P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No crean que he venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Yo les aseguro que antes se acabarán el cielo y la tierra, que deje de cumplirse hasta la más pequeña letra o coma de la ley. Por lo tanto, el que quebrante uno de estos preceptos menores y enseñe eso a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; pero el que los cumpla y los enseñe, será grande en el Reino de los cielos. Les aseguro que si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos.
Han oído que se dijo a los antiguos: No matarás y el que mate será llevado ante el tribunal. Pero yo les digo: Todo el que se enoje con su hermano, será llevado también ante el tribunal; el que insulte a su hermano, será llevado ante el tribunal supremo, y el que lo desprecie, será llevado al fuego del lugar de castigo.
Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda. Arréglate pronto con tu adversario, mientras vas con él por el camino; no sea que te entregue al juez, el juez al policía y te metan a la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.
También han oído que se dijo a los antiguos: No cometerás adulterio. Pero yo les digo que quien mire con malos deseos a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Por eso, si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado, arráncatelo y tíralo lejos, porque más te vale perder una parte de tu cuerpo y no que todo él sea arrojado al lugar de castigo. Y si tu mano derecha es para ti ocasión de pecado, córtatela y arrójala lejos de ti, porque más te vale perder una parte de tu cuerpo y no que todo él sea arrojado al lugar de castigo.
También se dijo antes: El que se divorcie, que le dé a su mujer un certificado de divorcio; pero yo les digo que el que se divorcia, salvo el caso de que vivan en unión ilegítima, expone a su mujer al adulterio, y el que se casa con una divorciada comete adulterio.
Han oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en falso y le cumplirás al Señor lo que le hayas prometido con juramento. Pero yo les digo: No juren de ninguna manera, ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es donde él pone los pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del gran Rey.
Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes hacer blanco o negro uno solo de tus cabellos. Digan simplemente sí, cuando es sí; y no, cuando es no. Lo que se diga de más, viene del maligno".
Jesús, con la autoridad de quien dio los diez mandamientos,
modifica la Ley de Moisés, no para contradecirla ni abolirla, sino para darle
su sentido pleno. La Ley era el sello de la alianza de Dios con Israel, pero los
rabinos fariseos la habían convertido en un conjunto de prácticas exteriores,
descuidando lo fundamental: el amor y la justicia. Jesús hace pasar de una
moral de acciones externas, a la moral de actitudes que arraiga en el corazón,
porque de los deseos del corazón provienen las malas acciones.
Las comunidades cristianas primitivas recordaron claramente que
Jesús subordinó los numerosos preceptos de la Torá al precepto del amor como
centro. Vieron asimismo, sobre todo Pablo, que la ley de Moisés no posee
autoridad por sí misma, sino por Jesús y que, por consiguiente, su función es
la de ser guía –preceptor o pedagogo, dice Pablo– hacia Cristo (Gal 3,24), quien por medio de su
Espíritu, infundido en nuestros corazones, nos impulsa a la justicia mayor del
amor.
Por todo esto, Jesús no dudó en mostrarse libre frente a las
exigencias concretas de la ley cuando estaba de por medio el derecho de las
personas o la vida de un ser humano que reclamaba su auxilio: por eso curó
enfermos en sábado y liberó a sus discípulos de las tradiciones litúrgicas respecto
a las purificaciones y ayunos.
Abrió la ley a las exigencias más profundas del amor a los demás. No
basta no matar (vv. 21-26), dirá; también la ira, el insulto, el desprecio son
formas de matar al otro. El acuerdo y la reconciliación entre los hermanos están
por encima del culto religioso (23-24). No ponerse de acuerdo significa destruir
la propia condición de hijo y de hermano (25-26). Por eso, no puede tener a Dios
por Padre ni tomar parte en el banquete de los hermanos quien primero no se
reconcilia con su hermano que tiene algo contra él.
La fraternidad rota hay que restablecerla. Mantener el desacuerdo
es ya en sí mismo “el mal”. A eso se refiere Jesús cuando habla de la condena al fuego que no se apaga, la Gehenna, que era un lugar a las afueras de Jerusalén,
en donde los paganos ofrecían sacrificios humanos al dios Moloch, y que los
hebreos habían desacralizado convirtiéndolo en un basurero, en el que quemaban
las inmundicias. Jesús se vale de esta imagen para afirmar que quien no
considera al otro como hermano es como si hubiera sacrificado su propia vida y
la hubiese arrojado a la basura.
A continuación Jesús interpreta el mandamiento No
cometerás adulterio (v.27-32).
Lo que busca es inculcar en sus oyentes el respeto a ese bien fundamental del
prójimo que es su vida de pareja, en la que se realiza como persona a imagen de
Dios. Jesús prohíbe no sólo el adulterio físico sino también el del corazón.
Una fidelidad puramente exterior, que no sea a la vez del ojo y del corazón,
será una hipocresía.
El ojo es para desear y la mano para tomar. Hay aquí una
advertencia contra la tendencia que lleva a no admirar nada sin querer en seguida
adquirirlo, consumirlo. Jesús nos exhorta a cuidar esa tendencia para que ni el
ojo con que deseamos ni la mano con que agarramos sean para nuestra muerte. La
decisión ha de ser firme, sin componendas. Por eso su lenguaje hiperbólico: arráncate
el ojo, córtate la mano, si son ocasión de pecado.
Luego habla Jesús de la indisolubilidad del matrimonio. No la
propone como una ley más dura que la antigua, sino como una gracia que Dios concede.
Dios es quien capacita para amar con fidelidad. Jesús dirá: Ámense como yo los he amado. Permanezcan en
mi amor. Por eso el amor fiel se recibe como gracia, se lleva a la práctica
en obediencia y madura con la educación del amor. Hay que educar para el amor
verdadero que tiene en sí mismo la fuerza para crecer y rehacerse en medio de
las dificultades.
Por falta de esta educación, las parejas llegan inmaduras a la
boda, incapaces de asumir con libertad responsable el compromiso estable y
definitivo del matrimonio cristiano, motivados únicamente por el deseo de ser
felices, pero no formados en la capacidad de asumir las frustraciones (y la cuota
de infelicidad) que toda vida trae consigo. Creen que el amor dura mientras uno
es feliz, no creen en el amor que se recrea, se cura, soporta y perdona para
renacer en una nivel superior de mutua comprensión y apoyo; en una palabra, no
creen en el amor cristiano que canta San Pablo en la 1 Corintios 13. Formación, acompañamiento, comprensión y
discernimiento pueden lograr lo que ninguna ley es capaz de lograr,
devolviéndole al matrimonio su pureza original de libre donación de amor hasta
la muerte.
Finalmente, el evangelio de hoy habla de la sinceridad y
transparencia. Quien jura pone a Dios por testigo de su propia veracidad. Jurar
en falso es poner a Dios por testigo de una mentira. Por eso, los juramentos y
promesas se han de cumplir para no deshonrar a Aquel que ha sido puesto como
testigo. En todo caso deberá bastar la propia palabra, como garantía de que la
persona es digna de credibilidad. Mucho hay que trabajar en los hogares, en las
escuelas, en las iglesias para devolver credibilidad a la palabra en una
sociedad que induce a lo contrario: a convertir el sí en no y el no en sí según
sea el propio interés.
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