P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los fariseos y algunos escribas, venidos de Jerusalén. Viendo que algunos de los discípulos de Jesús comían con las manos impuras, es decir, sin habérselas lavado, los fariseos y los escribas le preguntaron: "¿Por qué tus discípulos comen
con manos impuras y no siguen la tradición de nuestros mayores?". (Los fariseos y los judíos, en general, no comen sin lavarse antes las manos hasta el codo, siguiendo la tradición de sus mayores; al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones, y observan muchas otras cosas por tradición, como purificar los vasos, las jarras y las ollas).
Jesús les contestó: "¡Qué bien profetizó Isaías sobre ustedes, hipócritas, cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres".
Después añadió: "De veras son ustedes muy hábiles para violar el mandamiento de Dios y conservar su tradición. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre. El que maldiga a su padre o a su madre, morirá. Pero ustedes dicen: 'Si uno dice a su padre o a su madre: Todo
aquello con que yo te podría ayudar es corbán (es decir, ofrenda para el templo), ya no puede hacer nada por su padre o por su madre'. Así anulan la palabra de Dios con esa tradición que se han transmitido. Y hacen muchas cosas semejantes a ésta".
El texto evangélico de hoy presenta una
de las polémicas de Jesús con los fariseos y maestros de la ley acerca de la auténtica
religión. El pueblo judío, como casi todos los pueblos de la tierra, incurría
en la tendencia a reducir la religión a los ritos, ceremonias y prácticas
exteriores, con las que se creía poder contentar a Dios, pero sin animarse a
darle lo que Él más quiere: el propio corazón.
Los
fariseos, grupo muy influyente,
y los letrados de Jerusalén, “maestros
de la ley”, eran los que interpretaban lo puro e impuro, lo
lícito o lo ilícito, conforme a una serie de normas extraídas sobre todo del
libro del Levítico (caps. 11-15). Estos fanáticos defensores de la ley habían
transformado la religión en una moral de preceptos menudos que pervertía los
mandamientos dados por Dios a Moisés, y llegaba a reglamentar las tareas más
simples y ordinarias de la vida doméstica como el lavarse las manos o purificar
vasos, jarros y bandejas. Siempre el culto (liturgia) y las prácticas escrupulosas
de la moral han servido de pantalla para escamotear las verdaderas exigencias
de la fe.
En el Antiguo Testamento abundan las advertencias de los profetas
contra esta pretensión humana de manipular lo divino y reducir la religión a normas
externas y ceremonias sin práctica de la justicia. Es verdad que la pureza
exigida en el Levítico para la celebración del culto podía ser símbolo de la
pureza moral, pero casi siempre la exigencia de la pureza se reducía a lo
externo.
Por eso Jesús no duda en criticar la hipocresía de los fariseos,
que se presentan como hombres piadosos, fieles cumplidores de los deberes
religiosos, pero viven pendientes de obras de escaso valor, creyendo que con
ello agradan a Dios. A ellos les dirige las palabras de Isaías: Así dice el Señor: Este pueblo me honra con
los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden es puro
precepto humano, pura rutina (Is 29, 13).
Jesús
mantiene y profundiza el espíritu de la Ley, pero aboga por una pureza
interior, que se manifiesta en una vida conformada por entero con la voluntad de
Dios. Declara que es una hipocresía la religiosidad basada en puras normas y tradiciones
(cf. Mt 6, 7), inventadas por los
hombres, que no pueden estar por encima del amor a Dios y a los prójimos. Por
eso denuncia: Ustedes dejan de lado el
mandamiento de Dios, y siguen las tradiciones de los hombres.
Un
ejemplo evidente de este mal proceder lo ve Jesús en la supresión del mandamiento
de honrar padre y madre por la práctica del corbán
(ofrenda sagrada), sobre la cual hace caer la maldición divina. El corbán era un juramento en virtud del
cual el judío podía declarar que sus bienes o parte de ellos quedaban
destinados a ser ofrenda para el sostenimiento del templo y, por ello, ya no
podía usarlos para atender las necesidades de sus padres, por muy necesitados
que estuvieran, aunque él sí podía seguir usándolos hasta su propia muerte si
así lo deseaba.
Así,
pues, como esa destinación piadosa de los bienes podía no concretarse, la norma
del corbán se convertía en la
práctica en una ficción, de la que se valían quienes querían vengarse de sus
padres o desentenderse de sus necesidades. Los fariseos defendían este
juramento aun sabiendo que significaba poner totalmente de lado el mandamiento dado
por Dios. Para ellos, lo relativo al culto y al templo estaba por encima de las
obligaciones del amor a los padres. Para Jesús, amor a Dios y amor al prójimo
son indisociables; no se dan el uno sin el otro. Por eso, se pervierte la
Palabra de Dios si se la interpreta contra el amor.
La nueva ley que Cristo escribe e imprime en nuestros corazones
por el Espíritu Santo, consiste en amar a los demás como Él nos ha amado,
privilegiando a los pobres y a los humildes. En esto consiste la «religión pura y sin mancha a los ojos de
Dios nuestro Padre», dice el apóstol Santiago (Sant 1,27). Y San Juan es enfático al afirmar que la ley del amor constituye
el criterio de verificación de nuestro amor a Dios: ¿Cómo puedes decir que amas a Dios a quien no ves, si no amas a tu
hermano a quien ves? (cf. 1 Jn 4,20).
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