pública. Y es lo que hace ella con un gesto cargado de sentimiento: asustada y temblorosa… se postró ante él y le contó toda su verdad. Contarle toda su verdad es poner su vida en manos del Señor, reconocer que no hay nada oculto entre los dos, y dejar que él disponga las cosas según su voluntad. Por eso Jesús, después de tranquilizarla, le dice con afecto: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, estás liberada de tu mal. 

Todavía estaba hablando, cuando vienen a anunciar al jefe de la sinagoga que su hija ha muerto: ¿Para qué seguir molestando al Maestro? Jairo ya había expresado su fe, pero el anuncio que le traen hace que le sobrecoja el miedo a la muerte, la sensación de impotencia frente a lo irremediable. Pero Jesús lo reanima: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo. 

Lo que viene después es una predicación en acción sobre el sentido cristiano de la muerte. Jesús le quita dramatismo, le arranca su aguijón (como dice san Pablo en 1Cor 15,55), la reduce a un sueño: la niña no está muerta, está dormida. El mensaje de su victoria sobre la muerte ha de ser comunicado a “los que se afligen como quienes no tienen esperanza” (1 Tes 4,13), y que en el relato aparecen simbolizados en el tumulto, el llanto y los gritos en la casa mortuoria. 

Jesús, entonces, tomó la mano de la niña y la sacó del sueño, con palabras llenas de ternura: Talita Kum (que significa: Muchacha, a ti te hablo, levántate). Conviene advertir que el mandato de Jesús, ¡Levántate! ¡Ponte de pie!, significa también ¡Resucita!, y es el verbo que se emplea en los relatos de la resurrección: “Cuando resucite (cuando sea levantado), iré delante de ustedes a Galilea” (14,28). “Ha resucitado, no está aquí” (16,6). 

La niña se levantó y se puso a caminar. Y ellos se quedaron llenos de estupor, con el mismo sentimiento que tendrán las mujeres ante el sepulcro vacío (16,8): temor y desconcierto. Y les mandó que le dieran de comer. Porque todavía queda camino por andar... A lo que Dios hace en nuestro favor, corresponde nuestra colaboración. 

El mensaje es sencillo y claro: todos podemos vernos en situaciones extremas, propias o de otros, en las que ya nada se puede hacer. Las palabras de Jesús a Jairo: No tengas miedo, basta con que sigas creyendo, nos ayudarán a no dejarnos dominar por el miedo y la desesperación. Sabremos infundir ánimo a quien lo necesita. Procuraremos, además, que “que la Iglesia sea un recinto de paz, de justicia y de amor para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.

sábado, 29 de junio de 2024

La confesión de Pedro (Mt 16, 13-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo entrega las llaves a Pedro, óleo sobre lienzo de Vincenzo Catena (1520 aprox.), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?"
Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas."
Él les preguntó: "Y vosotros, ¿quién dicen que soy yo?".
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Jesús le respondió: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo". 

Mientras suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan entre la gente: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más. 

¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, él no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. 

La misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella. 

La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia Jesús dice “mi Iglesia”. La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18). 

La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.  Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu. 

Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365).

viernes, 28 de junio de 2024

Curación de un leproso (Mt 8, 1-4)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús limpia al leproso, mosaico bizantino de autor anónimo (siglo XII aprox.), techo de la Catedral de la Asunción, Monreale, Palermo, Italia

En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme"Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: "Quiero, queda limpio!". Y en seguida quedó limpio de la lepra.
Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés". 

Los capítulos 8 y 9 de Mateo están dedicados a las obras mesiánicas que Jesús realizaba como signos anticipatorios de la venida del reino de Dios. Los tres capítulos anteriores (5-7) sobre el sermón del monte contenían las enseñanzas necesarias para entrar en el reino. Mateo ve una unidad entre las palabras y las acciones de Jesús, tal como fue enunciada en los sumarios del final de los capítulos 4  y 9: Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en las sinagogas judías, anunciando la buena noticia del reino y sanando todas las enfermedades y dolencias (Mt 9, 35, Cf. 4, 23-24). 

Las curaciones de leprosos son especialmente significativas. La idea que se tenía de su enfermedad (y en general de las afecciones contagiosas de la piel) hacía de estos pobres desgraciados verdaderos cadáveres andantes y su eventual curación era como si los muertos volvieran a la vida. La lepra tenía significación religiosa y social. La diagnosticaban los sacerdotes y sólo ellos podían verificar su curación. Excluidos de todo intercambio social, obligados a vivir a la intemperie fuera de los poblados, no podían asistir a los actos religiosos de su comunidad, eran vistos como heridos por Dios e impuros, y nadie podía acercárseles y, menos aún, tocarlos porque transmitían su impureza, igual que cuando se tocaba un cadáver. Si se curaban quedaban libres de todas estas maldiciones, pero los sacerdotes tenían que autorizar su readmisión en la vida social. 

