P. Carlos Cardó SJ
Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: "Vamos a la otra orilla del lago".
Entonces los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaba. Iban, además, otras barcas.
De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua. Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron:
"Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?".
Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: "¡Cállate, enmudece!". Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma.
Jesús les dijo: "¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?".
Todos se quedaron espantados y se decían unos a otros: "¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?".
Después de una serie de parábolas sobre la presencia y actuación
del reino de Dios, Marcos sitúa la tempestad calmada, que es una parábola en acción.
Su intención parece ser poner de manifiesto que la falta de fe impide a los
discípulos comprender la lógica del reino de Dios, tal como ha sido expuesta por
Jesús en las parábolas.
Elemento central en el relato es la barca, que representa a la Iglesia.
En ella los discípulos acogen la invitación de su Señor con temor y
perplejidad. Al caer la tarde, les dijo: Pasemos a la otra orilla. Ellos dejaron a
la gente y lo llevaron en la barca.
De pronto se levanta un gran temporal, y las olas cubren la barca que
parece a punto de zozobrar, lejos de la orilla a la que se dirigen. No les
queda otra cosa que fijar los ojos en Jesús, fiarse de Él para poder avanzar.
Si la Iglesia se queda mirando sus propias dificultades, se hunde.
Pero –hecho curioso– Jesús duerme. Su tranquilidad le viene de la
absoluta confianza que tiene siempre en Dios. Los discípulos, en cambio, en el
peligro, sólo perciben su propia impotencia; pero en eso mismo se les abre la
posibilidad de abrirse a la fe que salva. Siempre resuena en la Iglesia el
grito de la humanidad sufriente que llega hasta Aquel cuyo nombre, Jesús,
significa “Dios salva”. Despertaron a Jesús y le dijeron: Maestro,
¿no te importa que nos hundamos?
El miedo paraliza y confunde. Es una experiencia que todos tenemos
alguna vez. Aquí el miedo tiene un contenido eclesial. Se siente a veces al no
poder compaginar esas dos imágenes de la Iglesia que el evangelio emplea: la de la casa construida sobre
roca, que sugiere estabilidad y seguridad, y la de la barca, que se mueve y navega no siempre por mares
tranquilos sino encrespados, golpeada por las olas. La experiencia nos puede
hacer sentir inseguros o llenar la mente de confusiones. Jesús nos echa en cara
la falta de confianza: ¿Por qué son tan
cobardes? ¿Aún no tienen fe?
Podemos también referir el texto al camino de fe del cristiano,
que no es camino llano sino sembrado de agitaciones, dudas y caídas. La duda
está en medio, entre la incredulidad y la fe. De una u otra forma todos pasamos
por ella. Y llega un momento en que nos decidimos a invocar al Señor, más allá
de lo que hemos creído o no creído.
Aparte de esto, están también nuestros miedos personales y
colectivos ocasionados hoy, entre otras cosas, por las crisis económicas, los escándalos,
la inseguridad, el daño ecológico; amén de la carga negativa de carencias, limitaciones
y debilidades que cada cual lleva consigo en su propia historia. Todo eso puede
llegar a paralizar a las personas, o hacerlas incurrir en depresión, abandono,
desesperanza.
Frente a todo temor y miedo, el mensaje central del texto lo
podemos ver en la pregunta que Jesús hace: ¿Cómo no tienen fe? San Pablo dirá: Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para el bien de
los que lo aman (Rom 8,28). Por consiguiente, es importante aprender a percibir
la presencia del Señor en medio de las dificultades, a valorar lo positivo que se
mezcla con lo negativo, y a discernir los signos de esperanza (por pequeños que
sean) que se dan en medio de las tribulaciones. Madurez humana y cristiana es
saber leer la historia a la luz de la Palabra; no dejarse vencer por el mal, sino
vencer el mal a fuerza de bien; saber asimilar crisis y frustraciones de tal
modo que, cuando falte lo ideal, pueda uno aferrarse a lo posible y no
desfallecer jamás.
La
presencia del Cristo Resucitado en su Iglesia es callada, silenciosa, como
quien está ausente o dormido, aunque en realidad está activo cumpliendo su
promesa: Yo estaré con ustedes todos los
días hasta el fin del mundo. En las crisis, en las caídas, en la soledad y oscuridad,
el cristiano se agarra de su Señor y alarga también la mano para ayudar a otros.
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