P. Carlos Cardó SJ
"Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que sacrifique su vida por causa mía, la hallará. ¿De qué le serviría a uno ganar el mundo entero si se destruye a sí mismo? ¿Qué dará para rescatarse a sí mismo? Sepan que el Hijo del Hombre vendrá con la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno según su conducta. En verdad les digo: algunos que están aquí presentes no pasarán por la muerte sin antes haber visto al Hijo del Hombre viniendo como Rey".
El contexto de estas palabras de Jesús es el anuncio que ha hecho
a sus discípulos de lo que le va a pasar en Jerusalén, adonde se dirigen. En la
santa ciudad mueren los profetas enviados de Dios. Allí lo harán padecer y morir
en una cruz; los fariseos y las autoridades religiosas ya lo han decidido. Por eso comenzó Jesús a manifestar a sus
discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer mucho allí (16,21).
Pero este padecer mucho remite
a un misterio que se nos tiene que revelar: el misterio de la pasión de Jesús por
todos nosotros, que lo lleva a padecer con nosotros y a asumir como propio el sufrimiento,
el mal y la muerte de sus hermanos y hermanas. No es el sufrimiento por sí solo
lo que salva, sino el amor y la confianza con que Jesús lo asume, haciendo
presente a Dios en él con todo el poder salvador de su amor.
De este modo Jesús introduce el
amor de Dios en toda situación humana de dolor, de pecado y de muerte para que
en ella esté siempre presente en favor de los que sufren la fuerza del amor de
Dios, que libera y salva. Los sufrimientos y la muerte de Jesús hacen ver hasta
qué extremos llega el amor que Dios nos tiene.
Un lenguaje así puede chocar con la manera habitual de
pensar de los hombres. Por eso, Pedro en particular no lo entiende y llevando aparte a Jesús, comenzó a reprenderlo. Pero recibe de Jesús
(16,17-19) la más severa reprimenda: Ponte detrás, Satanás…, tú no piensas como Dios,
sino como los hombres. Están los pensamientos de Dios y los pensamientos de
los hombres; el discípulo preferido aún no ha dado el paso.
Después
de esto, Jesús invita a sus discípulos a seguirlo, a recorrer
con Él su camino hasta el final y asumir su estilo de vida con todas sus
consecuencias. El discípulo –cada uno de nosotros– ha de ser un reflejo de su
Maestro. Es lo que quiere: la identificación
con Él para que su vida, sus palabras y obras, se prolonguen en la comunidad de
sus discípulos.
La
condición para lograrlo es clara: Niéguese a sí mismo, nos dice. Niegue cada cual su falso yo
–deformado por el egoísmo y el pecado– para hacer nacer su yo auténtico, que se
realiza en el amor, en la entrega, en el servicio sin reservas.
Y añade: Lleve su cruz, la cruz de cada uno, que es la lucha contra el mal que actúa en mí,
la lucha contra mi egoísmo; es mi tarea, que nadie puede hacer por mí. Llevar
la cruz significa también asumir las cargas de sufrimiento que la vida impone y
ver la presencia de Dios en ellas. Entonces se revela el sentido que pueden
tener y el bien al que pueden contribuir si se viven con Dios. No se trata de
añadir sufrimientos a los que la vida misma y las exigencias del compromiso
cristiano normalmente imponen. Se trata de aprender a llevar el sufrimiento
como Cristo nos enseña, sabiendo, además, que nunca estaremos solos, pues Jesús
va delante con su cruz como quien abre y facilita el camino.
Quien
quiera salvar su propia vida la perderá. Estas palabras de Jesús expresan
una gran verdad: que quien vive queriendo ponerse a resguardo de toda pérdida,
de toda renuncia, de toda donación…, ese tal echa a perder su vida, porque la
vida es relación y se realiza en el amor, que consiste en dar y recibir.
Debemos
enseñar a nuestros jóvenes que no sólo por motivos religiosos sino por razones
psicológicas y sociales, la capacidad de asumir el dolor que toda vida
comporta, el saber renunciar a la satisfacción inmediata y caprichosa de los
propios impulsos en función de valores superiores y de un proyecto de vida de
metas altas, esto forma parte de la formación del adulto. No hay que elegir el
camino fácil sino la meta.
La
vida es amar, dar de sí con generosidad, en eso está el secreto de la verdadera
felicidad y del verdadero éxito. Fuera de esta perspectiva, aunque gane el mundo
entero, la vida no se logra, se malogra. Muchas veces hallaremos difícil esta exigencia. Pero confiamos en el Señor que nos asegura su compañía y
apoyo constante. Él nos hace comprobar que el amor suaviza lo que las exigencias
tienen de costoso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.