El relato se centra en la respuesta de Jesús: Quiero, queda limpio. El milagro en sí no se describe, tampoco la actuación de los presentes ni hay ceremonial alguno. Lo único que hace Jesús es tocarlo, no como parte de ninguna técnica de curación, sino movido a compasión y, por supuesto, a sabiendas de que, al hacerlo, infringe una prohibición legal. Queda claro que lo que cura es la voluntad del Señor, que pone en acto el poder liberador propio del Mesías anunciado por los profetas (cf. Is 26,19; 35, 5s; 61, 1). 

Pero además del poder de Jesús sobre las fuerzas del mal, el texto destaca que el milagro es posible por la fe. No es una acción mágica; se encuadra dentro de una relación entre dos personas. El enfermo se dirige confiadamente a Jesús, reconoce su poder y mueve su voluntad. Por su parte, el Señor atiende la súplica del que lo implora. 

Después de curarlo, le ordena que se presente al sacerdote y ofrezca el sacrificio prescrito por Moisés, para quedar reincorporado a la comunidad. Pero más allá de respetar lo mandado por la Ley es claro que Jesus con este tipo de acciones anula todo motivo de discriminación y exclusión entre las personas. Con su llegada quedan derribadas las barreras de separación entre los hombres y queda claramente fundamentado en la nueva ley el derecho de todos los seres humanos a ser tratados con igualdad y respeto, por tener una misma dignidad de hijos o hijas de Dios. 

El silencio que Jesús impone al enfermo curado tiene en cuenta la idea errónea que el pueblo se ha formado del Mesías esperado y evita que en torno a su persona se genere un ambiente de entusiasmo mesiánico triunfalista. No quiere tampoco que la gente lo siga de manera interesada, como un simple taumaturgo dotado de poderes sobrenaturales, y se vean sus curaciones como meros sucesos asombrosos, y no como señales de la presencia anticipada del reino de Dios. 

Finalmente, el gesto del leproso, de postrarse ante Jesús en señal de adoración, y el invocarlo como Señor, muestran que reconoce la presencia de lo divino en él. Su súplica contiene una auténtica confesión de fe cristiana y señala la clave de interpretación de todo el relato. La figura del leproso adquiere carácter simbólico, representa al cristiano que, en la Iglesia, encuentra a Jesucristo resucitado con todo su poder liberador. El pasado de la acción salvadora se actualiza por la virtud iluminadora de la palabra revelada y hace ver al lector del evangelio que también para él –cualquiera que sea su enfermedad o dolencia, su necesidad o padecimiento– sigue disponible la gracia del Señor como lo estuvo para aquellos enfermos y necesitados a los que liberaba con su poder misericordioso.

jueves, 27 de junio de 2024

La casa sobre roca y la casa sobre arena (Mt 7,21-29)

 P. Carlos Cardó SJ 

Castillo construido sobre una pequeña isla de rocas en Dublin, Irlanda

Jesús dijo a sus discípulos: «No son los que me dicen: 'Señor, Señor', los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: 'Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?'. Entonces yo les manifestaré: 'Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal'. Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó, y su ruina fue grande».
Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, la multitud estaba asombrada de su enseñanza, porque él les enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas. 

Estas palabras de Jesús se dirigen a personas creyentes que escuchan la doctrina del evangelio, pero no la llevan a la práctica. Son personas que pueden hacer cosas buenas, pero no cumplen lo que Dios quiere de ellas. 

El evangelista Mateo tiene ante sí una comunidad cristiana entusiasta, rica en cualidades naturales y sobrenaturales. Celebran el culto, oran, incluso realizan profecías, milagros y exorcismos, pero descuidan lo cotidiano: el hacer la voluntad del Padre, amando y sirviendo a los demás en las cosas de cada día. Si no tienen amor, de nada les sirven sus prácticas religiosas y los dones extraordinarios que poseen (cf. 1 Cor 13, 1-3). 

