P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará".
Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones.
Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: "¿De qué discutían por el camino?". Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante. Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: "Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos".
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: "El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado".
En
su camino a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús instruye a sus discípulos
sobre el destino de cruz del Hijo del Hombre. Pero los discípulos no entendieron
lo que les decía (9,32), no
cabía en sus mentes la idea de un Mesías que habría de acabar en cruz.
Esta incapacidad para entender a Jesús se pone de manifiesto en la
discusión que tienen entre ellos. ¿De
qué discutían por el camino?, les pregunta Jesús. Ellos discutían quién era el más importante en del grupo. El deseo de ser reconocido
y apreciado es natural; su realización asegura la autoestima y la confianza
básica que consolidan, a su vez, la identidad de la persona y la mueven a progresar
y perfeccionarse. ¨
Más aún, Dios quiere que fructifiquen los talentos que Él nos da,
que aspiremos a las más altas formas de servicio que podemos ofrecer, usando
esos mismos talentos que Él ha puesto en nosotros. Pero sobre este deseo natural
y sobre esta voluntad de Dios que nos abre al más, al mayor servicio y a
su mayor gloria, se puede sobreponer
el afán de sobresalir por encima de los demás, la actitud arribista de quien a
toda costa quiere ocupar el primer lugar, buscando ya no el mejor servicio sino
su propia gloria. Esta actitud la tenían los discípulos de Jesús, acrecentada
tal vez porque las distinciones, los rangos y los puestos de importancia, era
un tema particularmente debatido en el ambiente judío.
Jesús aprovecha esta ocasión para transmitir una enseñanza sobre
el modelo de autoridad que deberá ejercitarse en su comunidad. Será un modelo basado
en una lógica diferente a la que emplean los gobernantes. Será la lógica del
servicio y de la solidaridad, que invierte los valores del mundo y adquiere
toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el
primero, prefiere ser el servidor de todos.
Según
el evangelio sólo es lícito ejercer la autoridad como servicio, nunca como poder
de dominio sobre los demás. Todo cargo se ha de ejercer para favorecer el bien
común, atender y servir a las personas. Se corrompe la autoridad y se perjudica
el derecho y la dignidad de las personas cuando los gobernantes se utilizan el
poder para lucrar y servirse a sí mismos del modo que sea. A los ojos de Dios
el primero es el que mejor sirve. El servicio es la norma básica de la conducta agradable a Dios. Y si este servicio
se hace a los más débiles y postergados de la sociedad, tanto mejor. Así se comportó
Jesús y en su modo de actuar nos mostró la actuación misma de Dios.
El
gesto que a continuación
hace Jesús sirve para reforzar esta idea.
Jesús coloca a un niño en medio del grupo, lo abraza y dice: El que acoge a un niño como éste en mi nombre,
me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha
enviado.
Este gesto simbólico pone en evidencia lo que Jesús quiere. En la
sociedad judía, el huérfano, la viuda, el extranjero, el siervo, el niño estaban
privados de derechos; para Jesús, son los más importantes. Los niños nada
poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. Refiriéndose a ellos, Jesús
ilustra la relación que hay entre el poder y la búsqueda del reino de Dios: hay
que superar el afán de posesión y de dominio (ya sea de personas o de bienes),
incluso el poseerse a sí mismo, para poder entregar la vida y recibir a cambio
la verdadera y feliz vida eterna.
A los niños y a quienes se les asemejan, les pertenece el Reino.
Porque son los desprovistos, porque no tienen su seguridad en sí mismos y viven
sin pretensiones ni ambiciones, por eso su vida está abierta –pendiente– del
don de Dios. Por no tener nada y recibirlo todo, los niños son los últimos.
Porque todo en sus vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada
poseen; Dios es todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con ellos: Quien
acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge.
La lección es clara: el discípulo ha de renunciar a toda falsa
afirmación de sí mismo para poder acoger el don del Reino. La persona encuentra
su verdadero valor en su actitud de amor y servicio a aquellos con los que
Cristo se identifica.
La Eucaristía nos reúne a todos por igual. En ella no hay diferencias
de rango ni de poder. Simples hermanos y hermanas nos juntamos en la mesa de nuestro
Padre común. Al partir el pan, cobramos fuerzas para mantener nuestro rechazo a
todas las concepciones de la autoridad que, desde la familia, la escuela, la
empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y sufrimientos.
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