jueves, 7 de noviembre de 2024

Misericordiosos como el Padre (Lc 15, 1-10)

 P. Carlos Cardó SJ

Mosaico del Buen Pastor, anónimo del siglo III, Mausoleo de Gala Placidia, Rávena, Italia

Los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. Por esto los fariseos y los maestros de la Ley lo criticaban entre sí: «Este hombre da buena acogida a los pecadores y come con ellos».
Entonces Jesús les dijo esta parábola: «Si alguno de ustedes pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y nueve en el desierto y se va en busca de la que se le perdió, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra se la carga muy feliz sobre los hombros, y al llegar a su casa reúne a los amigos y vecinos y les dice: "Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido".
Yo les digo que de igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse. Y si una mujer pierde una moneda de las diez que tiene, ¿no enciende una lámpara, barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y apenas la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: Alégrense conmigo, porque hallé la moneda que se me había perdido". De igual manera, yo se lo digo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte».

El cap. 15 de Lucas contiene las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido”. Las tres parábolas: la oveja perdida (vv. 4-7), la moneda extraviada (8-10) y el hijo pródigo (11-32), son tan características de la figura de Jesús, tal como la ofrece Lucas, que algunos llaman a esta parte de su narración «el corazón del tercer Evangelio», que es «el Evangelio de los marginados», porque muestra la misericordia de Dios para con los que sufren rechazo, exclusión e incluso condena, por parte de sus semejantes.

El tono de estas parábolas es de confrontación. Jesús emplea las tres parábolas para justificar y convalidar su comportamiento frente a las críticas que le hacen y, sobre todo, para transmitir la imagen de un Dios que, por ser padre, no quiere que ninguno de sus hijos se pierda y muestra una predilección especial por el perdido. Dios es así, viene a decir Jesús, y por eso yo hago bien en actuar como actúo. El Hijo del hombre ha venido buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10).

El símbolo del Buen Pastor apunta a lo más nuclear de la persona de Jesús: su amor por los demás. Jesús supo amar de verdad y siempre. El amor no fue en él una actitud coyuntural, sino permanente. Reveló en sus gestos y modo de relacionarse con los demás, el mismo amor con el que Dios-Padre ama a todos los hombres y mujeres del mundo. La parábola nos llama a hacer nuestros los sentimientos de su corazón y a obrar con su mismo amor.

La parábola de la mujer que ha perdido una moneda y se pone a buscarla con esmero hasta encontrarla, reproduce la misma enseñanza: Así es Dios; se esmera por encontrar a los perdidos, pues le pertenecen, y se alegra de recobrarlos. La defensa de Jesús es clara: si la mayor alegría de Dios consiste en acoger al pecador y hacerle sentir su perdón, por eso hago bien yo en buscar a los que necesitan ayuda, comprensión, misericordia.

En ambas parábolas se subraya el verbo convocar para celebrar y hacer fiesta: El pastor reúne a sus amigos, la mujer a sus amigas y vecinos. Resalta la alegría que sienten por haber encontrado lo que estaba perdido. La alegría del cielo.

Las parábolas de la misericordia ejemplifican el mandato de Jesús: Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso (Lc 6, 36). Asimismo, son una llamada a ser como Jesús, compasivos y misericordiosos. Leídas en perspectiva eclesial, recuerdan a la comunidad de los discípulos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo manifestó y puso en práctica. Todos, por tanto, han de sentirse pecadores buscados y tocados por la misericordia del Padre y, por ello mismo, deben estar atentos a los de fuera, a los que se han ido y pueden perderse.

Es lo que el Papa Francisco no pierde ocasión para advertir: que la Iglesia no puede estar cerrada en sí misma, preocupada únicamente de su propia autoconservación, sino que ha de estar siempre “en salida”, mantener el espíritu de la misión, dar prioridad a curar heridas y sanar corazones, porque “la enfermedad típica de la Iglesia es mirarse a sí misma”.

 

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