No basta con orar ostensiblemente, ni es bueno invocar a Dios con aparente sinceridad. La oración nos debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. Ahora bien, la voluntad de Dios se expresa claramente en el mandamiento del amor. Por eso, es precisamente en la práctica del servicio a los demás por amor donde se demuestra la autenticidad de la oración. No basta decir “Señor, Señor”. La verdadera oración pasa por el corazón y se verifica en el amor a los demás, en especial a los más necesitados. En su oración, Jesús se encuentra con su Padre, escucha su voluntad y decide practicarla, aunque le cueste sangre el hacerlo (Mt 26,39 par; Jn 12,27). Por eso, en el día del juicio sólo recibirá el beneplácito divino quien ha cumplido la voluntad del Padre de los cielos. 

Para reforzar esta enseñanza, Jesús propone la parábola de dos hombres que construyen su casa de diferente manera. El primero, considerado “prudente”, edifica firmemente sobre roca, de modo que cuando vienen las tormentas, las crecidas de los ríos y los fuertes vientos, la casa resiste por sus buenos cimientos. El segundo en cambio, es un “necio” que construye en terreno arenoso, sin las debidas precauciones, y el resultado es lamentable porque la casa no soporta el embate de los fenómenos atmosféricos y se viene abajo. Los valores y enseñanzas de Jesús son el fundamento firme para una vida bien construida; no tenerlos en cuenta es echarla a perder, “desgracia grande”. 

En la predicación y, sobre todo, en el ejemplo de vida de Jesús se delinea una ética bien concreta, un modo recto de proceder, que vale tanto para los cristianos como para toda persona que aspire a forjarse una vida verdaderamente valiosa para sí y para los demás (Mt 28,19s). Jesús hace ver que para ello es importante interiorizar los valores, asumirlos con el corazón, de lo contrario la persona no podrá actuar con convicción cuando esté sometida a la presión de los propios impulsos, o se vea envuelta por la multitud de “voces” que desde el exterior impactan en su conciencia y pugnan por dirigir su conducta. Jesús no busca únicamente que la persona sepa cuál debe ser la recta ordenación moral de sus actos, sino que aprecie la validez de sus enseñanzas, ponga en ellas el afecto de su corazón (es decir, procure que movilicen su afectividad y sus sentimientos) de modo que la muevan desde su interior, y no como imposiciones externas. Esta persona sabrá discernir en cada circunstancia cuál ha de ser su modo de proceder y sabrá mantener un estilo de vida coherente y ejemplar. 

Hoy ya no se cree –sobre todo entre los jóvenes– en doctrinas y discursos, y se ha perdido confianza en las instituciones. Lo que convence es la coherencia y autenticidad de las personas, más que las declaraciones de principios. Y eso fue lo que Jesús demostró. No enseñó nada que primero él no lo cumpliera. Nadie halló engaño en su boca (1 Pe 2,22), buscó servir y no ser servido (Mt 20,28), y su integridad de vida fue tan patente, que hasta sus adversarios reconocieron ante él: Maestro, sabemos que eres sincero, que enseñas con verdad el camino de Dios y no te dejas influenciar por nadie, pues no te fijas en las apariencias de las personas (Mt 22,16). Con razón pudo decir a sus discípulos, después de lavarles los pies –gesto que sintetiza lo más característico de su persona–: Ejemplo les he dado para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes” (Jn 13,15). 

La parábola de las dos casas interpela al lector, le induce a confrontarse con una y otra para tomar conciencia de la vida que se está construyendo.

miércoles, 26 de junio de 2024

El árbol bueno da frutos buenos (Mt 7, 15-20)

 P. Carlos Cardó SJ 

El árbol de la vida, pintura de autor anónimo del siglo XVII, Palacio de los Kanes de Shaki, Seki, Azerbaiyán

Jesús dijo a sus discípulos: «Tengan cuidado de los falsos profetas, que se presentan cubiertos con pieles de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los reconocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los cardos? Así, todo árbol bueno produce frutos buenos y todo árbol malo produce frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo, producir frutos buenos. Al árbol que no produce frutos buenos se lo corta y se lo arroja al fuego. Por sus frutos, entonces, ustedes los reconocerán». 

