P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús llamó de nuevo a la gente y les dijo: "Escúchenme todos y entiéndanme. Nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro".
Cuando entró en una casa para alejarse de la muchedumbre, los discípulos le preguntaron qué quería decir aquella parábola. Él les dijo: "¿Ustedes también son incapaces de comprender? ¿No entienden que nada de lo que entra en el hombre desde afuera puede contaminarlo, porque no entra en su corazón, sino en el vientre y después, sale del cuerpo?". Con estas palabras declaraba limpios todos los alimentos.
Luego agregó: "Lo que sí mancha al hombre es lo que sale de dentro; porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre".
Continúa la polémica de Jesús con los
fariseos y maestros de la ley acerca de la verdadera piedad. Los escribas y
maestros de la ley, que normalmente residían en Jerusalén, ejercían una función
de inspectores en las provincias y pueblos. Incluso es probable que los
fariseos de Galilea los llamaran en su ayuda para rebatir a Jesús y frenar el
movimiento que se estaba armando en torno a Él entre la gente más sencilla de
la región. Uno de los asuntos que fariseos y maestros de la ley más controlaban
era el cumplimiento de las normas y tradiciones referentes a la purificación de
las personas y de las cosas.
Tales
prescripciones judías nos pueden resultar incomprensibles, pero existían en
casi todas las religiones. Los primeros que tenían que cumplirlas eran los
sacerdotes porque estaban situados en un nivel superior al de los fieles y
debían evitar todo aquello que pudiera indisponerlos con la divinidad y volver
ilícitas o inválidas las acciones sagradas que ellos realizaban.
Así,
a partir de estas normas del Antiguo Testamento (sobre todo del libro del
Levítico) se fue estableciendo la división entre hombres puros e impuros, objetos
santos y profanos, y la religión fue reduciéndose a un conjunto de prácticas y
acciones administradas por los consagrados. Es cierto que la pureza que se
obtenía mediante los lavados de purificación y expiación simbolizaba la integridad
de la conciencia, pero los profetas se vieron obligados a denunciar la
tendencia a reducirlo todo a la exterioridad de los ritos.
Jesús
hace ver que lo más importante es la interioridad, el corazón, sede de los
afectos y de los sentimientos, en donde reside la sinceridad y la autenticidad
de la persona, y de donde salen también las malas acciones, inclinaciones y
deseos. Por eso declara: Nada que
entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que
hace al hombre impuro.
El cristiano sabe, por tanto, que el encuentro
con Dios es, primero y sobre todo, un acontecimiento interior liberador, que
exige ser aceptado en la profundidad de la persona y no en la exterioridad de
la pura apariencia. Lo importante para Dios no son las acciones religiosas que
se realizan por tradición o costumbre, ni las normas morales que se cumplen
como imposiciones externas y no desde convicciones profundas del corazón.
San
Pablo en la carta a los Romanos nos da esta norma segura de actuación: Les
pido, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcan sus vidas como
sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Este ha de ser su auténtico culto.
No se acomoden a los criterios de este mundo; al contrario, transfórmense, renueven
su interior, y así discernirán cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo
que le agrada, lo perfecto (Rom 12,1-2).
Una vida regida por los valores de Cristo y no por los del mundo,
esa es la religión genuina, viene a decir San Pablo. Más aún, en la entrega de
sí mismo a Dios y a los hermanos realiza el cristiano el sacrificio vivo, santo,
agradable a Dios, que es el culto verdadero. Sin esta actitud, la celebración
de los sacramentos es inauténtica, una pura ceremonia.
Por
eso, para superar este riesgo el cristiano va a la eucaristía y después procura
llevar a la práctica lo que en ella escucha, recibe y celebra. En la comunión,
signo de reconciliación y de unión fraterna, se hace vida el mandamiento del
amor que Jesús estableció justamente cuando instituyó el sacramento de su
presencia viva entre nosotros. Se comulga en el pan único y compartido y se recibe
la acción del Espíritu Santo que, al santificar nuestras ofrendas de pan y
vino, nos santifica también a nosotros para formar, en Cristo, un solo cuerpo y
un solo espíritu.
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