P. Carlos Cardó SJ

Tres días más tarde se celebraba una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí.
También fue invitado Jesús a la boda con sus discípulos. Sucedió que se terminó el vino preparado para la boda, y se quedaron sin vino.
Entonces la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino.»
.Jesús le respondió: «Mujer, ¿por qué te metes en mis asuntos? Aún no ha llegado mi hora.»
Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan lo que él les diga.»
Había allí seis recipientes de piedra, de los que usan los judíos para sus purificaciones, de unos cien litros de capacidad cada uno.
Jesús dijo: «Llenen de agua esos recipientes.» Y los llenaron hasta el borde. 8.«Saquen ahora, les dijo, y llévenle al mayordomo.» Y ellos se lo llevaron.
Después de probar el agua convertida en vino, el mayordomo llamó al novio, pues no sabía de dónde provenía, a pesar de que lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua. Y le dijo: «Todo el mundo sirve al principio el vino mejor, y cuando ya todos han bebido bastante, les dan el de menos calidad; pero tú has dejado el mejor vino para el final.»
Esta señal milagrosa fue la primera, y Jesús la hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él. 12
.Jesús bajó después a Cafarnaún con su madre, sus hermanos y sus discípulos, y permanecieron allí solamente algunos días.
Jesús, el portador de la alegría y el gozo, regala en abundancia
el vino nuevo a una fiesta de bodas que languidece por falta de vino.
El simbolismo de las bodas recorre la Escritura. Dios se une a la
humanidad, representada en el pueblo de Israel, por medio de una alianza
semejante a la unión matrimonial. Su amor por nosotros se expresa como una relación
de interés, cuidado y mutua pertenencia; con sentimientos de ternura, compañía
y unión que da vida. La Biblia canta el amor de Dios y nos ofrece en el poema
del Cantar de los Cantares, sobre el amor del hombre y la mujer, la más bella
metáfora de la recíproca búsqueda de amor entre Dios y la humanidad. Para San
Pablo el amor matrimonial refleja la unión de Cristo y su esposa la Iglesia.
Más que el milagro en sí de la conversión del agua en vino, lo que
más se resalta en el relato es la esplendidez y gratuidad del don (¡600 litros
de vino!), que resuelve nuestra incapacidad para alcanzar la alegría perfecta
con los medios con que contamos.
Los judíos procuraban inútilmente alcanzarla con la ley y las tradiciones
religiosas, representadas en las seis vasijas de agua destinadas a sus ritos de
purificación. Les faltaba el vino que alegra el corazón: la generosidad del
amor, que va más allá de la ley. También nuestra vida puede quedar sin la
alegría que debería tener. Si “hacemos lo que Él nos diga”, Él llenará nuestras
vasijas vacías con el vino nuevo de la fiesta, que está reservado para el
final, pero que podemos disfrutar ahora.
En Caná, Jesús dio comienzo a sus signos. Sus acciones son signos de lo que Él es y del reino que Él
trae. Con el signo de Caná manifestó su
gloria y sus discípulos creyeron en Él. Quedó de manifiesto que es en la
vida ordinaria –en que las personas se casan y celebran sus fiestas– donde se
puede vivir con alegría, ya desde ahora, aquella vida humana que constituye la
gloria de Dios.
Pero no se puede entender cabalmente el signo de Cana sin su
referencia a la cruz. El texto lo hace implícitamente introduciendo el tema de
la “hora”, que para Juan es siempre la hora de la pasión, en la que Jesús llevará
su amor hasta el extremo (13,1).
Muchas otras interpretaciones pueden hacerse de Caná. El agua alude
al bautismo, que hace nacer de nuevo. Está ahí la Iglesia, esposa de Cristo,
representada en los discípulos y la madre de Jesús. En el vino, se puede ver la
Eucaristía, sacramento de la sangre de Cristo que sella la nueva alianza y se
nos da como bebida. Y, por supuesto, sobresale la presencia y significado de
María en la obra de salvación.
Jesús
la llama Mujer. Lo mismo hará
en la cruz: Mujer, ahí tienes a tu Hijo (19,25-26). Entonces recibirá de
su Hijo el encargo de ser la madre de todos nosotros, representados en la
figura del discípulo a quién Él tanto quería. Desde ese lugar privilegiado que
le ha sido asignado, María vela por los creyentes como auténticos hijos suyos,
es madre y figura de la Iglesia. Cabe recordar también que el término “mujer” designa en el Antiguo Testamento a
Israel, la hija de Sión que escucha la palabra de Dios y ansía su cumplimiento.
Todo eso es María, la Mujer.
¿Qué
nos va a mí y a ti? No es un reproche. Literariamente es un hebraísmo difícil de traducir e
interpretar. Se trata de una pregunta que
no necesita respuesta, sino que mueve a reflexionar sobre lo que está
pasando: la vieja religión de Israel, representada en aquella boda, ya no
interesa, ya cumplió su papel y hay que dejarla pasar.
La nueva y definitiva relación con Dios vendrá en la Hora de Jesús.
Allí se inaugurarán las bodas del Cordero, la fiesta verdadera. María lo
entiende, por eso su pronta actuación: Hagan lo que él les diga, dijo a los
sirvientes. María nos pone con su Hijo, en eso consiste su misión en el plan de
salvación. Si escuchamos su invitación a hacer lo que Jesús nos diga, el agua
de nuestra humanidad vacía y sin alegría se cambiará en el vino de la fiesta de
Dios con nosotros.
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