Las primeras comunidades cristianas vivieron una experiencia perturbadora que, sin duda, Mateo tiene en cuenta en su evangelio: la presencia de falsos profetas o maestros que aparecen como pacíficos e indefensos, pero destruyen desde dentro la comunidad. San Pedro habla de falsos maestros, que introducen encubiertamente errores perniciosos (2Pe 2,1-2). San Pablo alerta a los cristianos de Roma para que se fijen en los que causan divisiones y tropiezos en contra del mensaje cristiano y para que se aparten de ellos (Rom 16,17). Entre estos falsos profetas y maestros, los que mayor preocupación le causaron al Apóstol fueron los judaizantes que actuaban para ser vistos como fieles a ley de Dios (Gal 6, 12-17), pero en realidad eran una levadura malsana (Gal 5,7-12) que le quitaba a la cruz de Cristo su valor redentor. Junto a ellos ponía también Pablo a aquellos que, con su vida licenciosa, no pensaban más que en las cosas de la tierra y propagaban malas costumbres (Fil 3, 18-9). Todos ellos son los “asalariados” de la parábola del Buen Pastor en el evangelio de Juan (Jn 10,12) y los “lobos rapaces” a los que alude Pablo en su despedida de Mileto: Yo sé  que, después de mi partida, se introducirán entre ustedes lobos rapaces que no perdonarán el rebaño; y también entre ustedes mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos detrás de sí (Hech 20,29). 

Esta experiencia, que subyace al texto que comentamos, no es cosa del pasado. Apunta a todos aquellos que seducen al pueblo con apariencias de bien y de verdad, pero persiguiendo fines interesados. No sólo predican falsas doctrinas, sino que se atribuyen la función de maestros inspirados por Dios o sabios conocedores de las cosas espirituales, pero que no lo son en realidad. Su disfraz en piel de oveja significa que se presentan como inofensivos miembros del “rebaño” y hacen daño a los desprevenidos. 

Mateo da a la comunidad una norma para poder reconocer a estos falsos profetas y maestros: saber discernir lo bueno y lo malo en lo que proponen. Es la primera regla del discernimiento espiritual: al árbol se le conoce por sus frutos. Todo árbol bueno da frutos buenos; el árbol malo da frutos malos. Sus palabras y su modo de comportarse pueden parecer acertados y correctos, son su disfraz. Pero su verdadero ser, en contradicción con la voluntad de Dios, no puede quedar oculto a pesar de todas sus apariencias externas. Descubrir a dónde pretenden llevar a la comunidad es la finalidad del discernimiento. Hermanos queridos, no crean a cualquiera que pretenda poseer el Espíritu. Hagan más bien un discernimiento para ver si pertenece a Dios (1Jn 4,1). 

A todo esto, San Ignacio de Loyola en sus famosas reglas para el discernimiento espiritual añade algo muy certero, que vale no sólo para distinguir los buenos de los malos maestros, sino también las buenas y malas inspiraciones, deseos o tendencias que pueden surgir en nosotros “bajo apariencia” de bien y pueden engañarnos, llevándonos a tomar malas decisiones. Nos dice que debemos analizar el desarrollo que tienen tales deseos o pensamientos que nos vienen porque si en su origen, en el medio o en el fin al que nos llevan todo es bueno o inclinado al bien, eso es señal de que proceden del buen espíritu; pero si al comienzo, al medio o al fin encuentro algo malo, o menos bueno de lo que me había propuesto hacer, o debilita mi vida espiritual, me inquieta y perturba, quitándome la paz, tranquilidad y quietud que antes tenía, eso es clara señal de que procede de mal espíritu, con el cual no voy a poder tomar buenas decisiones (Ejercicios Espirituales, 333).

martes, 25 de junio de 2024

No profanar lo “santo” y la Regla de Oro (Mt 7, 6.12-14)

 Carlos Cardó SJ 

Fraternidad universal, mural de Diego Rivera (1928), Secretaría de Educación Pública, Ciudad de México

No den las cosas sagradas a los perros, ni arrojen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes para destrozarlos. Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas. Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran. 

Para los hebreos, los perros y los cerdos eran animales impuros, así aparecen en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22).  Lo santo tenía relación con el culto, concretamente con la carne de los sacrificios que no podía darse a los perros. Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo. En contexto cristiano, lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad cristiana: la palabra de Dios y al pan de la eucaristía. Situada en este contexto, la frase recuerda a los discípulos que no conviene ofrecer el don santo del evangelio y del pan eucarístico a quienes no sólo no los van a aceptar, sino que harían de ello escarnio y mofa. Se debe proteger el evangelio, la moral cristiana, la comunión eclesial, el bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos de toda profanación posible. 

Pero, obviamente, no se puede interpretar la frase como prohibición del anuncio del evangelio a todas las naciones, tarea que el mismo Jesús mandó realizar a los discípulos: Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos… (Mt 28, 19). 

