lunes, 3 de septiembre de 2018

El Espíritu del Señor sobre mí (Lc 4, 16-30)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús desenrolla el libro en la sinagoga, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
Jesús llegó a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día  sábado y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollándolo, halló el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó.
En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que acaban de oír, se ha cumplido hoy.»
Y todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?».
El les dijo: «Seguramente me van a decir el refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria.»
Y añadió: «En verdad les digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Les digo de verdad: Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio.»
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.
Jesús se presentó un sábado en la sinagoga de Nazaret y se levantó para hacer la lectura. Le dieron un texto del profeta Isaías y él lo explicó aplicándolo a su propia persona: hizo ver a sus oyentes que Él era el Mesías esperado, portador del Espíritu de Dios, que lo había ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y conseguir la libertad a los oprimidos.
En estas palabras, Jesús condensa el programa que llevará a la práctica a lo largo de su actividad. La misión que ha recibido de su Padre tiene como opción preferencial hacer posible una vida nueva a los pobres, los cautivos, los oprimidos y todos los que padecen cualquier enfermedad del cuerpo o del alma. Es evidente que, para Él, lo que Dios quiere es ayudar al que se encuentra postrado u oprimido.
La primera comunidad cristiana recibió estas palabras de Jesús como su propio programa: todos se sintieron llamados a continuar la obra de Jesús que, aunque cambiasen las circunstancias, tenía los mismos contenidos y los mismos destinatarios. El sufrimiento humano, en efecto, recorre toda la historia hasta el final. Como aquellos primeros testigos, también nosotros, que en nuestro bautismo hemos recibido el mismo Espíritu que consagró a Jesús, sentimos que Él nos asocia a su misión de llevar y hacer realidad la buena noticia del triunfo del amor salvador de Dios en toda situación humana de dolor.
Muchos al oír a Jesús en la sinagoga se admiraron de las palabras de gracia que salían de su boca, vieron que en ellas se realizaban las promesas de Dios, proclamadas por los profetas. Pero muy pronto después las cosas cambiaron y, movidos sin duda por sus jefes y por los fariseos, pasaron del entusiasmo inicial al rechazo violento. Las palabras de Jesús dejaron de ser para ellos palabras de gracia, y les resultaron escandalosas.
Esta oposición de los nazarenos viene a ser un adelanto del rechazo que Jesús va a sufrir en su actividad pública y que culminará en su condena a muerte. No sólo se resistieron a ver en Jesús el enviado de Dios porque lo veían simplemente como el “hijo de José”, sin ningún poder especial que legitimara su misión, sino que se negaron a creer su anuncio del comienzo de una era nueva porque exigía de todos nuevas actitudes. Se resistieron a cambiar su vida y sus viejas costumbres.
Jesús se da cuenta de su incredulidad y les recuerda que con su actitud están repitiendo el comportamiento que tuvieron sus antepasados con los profetas Elías y Eliseo. Los de Nazaret pasan entonces de la furia a la violencia y deciden quitarlo de en medio de una forma violenta. Expulsan a Jesús de la comunidad de su pueblo y tratan incluso de despeñarlo, porque lo consideran un blasfemo, pero Jesús logra escapar: se abrió paso entre ellos y se alejaba. Llegará el momento en que las autoridades lo entreguen a los romanos y acabe su vida en la cruz. Pero ese momento acontecerá a su debido tiempo. 
En Jesús se cumplen las Escrituras, se realizan las aspiraciones de todo ser humano. Él nos asegura que ha llegado una etapa nueva en las relaciones de Dios con los hombres,  que reclama por parte de todos un amor nuevo. Pero como los nazarenos, también nosotros en un primer momento podemos acoger esa buena noticia y rechazarla luego porque nos exige cambios importantes y aparecen nuestras resistencias.

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