P.
Carlos Cardó SJ
Crucifixión,
con Juan y María, óleo sobre lienzo de Hugo van der Goes (1470 aprox.), Museo
Municipal de Venecia, Italia
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Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.»
Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.
Todo es donación y entrega en la pasión y muerte de Jesús: nos da
a su Madre, nos da a su Espíritu en el instante de su muerte, nos da a la
Iglesia y sus sacramentos con la sangre y el agua que brotan de su costado
abierto, nos da su Corazón.
San Juan resalta el don de la Madre. De pie junto a la cruz de su
Hijo, está como la Mujer nueva, la nueva Eva junto al nuevo árbol de la vida
verdadera. Está junto a la cruz en posición
de quien contempla el misterio que la sobrepasa y sobrecoge, pero que se le
revela interiormente por el amor y la fe que tiene a su Hijo.
La discípula, la gran creyente, la que será proclamada dichosa por
todas las generaciones, es ahora la Madre de los dolores porque ha llevado
hasta el fin su identificación con el Crucificado. Ella siguió a Jesús en todo
momento; desde Caná, en donde Él inició —a petición de
ella— los signos de su gloria, en unas bodas que preanunciaban la boda del
Cordero crucificado, en la que también ella se hace presente.
Por la fidelidad de su amor y de su fe, ella es Madre y figura de
la Iglesia, Madre de la nueva humanidad redimida. Y representa también a
Israel, pero como esposa fiel que dice: Hagan
lo que les diga.
Junto a la Madre estaba el discípulo
a quien Jesús tanto quería, que es Juan, pero es también figura del
discípulo de Cristo, de todo aquel que está llamado a reclinar la cabeza sobre
el pecho del Maestro, a vivir en su intimidad y acompañarlo hasta el calvario. Es
figura universal de todo aquel que es amado por el Hijo.
Él está también como quien contempla al Hijo alzado a lo alto, y cuyo
porte evoca al de Moisés que levantó la serpiente a lo alto. El discípulo da
testimonio de la vida eterna que gana para nosotros el Crucificado. Por eso
será testigo privilegiado de la resurrección, llegará el primero al sepulcro y
creerá, reconocerá después al Señor desde la barca, y permanecerá hasta su
retorno. En su evangelio canta el amor del Hijo por nosotros.
Aparecen también en la escena
la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Su fidelidad amorosa al Señor, a quien
servían en sus necesidades, contrasta fuertemente con la infidelidad de los discípulos,
que llenos de miedo huyeron y lo dejaron solo; y contrasta mucho más con el
odio de los judíos y de los verdugos que no dejan de insultarlo y atormentarlo.
Jesús
ve a su Madre. No se preocupa de sí sino de los
demás, piensa en su madre. Y le dice: Mujer,
como la llamó en Cana. Israel es mujer,
hija de Sión, como afirma la Biblia. En María, madre del redentor, llega a la
perfección el pueblo escogido y se inicia la Iglesia.
- Ahí tienes a tu hijo,
le dice el Hijo, pidiéndole que reconozca también al discípulo (y en él a todos
nosotros) como a su hijo, como igual a Él.
- Ahí tienes a tu madre,
dice luego al discípulo, para que la reconozca como madre suya. Lo que el Señor
más quiere, lo da: su discípulo a su madre y su madre a su discípulo. Ha
establecido para siempre la relación madre-hijo que constituye a la Iglesia en
su ser más íntimo.
Y
desde aquella hora el discípulo la acogió,
en su casa, es decir, en el espacio
propio de lo que uno más ama y que más lo identifica. La acoge como su madre, de
la que deriva la existencia de los que renacen por la fe y se hacen hijos en el
Hijo, hermanos del Hijo por la carne y por el Espíritu porque Él asumió nuestra
carne en el seno de María y habitó entre nosotros.
La acoge como su madre. Por la fe renacemos a la condición de hijos
en su Hijo, hermanos de Él porque asumió nuestra carne en su seno y habitó
entre nosotros por obra del Espíritu Santo.
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