La experiencia de la Iglesia confirma la necesidad de actuar gradualmente y con prudencia en la tarea evangelizadora, procurando adaptar el mensaje a la situación de los pueblos y respetando siempre sus culturas. Querer imponer las verdades evangélicas a la fuerza cuando el auditorio no está preparado para comprenderlas, sería inútil; más aún, podría producir reacciones violentas o contrarias a lo que se pretende. Por lo demás, si no juzgo a los otros de buenos y malos y reconozco que el mal actúa también en mí, podré saber lo que conviene hacer por el bien del prójimo. 

La frase siguiente de Jesús es la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. Es como un compendio de la enseñanza moral cristiana y la norma para llevar a la práctica el mandamiento del amor. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. La forma positiva en que la propone Jesús representa un nivel moral más elevado. De lo que me agrada o me duele en la manera como los demás se comportan conmigo, puedo sacar la medida segura para mi propia manera de portarme con los demás. 

El amor se ha de mostrar en obras, dice San Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de sus justos deseos. En esto consiste el amor. El yo deja de ser el centro. Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que encuentra, a su vez, en la regla de oro el modo eficaz de llevarlo a la práctica. Todo lo que el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña. 

La frase de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha hace referencia al medio para llegar a Dios y a su reino. Jesucristo es la puerta, el mediador entre Dios y nosotros. En él tenemos acceso a la vida divina. Su palabra es la vía estrecha que conduce a su reino, meta de nuestro peregrinar en este mundo y realización plena de todas nuestras esperanzas. La puerta ancha y el camino amplio corresponden a nuestras falsas maneras de buscar la felicidad a impulsos únicamente de nuestras tendencias. Pero si Jesús advierte que la puerta y el camino verdaderos son estrechos no lo hace para desanimarnos sino para estimularnos a empeñarnos más y tener cuidado. La puerta del reino es estrecha y la vía del seguimiento de Cristo angosta, pero nos dan acceso a la vida filial y fraterna, nos abren a la anchura y longitud, la altura y profundidad del amor (Ef 3, 18). 

Puerta ancha es hacer lo que me da la gana sin mirar los efectos que ello puede tener en los demás y en mí mismo. Camino amplio es el de la búsqueda del propio amor, querer e interés, dando la espalda a las necesidades y angustias de los pobres. Puerta ancha es también la religión hecha de prácticas y obras que pueden ser sorprendentes – ¡puedo repartir mis bienes entre los pobres y aun dejarme quemar vivo!, dice San Pablo (1Cor 13, 2) –, pero que no valen nada porque no se hacen con verdadero amor ni conllevan la entrega de lo que Dios más quiere: el corazón del hombre. El cristianismo vivido en su radicalidad siempre nos va a parecer difícil. Hace falta empeño, sí, pero más importante es la apertura a la gracia, el caminar humildemente y confiar.

lunes, 24 de junio de 2024

Nacimiento de Juan Bautista (Lc 1, 57-66)

 P. Carlos Cardó SJ 

Imposición del nombre a Juan Bautista, témpera sobre madera de Fra Angelico (1428 – 1430), Museo Nacional de San Marcos, Florencia, Italia

Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan".
Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre".
Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y era comentado en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él.
El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel. 

Juan Bautista fue el hombre que recibió de Jesús el mayor de los elogios: Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan. 

La narración de su nacimiento la hace San Lucas con pocas palabras, porque prefiere resaltar más la imposición de su nombre. Pero en esas pocas palabras, se expresa algo muy importante en la Biblia: la concepción y nacimiento de los personajes que van a tener una misión especial en la historia de Israel es un acontecimiento en el que Dios interviene. Esto se destaca de modo especial cuando la mujer que concibe es una estéril como Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac (cf. Gen 16, 1; 17, 1), o como la esposa de Manoa, que concibió y dio a luz a Sansón (Cf. Jue 13, 2-5). Por esto, en el caso de Isabel, esposa estéril de Zacarías, los vecinos ven en su parto una acción de la misericordia y se alegran con ella. 

Aparte de esto, es indudable que la antropología contenida en la Biblia considera la venida al mundo de toda persona no como un acontecimiento o fenómeno fortuito o puramente biológico. Cada nacimiento es un hecho querido por Dios, y responde siempre a un designio suyo de amor. “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime y tus obras son prodigiosas” (Sal 139, 13-14). 

