P. Carlos Cardó SJ
Destrucción del templo de Jerusalén por los romanos, grabado de Morter Pierre van Luyken, publicado en Ámsterdam en 1729 |
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando vean a Jerusalén sitiada por un ejército, sepan que se aproxima su destrucción. Entonces, los que estén en Judea, que huyan a los montes; los que estén en la ciudad, que se alejen de ella; los que estén en el campo, que no vuelvan a la ciudad; porque esos días serán de castigo para que se cumpla todo lo que está escrito.
¡Pobres de las que estén embarazadas y de las que estén criando en aquellos días! Porque vendrá una gran calamidad sobre el país y el castigo de Dios se descargará contra este pueblo. Caerán al filo de la espada, serán llevados cautivos a todas las naciones y Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que se cumpla el plazo que Dios les ha señalado.
Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad. Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación".
El texto de hoy es continuación del discurso apocalíptico de Jesús sobre el destino cósmico, el fin del mundo. Las imágenes que emplea –semejantes a las de los libros bíblicos del género literario de la apocalíptica– describen simbólicamente la victoria final de Dios sobre las fuerzas del mal. No revelan cosas extrañas y ocultas, sino el sentido profundo de nuestra realidad presente: nos quitan el velo, que nuestros miedos y errores nos ponen sobre los ojos, para que podamos ver aquella verdad que es la palabra última de Dios sobre el mundo (escatológico = que dice la última y definitiva palabra). El lenguaje apocalíptico es lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes y paradojas. ¿Pero no es chocante y paradójica la realidad que muchas veces vivimos?
El interés del evangelista es hacernos ver que vamos hacia la disolución del mundo viejo y, al mismo tiempo, al nacimiento del nuevo y que hay una relación entre la meta final y el camino que estamos llevando. Dios realiza su plan en la historia, no fuera de ella. En esta realidad nuestra con sus contradicciones y en la vida personal del discípulo, se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, que culminará en nuestra participación en la plenitud del reino de Dios. Hacernos ver esto es la finalidad del discurso de Jesús, que por lo demás se niega a responder a la curiosidad por saber “cuándo” va ser el fin del mundo y cuáles van a ser las señales para reconocerlo. Él ha venido a enseñarnos que el mundo tiene su origen y su fin en Dios, que es nuestro Padre, y a invitarnos a vivir el presente desde esta perspectiva, que da sentido a la vida.
Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 d.C. cuando ya se había vivido la destrucción de Jerusalén y del templo (66-70), en la que –según Flavio Josefo– murieron 1’1000,000 judíos y 97,000 fueron hechos esclavos. Las cifras pueden haber sido aumentadas, pero el hecho indudable es que aquello fue una pavorosa tragedia para Israel, tanto que la gente vio en ello el cumplimiento de la profecía de Daniel, cap. 8. Lucas usa concretamente ese acontecimiento catastrófico ya vivido para iluminar el presente y el futuro. Y hace una clara advertencia: se inicia el tiempo de las naciones, el tiempo de los judíos ya ha pasado. En Hechos de los Apóstoles, esto equivale a la difusión del cristianismo en las naciones paganas. En el relato de Lucas, los signos cósmicos vienen, pues, a continuación de los acontecimientos históricos y son leídos del mismo modo, como sucesos propios del transcurso de la historia. El texto está construido como en contrapunto: por un lado, los grandes trastornos cósmicos que llenan de terror a los hombres; por otro, la palabra del Señor que infunde confianza y garantiza el acontecimiento final de la liberación. La venida del Hijo del hombre traerá consigo la realización de todo anhelo. Por eso Pablo afirma que desea ser arrebatado al cielo para ir al encuentro de Cristo y estar para siempre con él; o ser liberado del cuerpo para estar con él (1 Tes 4; Fil 1). Quien ama al Señor no puede sino desear su venida y mantener el deseo supremo, que se expresa en la invocación: Marana-tha, Ven Señor.
Cuando comiencen estas cosas, es decir, las guerras, el hambre, la destrucción de Jerusalén, las catástrofes cósmicas, el temor y la angustia, el Señor espera que sus discípulos y seguidores reconozcan que son cosas propias de la historia humana en el mundo, y son producto del mal que ha de desarrollarse misteriosamente junto al misterio de la salvación ganada para nosotros por la cruz del Redentor, y que habrá de revelarse al fin.
Levántense, alcen la cabeza, dice
el Señor. No se dejen abatir por el temor y la desesperanza cuando ocurran
cosas así. Si la cruz es salvación del mundo, las tribulaciones darán paso a la
liberación que ya se acerca. El
cristiano, asociado a la pasión de Cristo, ve acercarse el Reino de Dios.
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