sábado, 9 de noviembre de 2024

Jesús y el templo (Jn 2, 13-25)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús expulsa a los mercaderes del templo, óleo sobre lienzo de Stefano Cernotto (1535), colección privada

Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio".
Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?".
Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar".
Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?".
Pero él se refería al templo de su cuerpo.
Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.
Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre. 

El templo era el principal lugar del culto y el orgullo de los judíos. A él subían las tribus de Israel para celebrar la Pascua y ofrecer sacrificios de expiación y alabanza. Con el correr del tiempo, estos sacrificios obligatorios fueron dando ocasión para convertir el lugar santo en un mercado de animales.

Por la fiesta de la Pascua, miles de corderos se inmolaban en el atrio del templo. Pero, además, en la vida ordinaria, el judío debía ofrecer un sacrificio de expiación cada vez que pecaba; las mujeres por su purificación debían sacrificar dos pichones (Lev 15,19-30); y por el hijo dado a luz un cordero si la familia era rica, o dos pichones si era pobre. En los sacrificios generalmente se quemaba la grasa de los animales y su carne era destinada al templo para ser vendida. Como los animales de la ofrenda tenían que ser puros, el templo garantizaba su pureza suministrando sus propios animales a un precio más caro.

Aparte de todo esto, todo israelita tenía que pagar al templo un impuesto de medio siclo de plata (Neh 10,33-35; Mt 17,23.24) en moneda nacional, no extranjera (considerada impura), para lo cual se montaron mesas de cambistas. El templo se enriqueció: tenía campos, rebaños, carnicerías, talleres del cuero y de la lana, con miles de trabajadores. Llegó a ser una verdadera potencia económica, administrada por los sacerdotes, que amasaron grandes fortunas con aquel negocio abominable, poniendo a la religión como pretexto.

Nadie criticaba esa corrupción: ni los nacionalistas celotes, que veían el templo como el símbolo de la nación; ni los fariseos que exigían el cumplimiento de las leyes, ni los intelectuales escribas que interpretaban las leyes, ni los ricos saduceos que se habían apoderado de la función sacerdotal.

Jesús no se deja impresionar por la riqueza y poder de aquella institución. Su conciencia crítica lo lleva a desenmascarar aquella perversión. Su gesto no es un simple arrebato de ira, expresa la actitud valiente de los grandes profetas (Amós, Miqueas, Isaías, Jeremías) que habían denunciado la injusticia y dado su vida por la defensa de la verdadera religión. Expulsando a los mercaderes, Jesús reprueba aquella corrupción insoportable que consiste en usar a Dios para obtener ganancias y oprimir a la gente. El templo, el mundo de lo religioso, no puede dividir a las personas, generando privilegios y poderes indefendibles.

El gesto de Jesús va acompañado de un anuncio: Destruyan el templo y en tres días lo construiré. Los judíos, tomando la frase al pie de la letra y aplicándola al templo de piedra, la usarán como la acusación formal para conseguir la “sentencia” de muerte contra Jesús. Los discípulos, por su parte, sólo la entenderán en la mañana de Pascua.

Se acordaron de lo que había dicho, y creyeron..., es decir, que el edificio del templo podía caer (como de hecho ocurrió con la destrucción de Jerusalén por las tropas de Tito el año 70), pero que el cuerpo de Jesús, destruido en la cruz por el pecado del mundo, sería resucitado y levantado a lo alto por Dios, como el templo nuevo de la presencia continua de Dios en su pueblo, el santuario de la adoración en espíritu y en verdad (de lo que habló Jesús a la Samaritana – cf.  Jn 4,23), la perfecta “casa del Padre”.

Así mismo, nosotros somos también el templo de Dios. ¿No saben –dice san Pablo– que son templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo y ese templo son ustedes (1 Cor 3,16). El mismo Pablo considera la vida cristiana como una construcción, cuya piedra fundamental es Cristo, que crece hasta formar un templo consagrado al Señor, del que formamos parte por medio del Espíritu (Cf. Ef 2,19-22) para ser morada de Dios.

El pecado y el mal de este mundo destruyen el templo de Dios que es la persona humana. Pero Dios reconstruye en nosotros todo lo que está muerto. Con nuestros desórdenes personales, llenamos el templo que somos nosotros con otros dioses, otros objetos de nuestro interés, que son indignos del templo de Dios. Convertimos así nuestro templo en un lugar de comercio. El Señor viene y limpia, recupera y rehace.

San Pedro en su primera carta da un contenido comunitario a la imagen del templo y dice: “ustedes como piedras vivas, van construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios” (1 Pe 2,4-5). La comunidad eclesial que juntos formamos es “el nuevo templo”. En él, la ofrenda de nuestras vidas entregadas a la causa de Jesús y su Reino es el sacrificio espiritual agradable a Dios.

En este templo, además, todos somos necesarios, como son todas necesarias las piedras del edificio. Formamos una unidad por encima de raza, lengua, o nación. No hay poderes sino servicio diversos, carismas y dones que Dios distribuye para que actúen en comunión y se pongan a disposición de los demás, a fin de constituir un cuerpo en el que no haya ninguna división.

 

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