P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, uno de los letrados se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús le contestó: El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos. Le dijo el escriba: Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios. Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
Los rabinos fariseos en tiempo de Jesús enseñaban a la gente que
había que cumplir 613 mandamientos (248 preceptos y 365 prohibiciones). Un maestro
de la ley quiso saber a qué atenerse y fue a Jesús con la pregunta fundamental:
cuál es el mandamiento principal, que ha de regir al creyente. Jesús le
respondió como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y
recita cada mañana el “Schemá Israel”: Acuérdate, Israel, el Señor nuestro Dios
es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, con toda tu mente y con todas fuerzas”. Y añadió que el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Ambos
preceptos se encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b, respectivamente.
El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición a amarlo con todo el ser. El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre
la enorme cantidad de preceptos (613!), ritos y tradiciones que los fariseos
sacaban del libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.
El mandamiento del Levítico era éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Jesús dice: Ámense los unos a los otros como yo los he amado (Jn 15,11). Con ello, afirma una verdad indiscutible acerca de nuestra capacidad de amar: uno es capaz de amar a Dios y a sus semejantes si es amado y uno sólo puede amarse a sí mismo si ha sido objeto de amor. Más aún, la experiencia de sentirnos amados por Dios nos da la medida que debemos tener en el amor a los demás.
Ahora bien, nos cuesta entender y sentir que Dios nos ame de manera incondicional, gratuita y desinteresadamente, sin límite, sin restricción, sin depender de nuestros méritos o de nuestros defectos. No lo entendemos porque vemos demasiado amor interesado y de conquista, demasiada rivalidad y competencia, demasiado interés egoísta y lucrativo, demasiada agresividad y violencia en las relaciones entre las personas. Por eso, nos cuesta imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado. Pero hay algo que alcanza indefectiblemente a todo ser humano que viene a este mundo: Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a él personalmente con un amor fiel e incondicional y ese amor se lo ha manifestado en Jesús con tal claridad, que ya nada podrá separarlo de ese amor (Rom 8,35.39). Quien se acerca a Jesús siente el amor en su vida y siente que puede amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia personal.
En esto ha consistido la originalidad de Jesús: le preguntaron cuál es el mandamiento más importante, y él añadió un segundo, tan importante como el primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18). Puso a ambos preceptos en el mismo nivel, porque deben ir siempre unidos. Para Jesús no se puede llegar a Dios por un camino individual e intimista, olvidando al prójimo. Dios y el prójimo son inseparables. Además, Jesús no unió los dos mandamientos, sino que nos amó y enseñó a amarnos unos a otros con hechos y gestos concretos en el servicio desinteresado, en el hacer a los demás lo que queremos que nos hagan, en reconocer y respetar la dignidad de toda persona, en encontrarnos y reunirnos gozosamente, en compartir lo que tenemos, en ver como propia la necesidad ajena y procurar resolverla, en ejercitar el perdón, incluso cuando el otro se ha convertido en mi enemigo, y en estar dispuestos incluso a dar nuestra vida por los demás si fuere necesario. En suma, Jesús nos enseña a vivir aquí y ahora de una manera diferente: con mirada limpia, no de competidor sino de hermano. Y esto trae consigo la felicidad íntima de sentirnos verdaderamente hijos de Dios y hermanos; esto nos humaniza y nos hace a la vez participar de la vida de Dios, que es amor.
La respuesta que dio el escriba a Jesús revela el cambio profundo que Jesús trajo a la religión. Dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Entendió, pues, que el amor al prójimo está por encima de los actos que se realizaban en el templo. En ese tiempo, al igual que hoy, muchos creyentes pensaban que a Dios se llega a través de actos de culto, peregrinaciones, ofrendas para el templo, sacrificios costosos de animales... Sin embargo, la verdad es que para llegar a Dios hay que tener en cuenta al prójimo, preocuparse por los pobres y oprimidos, buscar una sociedad justa. El escriba ha comprendido cuál es el camino para ir a Dios.
Un texto de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz ilumina mucho la unidad de los dos mandamientos:
“Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen” … Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).)
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