El nombre Juan. En las culturas antiguas el nombre que se daba a las personas era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos; y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño. «Su nombre es Juan» (Lc 1,63) dice Isabel y Zacarías lo confirma ante de los parientes maravillados, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan Dios se mostrará favorable a su pueblo y a toda la humanidad. Pero no sólo en su vida: Dios siempre está en favor de todos sus hijos e hijas, en favor de toda vida humana aun antes de nacer. Mi propia vida, desde su concepción, demuestra que soy llamado por él a la existencia. El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49,1). 

Juan nace con una misión que cumplirá cabalmente: vivirá dedicado a preparar la venida de Jesús Mesías. Como él, todos tenemos una misión que cumplir: la que nuestro Creador y Padre nos asigna aun antes de nacer. Ella confiere orientación y sentido a mi existencia. Percibida en mi interior como una llamada o atracción que aúna y orienta todos mis deseos, puedo libremente optar por ella como mi propio camino y elegir las actitudes que más me conduzcan a su cumplimiento, seguro de que en ello me juego mi realización personal y mi felicidad.

domingo, 23 de junio de 2024

Domingo XII del Tiempo Ordinario. La tempestad calmada (Mc 4, 35-40)

 P. Carlos Cardó SJ 

La tempestad calmada, óleo sobre lienzo de Arnold Friberg (1955), colección privada

Aquel día al atardecer Jesús les dijo: "Pasemos a la otra orilla". Ellos despidieron a la gente y lo recogieron en la barca tal como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un viento huracanado, las olas rompían contra la barca que estaba a punto de anegarse. Él dormía en la popa sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: "Maestro, ¿no te importa que naufraguemos?" Se levantó, increpó al viento y ordenó al lago: "¡Calla, enmudece!" El viento cesó y sobrevino una gran calma. Y les dijo: "¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?" Llenos de miedo se decían unos a otros: "¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?" 

Después de una serie de parábolas sobre la presencia y actuación del reino de Dios, Marcos sitúa la tempestad calmada, que es una parábola en acción. Su intención parece ser poner de manifiesto que la falta de fe impide a los discípulos comprender la lógica del reino de Dios, tal como ha sido expuesta por Jesús en las parábolas. 

Elemento central en el relato es la barca, que representa a la Iglesia. En ella los discípulos acogen la invitación de su Señor con temor y perplejidad. Al caer la tarde, les dijo: Pasemos a la otra orilla. Ellos dejaron a la gente y lo llevaron en la barca. De pronto se levanta un gran temporal, y las olas cubren la barca que parece a punto de zozobrar, lejos de la orilla a la que se dirigen. No les queda otra cosa que fijar los ojos en Jesús, fiarse de él para poder avanzar. Si la Iglesia se queda mirando sus propias dificultades, se hunde. 

Pero – hecho curioso – Jesús duerme. Su tranquilidad le viene de la absoluta confianza que tiene siempre en Dios. Los discípulos, en cambio, en el peligro, sólo perciben su propia impotencia; pero en eso mismo se les abre la posibilidad de abrirse a la fe que salva. Siempre resuena en la Iglesia el grito de la humanidad sufriente que llega hasta Aquel cuyo nombre, Jesús, significa “Dios salva”. Despertaron a Jesús y le dijeron: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos? 

El miedo paraliza y confunde. Es una experiencia que todos tenemos alguna vez. Aquí el miedo tiene un contenido eclesial. Se siente a veces al no poder compaginar esas dos imágenes de la Iglesia que el evangelio emplea: la de la casa construida sobre roca, que sugiere estabilidad y seguridad, y la de la barca, que se mueve y navega no siempre por mares tranquilos sino encrespados, golpeada por las olas. La experiencia nos puede hacer sentir inseguros o llenar la mente de confusiones. Jesús nos echa en cara la falta de confianza: ¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe? 

Podemos también referir el texto al camino de fe del cristiano, que no es camino llano sino sembrado de agitaciones, dudas y caídas. La duda está en medio entre la incredulidad y la fe. De una u otra forma todos pasamos por ella. Y llega un momento en que nos decidimos a invocar al Señor, más allá de lo que hemos creído o no creído. 

Aparte de esto, están también nuestros miedos personales y colectivos ocasionados hoy, entre otras cosas, por las crisis económicas, los escándalos, la inseguridad, el daño ecológico; amén de la carga negativa de carencias, limitaciones y debilidades que cada cual lleva consigo en su propia historia. Todo eso puede llegar a paralizar a las personas, o hacerlas incurrir en depresión, abandono, desesperanza. 

