P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y, para ponerle una trampa, le preguntaron: "¿Le está permitido al hombre divorciarse de su esposa por cualquier motivo?".
Jesús les respondió: "¿No han leído que el Creador, desde un principio los hizo hombre y mujer, y dijo: 'Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre, para unirse a su mujer, y serán los dos una sola carne'? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Así pues, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre".
Pero ellos replicaron: "Entonces ¿por qué ordenó Moisés que el esposo le diera a la mujer un acta de separación, cuando se divorcia de ella?".
Jesús les contestó: "Por la dureza de su corazón, Moisés les permitió divorciarse de sus esposas; pero al principio no fue así. Y yo les declaro que quienquiera que se divorcie de su esposa, salvo el caso de que vivan en unión ilegítima, y se case con otra, comete adulterio; y el que se case con la divorciada, también comete adulterio".
Entonces le dijeron sus discípulos: "Si ésa es la situación del hombre con respecto a su mujer, no conviene casarse".
Pero Jesús les dijo: "No todos comprenden esta enseñanza, sino sólo aquellos a quienes se les ha concedido. Pues hay hombres que, desde su nacimiento, son incapaces para el matrimonio; otros han sido mutilados por los hombres, y hay otros que han renunciado al matrimonio por el Reino de los cielos. Que lo comprenda aquel que pueda comprenderlo".
Para la antropología cristiana, la sexualidad humana no es un
simple instinto de conservación de la especie ni una pulsión que tiende
únicamente a la consecución de un placer. La sexualidad es el campo de la
realización de la persona, en la que ésta, como hombre o mujer, expresa y
realiza su ser social, llamado a establecer una relación de amor y mutua
pertenencia, que los hace capaces de desear y sostener juntos una vida
estructurada.
En la unión del hombre y de la mujer se afirma la destinación del
ser humano a desarrollar su existencia en el encuentro y la relación, no en la
soledad y el aislamiento. Por eso, cuando un hombre y una mujer deciden unirse
para siempre, el amor de entrega y de servicio mutuo se les abre como la verdad
y el sentido de sus vidas. Porque cuando nos unimos, somos libres; cuando nos
acogemos, somos más dueños de nosotros mismos, más humanos.
Los fariseos le preguntan a Jesús sobre la licitud del divorcio
que Moisés permitió para el caso del hombre a quien su mujer dejara de gustarle
por haber encontrado en ella algo vergonzoso, a condición de que se le diera a
la mujer un documento que le permitiera volver a casarse.
La respuesta que da Jesús a esta cuestión va dirigida de manera
mucho más amplia al ordenamiento de la sexualidad humana. Lo hace con dos
argumentos. En primer lugar dice que Moisés permitió el divorcio por la “dureza
del corazón” del pueblo, que impedía comprender el plan divino y sus preceptos.
Jesús critica la actitud de querer quedarse en lo que señala la ley y no
aspirar a niveles más altos de obediencia a Dios.
En segundo lugar, apela a lo que dice el libro del Génesis, que es
anterior y de mayor autoridad que la norma mosaica que vino después y es de
menor autoridad. Lo que Dios quiso al principio era que el hombre y la mujer se unieran tan
íntimamente que formaran una sola carne, expresión hebrea para decir: un
solo ser. El repudiar a la esposa fue un añadido posterior, que
no concuerda con el plan original del Creador y que surgió en Israel por conveniencias
humanas egoístas.
Jesús
aparece, pues, como garante de la estabilidad de la pareja y de la igualdad del
hombre y de la mujer. Ambos están llamados a formar una sola carne, una peculiar
“unidad de los dos”, que manteniéndolos libres, autónomos y diferentes, los
hace pertenecerse el uno al otro y vivir una existencia hecha de entrega de sí
mismos y mutua aceptación. La conclusión: que ninguna autoridad humana separe lo que Dios ha unido, se deduce de la
razón anterior.
La
respuesta de Jesús, además, mira a la comunidad. El separarse y casarse con
otro lo equipara con el adulterio. Los
discípulos le replicaron: Así, mejor
es no casarse. Y él añadió: No todos pueden con eso, sino sólo aquellos
a quienes Dios se lo concede. De
modo que los discípulos deben entender que el Señor no los abandona y que lo aparentemente imposible Dios lo
hace posible dando su gracia, que eleva y capacita al amor humano.
Esto
supuesto, es evidente que existe el riesgo de la ruptura y que el matrimonio
puede naufragar porque la persona puede manifestar incapacidad para amar así. Por
eso, el amor, que es fuente de todo buen deseo y causa de las mayores alegrías,
puede ser también origen de los mayores temores y sufrimientos. Pero la
conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa…
Con
mentalidad divorcista no se puede contraer matrimonio válido. Casarse pensando
en mantenerse unidos mientras se quieran, es partir de una idea del amor muy
diferente a la del amor cristiano, del que dice Pablo que no pasa nunca, porque perdona y se
rehace (1Cor 13, 7-8). No se puede considerar como lo “normal” un amor
que deja abierta la puerta a abandonos y rupturas, variables y sucedáneos.
En
el fondo de esto late una mentalidad pesimista y amargada que desconfía de la
capacidad de la persona para rehacerse y no cree en compromisos estables y
definitivos. Esta mentalidad ignora la fuerza de la gracia y por eso se ve la
indisolubilidad como una dura ley. Pero no es ley sino evangelio: la buena
noticia de que la gracia de Dios es capaz de transformar el egoísmo en mutua
aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en
sano realismo que, a falta de lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta
verdaderamente y no desespera jamás.
Por eso, no basta con proclamar la prohibición del divorcio; sin
formación eso no conduce a nada. Es urgente dar a los jóvenes una formación que
los capacite para la admiración de la belleza y para sostener con fortaleza las
condiciones necesarias de la unión matrimonial en una sociedad fragmentada que
tiende a desunir. La formación para el manejo de los sentimientos, que capacita
para asumir frustraciones, es parte esencial de la educación del adulto.
La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor.
Sería infiel. No nos puede recortar el horizonte de la generosidad. Por eso,
ella anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y de darle
a este mundo roto el testimonio de un amor capaz de superar las crisis.
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