P.
Carlos Cardó SJ
La luz del mundo,
óleo sobre lienzo y madera de William Holman Hunt (1853 - 1854), capilla del
Keble College, Universidad de Oxford, Reino Unido
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En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: "Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz. Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. Pongan atención a cómo me escuchan: al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener."
En el evangelio de Lucas el ser
luz viene como conclusión de la parábola de la semilla: cuando la Palabra
cae en tierra buena, produce fruto, y la responsabilidad entonces consiste en
hacer público y notorio lo oculto y secreto de la semilla, que se ha escuchado
y acogido. La palabra transforma a la persona, le da una nueva identidad y cuando
está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta. Cristo es la luz, que ilumina
la vida de quienes lo siguen y les hace dar luz a los demás.
Nadie
enciende una lámpara y la cubre con una vasija o la oculta debajo de la cama, sino
que la pone en un candelero, para que todos los vean. El
cristiano no puede desentenderse del impacto que produce su estilo de vida y su
modo de pensar y de hablar. Los valores que le ha transmitido el anuncio del
evangelio no son un discurso privado para una élite cerrada en sí misma o
pusilánime y temerosa a la hora de demostrar su fe.
Esta responsabilidad, además, supone una gran atención al modo
como debe transmitirse, ante todo con el ejemplo de vida, el mensaje del
evangelio para que sea creíble, respetado y tenido en cuenta.
Evidentemente no se trata de buscar sobresalir, brillar, hacerse
ver. Jesús advierte: Cuidado con
practicar las buenas obras para ser vistos por la gente…, no vayas pregonándolo
como lo hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los
alaben los hombres (Mt 6, 1-2). Se trata de ser con sencillez lo que
debemos ser: auténticos, consecuentes con nuestra fe, con identidad cristiana clara
y manifiesta.
No se puede esconder, se trasluce, brilla; es consecuencia. Esto
es de capital importancia en el evangelio de Lucas: la característica del
cristiano es su función de “testigo”. Precisamente porque el cristiano maduro
conserva la palabra de Dios con constancia y perseverancia, se convierte en luz
para “los demás”. El desarrollo de esta temática se verá de comienzo a fin en
el libro de los Hechos de los Apóstoles. Para ello Jesucristo resucitado se
apareció a sus discípulos, los instruyó y les dijo: Ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo; el vendrá sobre ustedes
para que sean mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta lo
extremo de la tierra (Hech 1, 8).
La máxima: Nada hay oculto
que no se descubra ni secreto que no se conozca, se une a la precedente, y
completa una serie de contrastes luz/tinieblas, secreto/público,
oculto/manifiesto. Todo esto se cumple primero en Jesús, que es la luz pero
actúa en lo oculto como la semilla en tierra. Asimismo el misterio de su reino
se desarrolla en medio de dificultades. Pero es el mismo Señor quien compromete
a sus discípulos a difundir la luz del conocimiento de su persona y a divulgar los
secretos del reino que Él les ha hecho conocer.
La formulación posterior de esta responsabilidad (en Lc 12, 2) será una exhortación a rechazar la hipocresía
e inconsecuencia propia de los fariseos, a hablar con toda franqueza sin
dejarse reprimir por las opiniones de los demás, pues no hay nada escondido que no llegue a manifestarse ni nada secreto
que no vaya a saberse.
Por
eso pongan atención a cómo escuchan, dice
finalmente Jesús. Si escuchamos con atención,
descubrimos el sentido de la palabra, que ilumina toda realidad oscura. Lo
oculto queda al descubierto. La medida de la fe es la actitud de escucha y
acogida de la palabra, entonces se recibe el don de conocer el misterio cada
vez más.
En cambio, quien no sabe escuchar se cierra al don que se le
ofrece e irá perdiendo aun lo que tiene; lo perderá todo por no saber escuchar.
Fue lo que ocurrió con el pueblo judío. No aceptó la revelación plena que trajo
Jesucristo, no tuvo fe; por ello lo que tenía (ser pueblo elegido, vinculado a
Dios con una alianza de predilección, receptor de obras maravillosas y portador
de la promesa de salvación), lo perdió.
Los seguidores de Jesús, en cambio, aun los paganos, alcanzaron
por la fe el don de lo alto y se convirtieron en el nuevo Israel de Dios, descendencia elegida,
reino de sacerdotes y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar
las grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable (1Pe 2,
9).
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