P. Carlos Cardó SJ
Al ver a la multitud, subió al monte. Se sentó y se le acercaron los discípulos. Tomó la palabra y los instruyó en estos términos:
“Dichosos los pobres de corazón, porque el reinado de Dios les pertenece.
Dichosos los afligidos, porque serán consolados.
Dichosos los desposeídos, porque heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque serán tratados con misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa del bien, porque el reinado de Dios les pertenece.
Dichosos ustedes cuando os injurien, los persigan y los calumnien de todo por mi causa.
Estén alegres y contentos pues su paga en el cielo es abundante.
De igual modo persiguieron a los profetas que los precedieron”.
Día para recordar y agradecer a Dios por todas las personas santas que hemos conocido y que han sido para nosotros reflejos de la bondad y santidad de Dios, modelos de vida, que velan e interceden por nosotros. Ellos gozan de la visión de Dios, hayan sido o no canonizados por la Iglesia. Cada uno puede recordar nombres y rostros.
Este día es también una oportunidad para recordar la llamada a la santidad que todos recibimos en el bautismo. Esa vocación universal ha de vivirla cada uno según su propio estado de vida. La santidad no es patrimonio de unos cuantos privilegiados. Es el destino de todos, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos que hoy recordamos.
La lectura del Apocalipsis habla del gentío que sigue al Cordero, Cristo resucitado. Ciento cuarenta y cuatro mil es el cuadrado de 12 (número de las tribus de Israel) multiplicado por mil. Cifra simbólica, no número exacto, sino multitud. Entre ellos debemos estar, es nuestra vocación. Tengamos confianza. Después de éstos viene una muchedumbre inmensa, de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Los salvados son un grupo incontable y universal. Llevan vestidos blancos porque han sido justificados. Dios los ha encontrado dignos de sí y, después de haber padecido duras pruebas, sus vestidos han sido blanqueados en la sangre del Cordero.
San Juan, en la segunda lectura (1Jn 3,1-3) dice que la salvación se vive en el presente. Hoy se puede escuchar la llamada del Señor a una vida ejemplar y santa. Hoy podemos hacernos, mediante la gracia, rehacer en nosotros la imagen rota de Dios nuestro Creador y configurarnos con la imagen de Jesucristo.
Es el sentido de nuestra vida: acoger la santidad, patrimonio de Dios y que él nos transmite por su gracia, hasta que seamos transformados en su gloria y él sea todo en todos (cf. Rom 8,29; Gal 2,20; 2 Cor 3,18; Col 3,10). La santidad es eso: seguir e imitar día a día al Bienaventurado, al “Santo y feliz Jesucristo”. Él mismo, cuando quiso mostrarnos su corazón y cuál es el mejor camino para imitarlo, nos dejó un retrato suyo en las Bienaventuranzas.
Bienaventurados los pobres. A ejemplo de Jesús, que no tuvo donde reclinar la cabeza y no se reservó nada para sí, por darlo todo a los demás, el cristiano se despoja de sí mismo para no buscar otro interés que amar y servir en todo. Esta persona es humana por antonomasia y ha hallado la clave de la verdadera felicidad.
Bienaventurados
los mansos. Revestido de sentimientos de humildad y mansedumbre, a ejemplo
de su Señor, manso y humilde de corazón, el cristiano no devuelve mal por mal, soporta
a los demás con amor, y se muestra solícito en conservar la unidad del espíritu
con el vínculo de la paz.
Bienaventurados los que lloran. También a ejemplo del Señor, varón de dolores, el cristiano vive lleno de amor y actitud de ofrenda de sus aflicciones y tristezas. Sabe que debe aún transitar por los caminos de la tristeza, pero nunca se siente solo (14,18) porque el Señor resucitado les hace compartir su gozo en medio de las lágrimas del mundo.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Estos cristianos aspiran con pasión a encarnar en sus vidas la justicia de Dios, que es la santidad, cumbre del amor misericordioso, y colaboran en la gran tarea de establecer en la sociedad la equidad y la justicia, basadas en la fraternidad.
Bienaventurados los misericordiosos. En ser misericordiosos como el Padre condensó Jesús la perfección humana y cristiana. Por eso, quien lo sigue, tiene como él entrañas de misericordia ante el hambre y la miseria de sus hermanos, sabe adoptar el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, y se muestra disponible ante quien se siente explotado y deprimido.
Bienaventurados los limpios de corazón. Jesús tenía a Dios su Padre en el centro de su persona. Mirando su corazón, el cristiano se esfuerza por purificar sus afectos, su inteligencia y sus deseos, para no estar dividido por conflictos de lealtades, ni mezcla de intereses, para ser auténtico y veraz, no hipócrita ni inseguro. Puede así ver a Dios en todo y a todo en Dios.
Bienaventurados los que construyen paz. La paz verdadera que es fruto de la justicia y de la reconciliación; la paz que es tarea de quienes se hacen hermanos y crean fraternidad y por eso, en el Hijo, serán llamados también hijos de Dios. Estas personas fomentan la armonía en las relaciones de las personas consigo mismas, con la naturaleza y con Dios. Y hacen que la Iglesia sea el espacio de la unión y la concordia entre los pueblos.
Bienaventurados los perseguidos. Valerosos pero no temerarios, asumen que le vendrán incomprensiones, ataques y aun persecuciones por vivir y defender el evangelio. Saben que su maestro venció al mundo (Jn 16,33) y que los enemigos pueden matar el cuerpo pero no pueden nada contra su alma (Mt 10,28s). La confianza en el Espíritu que los asistirá en las tribulaciones, los hace mirar con confianza el futuro.
Así, mirando a su Hijo, pensó Dios al ser humano, a cada uno de nosotros, cuando nos fue formando del polvo de la tierra (Gen 2, 7; Sal 139,15).
En la fiesta de todos los santos agradecemos el vínculo profundo que une a los que todavía peregrinamos en la tierra y los que han entrado ya en la plenitud de la vida en Dios. Formamos con ellos una gran familia. Ellos, alcanzada ya la meta de nuestro caminar, velan por nosotros. Un día nos encontraremos. Sintamos ahora la ayuda y apoyo que nos brinda esa inmensa multitud de testigos de Cristo que nos rodea.
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