Frente a todo temor y miedo, el mensaje central del texto lo podemos ver en la pregunta que Jesús hace: ¿Cómo no tienen fe? San Pablo dirá: Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que lo aman (Rom 8,28). Por consiguiente, es importante aprender a percibir la presencia del Señor en medio de las dificultades, a valorar lo positivo que se mezcla con lo negativo, y a discernir los signos de esperanza (por pequeños que sean) que se dan en medio de las tribulaciones. Madurez humana y cristiana es saber leer la historia a la luz de la Palabra; no dejarse vencer por el mal, sino vencer el mal a fuerza de bien; saber asimilar crisis y frustraciones de tal modo que, cuando falte lo ideal, pueda uno aferrarse a lo posible y no desfallecer jamás. 

La presencia del Cristo Resucitado en su Iglesia es callada, silenciosa, como quien está ausente o dormido, aunque en realidad está activo cumpliendo su promesa: Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo. En las crisis, en las caídas, en la soledad y oscuridad, el cristiano se agarra de su Señor y alarga también la mano para ayudar a otros.

sábado, 22 de junio de 2024

No se preocupen por el mañana (Mt 6, 24-34)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cosechadoras en descanso, óleo sobre lienzo de Jean François Millet (1850), Museo de Bellas Artes de Boston, Estados Unidos

Dijo Jesús a sus discípulos: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero. Por eso les digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos? ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? ¿Y por qué se inquietan por el vestido? Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe! No se inquieten entonces, diciendo: '¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?'. Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción». 

No se puede servir a Dios y al dinero, dice Jesús. Cuando se ambiciona el dinero o los bienes materiales como lo más importante en la vida, los valores superiores ya no interesan y se supeditan a la obtención de la mayor riqueza. Si servimos a Dios nos hacemos libres y ganamos la vida eterna, que se anticipa en el sentimiento de paz, alegría y satisfacción profunda que el Espíritu de Dios comunica. En cambio cuando se sirve al dinero, Dios pasa a un segundo plano, el rico cree que ya no lo necesita, porque pretende resolverlo todo con dinero, pero queda encerrado en su propio egoísmo, sin amor y generosidad, inquieto por aumentar su ganancia, frustrado por lo que el dinero no puede darle, insensible ante la necesidad o el dolor de los demás, capaz de manipular y doblegar, de sospechar de los demás y tratarlos con espíritu de competencia, sin mansedumbre ni dominio de sí. 

No se inquieten, no anden preocupados, dice Jesús. Cualquiera que sea la necesidad por la que estén pasando, han de procurar poner su vida en las manos de Dios y liberarse de la angustia que absorbe energías y quita vida en vez de darla. Detrás del ansia angustiosa por resolver las necesidades cotidianas está el miedo a la falta de lo necesario, reflejo del miedo a la muerte. La confianza en Dios libera de este miedo. Dios es el único que nos garantiza la vida, él nos la da y la alimenta. Andar ansiosos significa ignorar de la presencia providente de Dios que sabe lo que necesitamos. 

Pero Jesús no hace el elogio de la pasividad, ni de la pereza y holgazanería. San Pablo dice: El que no quiera trabajar, que no coma (2 Tes 3,10). Jesús no contrapone a la responsabilidad en el trabajo una vida inactiva y pasiva. Él dice: No hagan del trabajo un ídolo que les quite el respiro. Hay que trabajar con dedicación, pero sin ansiedad. “El trabajo hay que hacerlo, las preocupaciones hay que quitarlas” (San Jerónimo). Es lo mismo que dice una máxima atribuida a San Ignacio de Loyola, que une responsabilidad personal con confianza en Dios: “Obra como si todo dependiese de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiese de Dios y no de ti”. 

Por consiguiente, en la base de nuestro empeño responsable en el trabajo, que muchas veces puede resultar duro y fatigoso, ha de mantenerse la actitud interior de libertad y confianza. Actitud de libertad para no dejarnos esclavizar ni mecanizar por el trabajo, para no incurrir en la adicción al trabajo que disfraza muchas veces una evasión de problemas no enfrentados, o una búsqueda de satisfacción de carencias inconscientes que han de ser resueltas de otra manera, o asumidas con realismo y serenidad. Y actitud de confianza también: porque quien se hace esclavo del trabajo sólo confía en sí mismo, piensa que todo depende de él y se vuelve desconfiado, hombre de poca fe. 

No se preocupen del mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. Bástale a cada día su propia inquietud, dice Jesús. Y el poeta Paul Claudel añadía: “El mañana traerá consigo su propia labor y su propia gracia”. 

