P.
Carlos Cardó SJ
Resurrección
del hijo de la viuda de Naím, óleo sobre lienzo de Mario Minnuti (1640), Museo
Regional de Messina, Italia
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En aquel tiempo, se dirigía Jesús a una población llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: "No llores".Acercándose al ataúd, lo tocó, y los que lo llevaban se detuvieron.Entonces Jesús dijo: "Joven, yo te lo mando: Levántate". Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: "Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo".La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas.
No
teman, repite Jesús con frecuencia en el evangelio. El miedo se opone a la fe, cuya raíz esencial es la confianza. El amor perfecto destierra el temor, porque
el temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección en el amor.
(1Jn 4, 18).
El llamado “temor de Dios”, que según la Biblia es inicio de la
sabiduría (Prov 1,7), no se debe
confundir con el miedo que es una reacción instintiva ante una amenaza; temor
de Dios es sinónimo de respeto y reverencia, es aceptación de su paternidad y de
su señorío en todo, y va unido a la confianza filial, por eso: ¡Dichoso el que teme al Señor y sigue sus
caminos! (Sal 128, 1). A ése, el Señor lo bendice con toda abundancia de
bienes y su existencia transcurre segura.
Con verdadero afecto, Jesús llama a sus discípulos pequeño rebaño. Es el buen pastor que
ama a sus ovejas, las conoce y ellas le siguen; más aún, nadie se las
arrebatará (cf. Jn 10, 27-28). Ese
pequeño grupo constituye el germen del que brotará la Iglesia de Cristo que, a
su vez, será también pequeño rebaño, sin pretensiones de grandeza. Sólo así, si
no se deja contagiar del poder de los grandes de este mundo, confiará siempre
en su Señor, que la ama y la cuida con cariño como un esposo a su esposa (Ef, 5, 29).
En otra ocasión Jesús se alegró porque su Padre había revelado los
misterios de su reino a sus discípulos y a la gente sencilla (Cf. Lc 10, 21). Ahora expresa una mayor
satisfacción porque siente que la paternidad solícita de Dios, que conoce a cada
uno de los que él le ha dado, ha querido
darles el reino.
El Padre tiene un plan que debe cumplirse: otorgar el don de su
reino a la comunidad de los discípulos de Jesús (de todos los tiempos), aunque
sea pequeña, amenazada e indefensa como un pequeño rebaño. Pero este don tienen
que hacerlo ver los discípulos mediante su disposición pronta para compartir lo
que tienen con los necesitados. Así se implanta el reino del Padre. Por eso
Jesús añade: Vendan lo que tienen y den
limosna. Acumulen aquello que no
pierde valor, tesoros inagotables en el cielo, donde ni el ladrón ronda ni la polilla
destruye. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.
No es una exhortación a despreciar los bienes como si fueran malos
o a descuidar el dinero. Lo que Jesús propone es un estilo de vida,
caracterizado por la superación del ansia de posesión y por la esperanza en los
bienes del reino, que significan la realización plena del ser humano
y promueve en la tierra el fomento de la justicia. Para tener el corazón puesto
en Dios, que es el tesoro verdadero, la persona deja de pensar sólo en sí
misma, se abre al compartir fraterno y se muestra capaz de hacer uso de los
bienes con la libertad de poder usarlos o dejarlos cuando convenga. Es no vivir
para el dinero ni poner toda la seguridad en él.
La
verdadera riqueza no es lo que uno tiene, sino lo que comparte. Eso significa
acumular bienes en el cielo, es
decir, ponerlo todo en Dios y su reino, que es el verdadero tesoro.
La palabra limosna no
aparece en el Antiguo Testamento, pero el atender al extranjero, al huérfano y
a la viuda (Dt 24,19) era una ley
sagrada ordenada por Dios a Israel: no
endurecerás tu corazón ni cerrarás la
mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le darás lo que necesite
(Dt 15, 7; cf., 8, 11; 26, 12; Lv 25, 35). Cristo exhortó a la práctica de la
limosna, pero advirtió que no se debía realizar con ostentación buscando la
alabanza de la gente (Cf. Mt 6, 2-4).
En la Biblia, la limosna es expresión de justicia. Equivale a darle
al otro lo que necesita para poder vivir. Porque todos somos hermanos, no es
justo que uno posea y el otro desfallezca en la miseria. Es justicia
distributiva. Para hacerla eficaz y para que se cumpla el plan del Creador, que
hizo todos los bienes para sirvieran para el sustento de todos, la limosna
adquiere el carácter de la cooperación nacional e internacional, del subsidio a
las obras de beneficencia, de solidaridad con los damnificados por calamidades,
de inversiones para el fomento de la educación y la salud de los menos
favorecidos en la sociedad.
Hay múltiples maneras de practicar la limosna. Hay muchas maneras de ser justo según el
evangelio, con la justicia mayor (el camino más excelente, de 1Cor 12, 31), que
encuentra su perfección en la misericordia y promueve la fraternidad.
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