P. Carlos Cardó SJ
La comida en casa de Simón el Fariseo, óleo sobre
lienzo de Paolo Veronese (1570), Salón de Hércules del Palacio de Versalles,
París
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Los fariseos se juntaron en torno a Jesús, y con ellos había algunos maestros de la Ley llegados de Jerusalén. Esta gente se fijó en que algunos de los discípulos de Jesús tomaban su comida con manos impuras, es decir, sin habérselas lavado antes. Porque los fariseos, al igual que el resto de los judíos, están aferrados a la tradición de sus mayores, y no comen nunca sin haberse lavado cuidadosamente las manos. Tampoco comen nada al volver del mercado sin antes cumplir con estas purificaciones. Y son muchas las tradiciones que deben observar, como la purificación de vasos, jarras y bandejas.Por eso los fariseos y maestros de la Ley le preguntaron: "¿Por qué tus discípulos no respetan la tradición de los ancianos, sino que comen con manos impuras?"
Jesús les contestó: "¡Qué bien salvan ustedes las apariencias! Con justa razón profetizó de ustedes Isaías cuando escribía: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me rinden de nada sirve; las doctrinas que enseñan no son más que mandatos de hombres. Ustedes descuidan el mandamiento de Dios por aferrarse a tradiciones de hombres".Jesús volvió a llamar a la gente y empezó a decirles: "Escúchenme todos y traten de entender. Ninguna cosa que de fuera entra en la persona puede hacerla impura; lo que hace impura a una persona es lo que sale de ella. Los pensamientos malos salen de dentro, del corazón: de ahí proceden la inmoralidad sexual, robos, asesinatos, infidelidad matrimonial, codicia, maldad, vida viciosa, envidia, injuria, orgullo y falta de sentido moral. Todas estas maldades salen de dentro y hacen impura a la persona".
El texto evangélico de hoy presenta una
de las polémicas de Jesús con los fariseos y maestros de la ley acerca de la
verdadera piedad. El judaísmo farisaico había llegado a imponer una forma de
practicar la religión, que la reducía a meros ritos, ceremonias y conductas
exteriores, hechas con el fin de contentar a Dios.
Los
fariseos y los llamados “maestros de la ley”, eran los que interpretaban
lo puro e impuro, lo lícito o lo ilícito, conforme a una serie de normas extraídas
sobre todo del libro del Levítico (caps. 11-15). Así, habían transformado la
religión en una moral de preceptos menudos que pervertía la ley dada por Dios a
Moisés, y que llegaba a normar las tareas más simples y ordinarias de la vida
doméstica como el lavarse las manos o purificar vasos, jarros y bandejas. Siempre
el culto (liturgia) y las prácticas escrupulosas de la moral han servido de
pantalla para escamotear las verdaderas exigencias de la fe.
En el AT abundan las advertencias de los profetas contra esta
pretensión humana de manipular lo divino y reducir la religión a normas
externas y costumbres sin práctica de la justicia. Así dice el Señor: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón
está lejos de mí y el culto que me rinden es puro precepto humano, pura rutina (Is
29, 13). ¿De qué me sirven todos sus
sacrificios? –dice el Señor… Aparten de mi vista sus malas acciones, dejen de hacer
el mal, aprendan a hacer el bien. Busquen el derecho, protejan al oprimido, socorran
al huérfano, defiendan a la viuda (Is 1, 11.16-17). Yo detesto, desprecio sus fiestas; no me gusta el olor de sus
reuniones, no me complazco en sus oblaciones… ¡Que fluya, sí, el juicio como
agua y la justicia como un torrente inagotable! (Am 5, 21.22.24).
Jesús,
en la línea de los grandes profetas de Israel, mantiene y profundiza el
espíritu de la ley mosaica, pero aboga por una pureza interior, que se manifiesta
en una vida conformada por entero con la voluntad de Dios. Hace ver que Dios busca
el interior de la persona, de donde nacen los afectos y los sentimientos, y en donde
reside la sinceridad y la autenticidad de la persona. Por eso denuncia: “Ustedes dejan de lado el mandamiento de
Dios, y siguen las tradiciones de los hombres”. Y proclama: “Nada que
entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace
al hombre impuro”.
El cristiano sabe, por tanto, que lo
importante para Dios no son las acciones religiosas que se cumplen por
tradición, o las normas morales que se cumplen como imposiciones externas, sino
el compromiso de toda la persona en la búsqueda constante de la voluntad de
Dios, que irá siempre en la perspectiva de amar y servir. San Pablo en la carta
a los Romanos nos da esta norma segura de actuación: Les pido, hermanos, por la
misericordia de Dios, que ofrezcan sus vidas como sacrificio vivo, santo y
agradable a Dios. Este ha de ser su auténtico culto. No se acomoden a los
criterios de este mundo; al contrario, transfórmense, renueven su interior, y
así discernirán cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada,
lo perfecto (Rom 12,1-2).
Profundizando más en el sentido de la religión auténtica debemos
decir que quien se guía por el Espíritu del Señor se deja liberar internamente para
obrar con libertad (cf. Gál 5,1) en
una vida santa al servicio de los hermanos (cf. Gál 5,13-26).
La nueva ley de Cristo, que su Espíritu inscribe en el corazón del
creyente, consiste en amar a los demás como Él nos ha amado, privilegiando a
los pobres y a los humildes. En esto consiste la «religión pura y sin mancha a los ojos de Dios nuestro Padre», según
el apóstol Santiago (Sant 1,27). Y San Juan es enfático al afirmar que el amor constituye
el criterio de verificación de nuestro amor a Dios: ¿Cómo puedes decir que amas a Dios a quien no ves, si no amas a tu
hermano a quien ves? (cf. 1 Jn 4,20). Este es su mandamiento: que «quien ama a Dios, ame a su hermano» (1
Jn 4,21). Por eso, «no amemos de palabra
y con la lengua, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3, 18).
En el texto anterior de Mc (6,52), los discípulos no habían
comprendido el simbolismo del pan que se comparte. En el texto de hoy se
subraya el motivo: no comprender el significado del pan significa no creer en
el amor, quedarse apegados a la ley. Esa dificultad que tuvieron los discípulos
de Jesús amenaza a la Iglesia en su misma esencia.
Por
eso, para superar este riesgo, venimos a la eucaristía. Comulgamos en el pan
único y compartido y recibimos la acción del Espíritu Santo que, al santificar
nuestras ofrendas de pan y vino, nos capacita para formar, en Cristo, un solo
cuerpo y un solo espíritu.
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