P. Carlos Cardó SJ
El banquete de Simón el Fariseo, óleo sobre lienzo
de Philippe de Champaigne (1656), Museo de Bellas Artes de Nantes, Francia
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Un fariseo invitó a Jesús a comer. Entró en casa del fariseo y se reclinó en el sofá para comer. En aquel pueblo había una mujer conocida como una pecadora; al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, tomó un frasco de perfume, se colocó detrás de él, a sus pies, y se puso a llorar. Sus lágrimas empezaron a regar los pies de Jesús y ella trató de secarlos con su cabello. Luego le besaba los pies y derramaba sobre ellos el perfume.Al ver esto el fariseo que lo había invitado, se dijo interiormente: «Si este hombre fuera profeta, sabría que la mujer que lo está tocando es una pecadora, conocería a la mujer y lo que vale.» Pero Jesús, tomando la palabra, le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.»
Simón contestó: «Habla, Maestro.»
Y Jesús le dijo: «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientas monedas y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a ambos. ¿Cuál de los dos lo querrá más?»
Simón le contestó: «Pienso que aquel a quien le perdonó más.»
Y Jesús le dijo: «Has juzgado bien.»
Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. Tú no me has recibido con un beso, pero ella, desde que entró, no ha dejado de cubrirme los pies de besos. Tú no me ungiste la cabeza con aceite; ella, en cambio, ha derramado perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le quedan perdonados, por el mucho amor que ha manifestado. En cambio aquel al que se le perdona poco, demuestra poco amor.»
Jesús dijo después a la mujer: «Tus pecados te quedan perdonados».
Y los que estaban con él a la mesa empezaron a pensar: «¿Así que ahora pretende perdonar pecados?»
Pero de nuevo Jesús se dirigió a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.»
La
casa puede simbolizar a la Iglesia que reúne a justos y pecadores, o en sus
miembros e instituciones puede también acoger a Jesús con la frialdad del
fariseo Simón y necesita –ella y cada uno de nosotros– la enseñanza acerca del
perdón y del mayor amor.
Una mujer se acerca. Eso solo es ya un hecho escandaloso,
desconcertante, inconveniente en la cultura judía de entonces. Sin identidad
propia, se la conoce como pecadora pública. Prostituta, vende su cuerpo, su
amor, sus favores por dinero. A nadie interesan sus tribulaciones, carencias y vacíos
que la marcaron desde la infancia, ni la desesperada situación económica que la
arrastra a vender su cuerpo. Para el mundo es una perdida. Para los judíos es
una impura, excluida. Para Jesús, una oveja herida que reclama su amor
providente. Jesús revela a un Dios que viene a buscar lo perdido. Por eso dirá
repetidas veces: Yo no he venido a buscar a justos sino a
pecadores…
Frente a ella se sitúa un fariseo llamado Simón, que ha invitado a
Jesús. Probablemente se le tiene por hombre probo y nadie advierte (o no quieren
advertir) que también él es un pecador que peca de prostitución porque
prostituye la religión: ofrece buenas obras, rezos, acciones de culto, para ganarse
la benevolencia de Dios. Intenta comprarlo con las obras de la ley. Vive en la presunción
de la propia justicia. Conoce sólo el mérito, no reconoce la deuda que tiene
contraída y el amor con que se alcanza el perdón. Quiere merecer el amor de
Dios. No sabe que el amor es gratuito.
Pero a ambos ama el Señor. A ambos invita a abrirse a la misericordia.
En el fariseo hay extrañeza, desdén, escándalo. En la mujer, hay
determinación, generosidad, ternura. En Jesús, complacencia, agrado, alegría y
aprobación plena por ella.
La mujer se presentó con un vaso de alabastro lleno de perfume
para honrar a Jesús. Por su parte Jesús, que siempre aparece como el que da, ahora
aparece recibiendo: alguien le da algo, una mujer que se siente libre para agradecer
el amor que el Señor le ha mostrado en su vida.
La mujer llora y humedece los pies del Señor con sus lágrimas. Se puede
pensar que es por remordimiento de la vida que ha llevado. Pero hay algo más en
su forma de llorar. El llanto de esta mujer es apacible, sereno, consolador, casi
llanto de alegría; es llanto de amor por Jesús.
Y el fariseo se escandaliza. No le escandaliza que esa mujer actúe
así, sino que el Maestro lo consienta y lo apruebe.
Jesús, entonces, propone a Simón la parábola de los dos deudores.
Todos somos deudores de Dios: mi vida, mis bienes y, sobre todo, lo que me ha
perdonado –y que sólo Él y yo sabemos… Quien reconoce que ha recibido el don
mayor, amará más.
Quien tiene contraída la mayor deuda, por haber recibido un perdón
mayor, se siente amado más. Por eso, mostrará más amor. El núcleo de la
parábola está en la relación entre los dos verbos: perdonar y mostrar más amor.
Se me ha perdonado más, muestro más amor.
Gratitud es reconocer la vida como un regalo de amor, no como una
deuda que tengo que pagar. El pecado es falta de amor agradecido. El pecador no
ama, lo que hace es procurar ganarse méritos, pagar y comprar con buenas
acciones. Así, es capaz de llevar una vida pródiga de obras,
que despiertan la alabanza de quienes las ven, pero que no manifiestan amor
verdadero. Toda la vida religiosa se convierte en un continuo pagar y merecer y
comprar. Puedo repartir mis bienes entre
los necesitados, tener una fe como para mover montañas, entregar incluso mi
cuerpo a las llamas si no tengo amor, de nada me sirve (1 Cor 13).
El perdón procede del amor. Dios nos ha perdonado primero por puro
amor. Nuestro amor es la respuesta a esa gracia que se me ha concedido. Por
eso, esta mujer ama más que el fariseo: porque ella sí se ha sentido amada y ha
reconocido el amor.
Toda religión y toda ética inducen a las personas a que sean
mejores y pequen menos. El cristianismo va mucho más allá y cambia la cuestión:
No quién es mejor o quién peca menos, sino quién ama más. Porque reconozco que
Dios me ha amado, no puedo hacer otra cosa que poner amor en mi vida.
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