En la perspectiva del Reino la finalidad no es el tener sino el ser, no el acumular sino el compartir, no el dominar sino el concertar. Así mismo, el trabajo no es un fin en sí mismo, ni se ha de apreciar únicamente por su función económica o su fuerza productiva, sino por su sentido y orientación en favor de la vida humana. Por el trabajo, el hombre se trasciende a sí mismo, cultiva el mundo, lo humaniza, hace cultura, y se hace él mismo co-creador, continuador de la obra de Dios. 

Pero en la sociedad actual “eficacia, productividad y rentabilidad” son las palabras claves del éxito. Vale aquello que produce dinero. Obviamente sería absurdo desconocer la necesidad y deber social de producir bienes para poder asegurar a todos los seres humanos una vida digna, razón y meta de una economía verdaderamente humana. Pero aún desde el punto de vista moderno de la economía, hoy el descanso es una exigencia ineludible para el funcionamiento eficiente de una empresa bien administrada. A esto debemos añadir, desde el punto de vista espiritual, que en una sociedad que nos enferma de estrés y deshumaniza con la sobre exigencia y la competitividad, es imprescindible redescubrir  el valor de lo gratuito, la ascesis del tiempo “perdido”, en el que no se produce directamente un beneficio económico, pero uno disfruta y cultiva lo que más vale en la vida: la propia interioridad, el trato con los seres queridos y con Dios.

viernes, 21 de junio de 2024

No amontonen tesoros (Mt 6, 19-23)

 P. Carlos Cardó SJ 

El avaro, óleo sobre lienzo de Lajos Bruck (Siglo XIX), colección privada

Jesús dijo a sus discípulos: «No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!» 

No amontonen tesoros en esta tierra… Amontonar se opone a compartir. Amontonar en la tierra es caduco. Amontonen tesoros en el cielo significa actúen con los valores que no perecen, mirando siempre a Dios. No significa despreciar los bienes como si fueran malos ni descuidar el dinero. Significa usar los bienes materiales con la libertad de poder dejarlos cuando convenga. Es no depender del dinero ni poner toda la seguridad en él. Los bienes son medios, no absolutos. Pero hay una tendencia idolátrica en el hombre, que le lleva a sobrevalorar tanto las cosas, que acaba sometiéndose a ellas como a ídolos. Jesús inculca la buena disposición para compartir. Sin ella, los bienes dividen a los hermanos y se ofende al plan del Creador. 

Con el dinero, medio necesario para sostener la vida, podemos hacer el bien o hacer el mal. El dinero es malo cuando se adquiere injusta o inicuamente, cuando se emplea para fines malos o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él. La acumulación egoísta, abusiva e improductiva es contraria a la voluntad de Dios. Hay que administrar el dinero conforme a la voluntad de Dios. Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, se gana multitud de amigos y se le recordará por el bien que ha hecho. 

Tesoro en el cielo. Los judíos evitaban nombrar a Dios; preferían decir “cielo” para referirse a él; “amontonar tesoros en el cielo” quiere decir: procurar que Dios sea tu tesoro. El verdadero tesoro no es lo que tienes, sino lo que das y compartes. Quien da al pobre le hace un préstamo a Dios (Prov 19, 17). Los bienes y, más concretamente, el dinero, son medios que han de ser utilizados para fines buenos. Y la Iglesia, basada en la Escritura, siempre ha afirmado y defendido la finalidad social de los bienes creados. 

La persona justa y sabia se preocupa por adquirir los tesoros del cielo. Consciente de que aquello que se valora como el tesoro cautiva al corazón y se convierte en la motivación más profunda y dominante, se preocupará por poner a Dios por encima de todo y por guiarse en todos sus actos por la obediencia a la voluntad del Padre del cielo. 

Lámpara de tu cuerpo es el ojo. Del interior de la persona, de su corazón, salen las buenas intenciones, afectos y motivaciones que orientan la conducta. Si el ojo es puro, la persona mira, aprecia y busca lo bueno; sus juicios son justos. Si tu ojo está enfermo por la envidia, la doblez o la mala intención, tus decisiones serán malas o erróneas. El ojo sano refleja la luz de Dios, es iluminado por el Espíritu, cuyos efectos son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí (Gal 5, 22). Cuando las intenciones del corazón son malas, y la luz interior de la persona se apaga, se oscurece su modo de ver las cosas, de pensar, valorar y obrar. ¡Qué grande será su oscuridad!, dice Jesús. Las malas intenciones le llevan a decisiones y comportamientos erróneos, que no reflejan amor a los demás ni búsqueda del bien común.