domingo, 3 de noviembre de 2024

Homilía del Domingo XXXI del Tiempo Ordinario – El amor a Dios y al prójimo (Mc 12, 28b-34 )

Sagrado Corazón de Jesús, óleo sobre lienzo de Pompeyo Batoni (1760), capilla de la iglesia de Jesús, Roma

P. Carlos Cardó SJ

En aquel tiempo, uno de los letrados se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús le contestó: El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos. Le dijo el escriba: Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios. Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas. 

Los rabinos fariseos en tiempo de Jesús enseñaban a la gente que había que cumplir 613 mandamientos (248 preceptos y 365 prohibiciones). Un maestro de la ley quiso saber a qué atenerse y fue a Jesús con la pregunta fundamental: cuál es el mandamiento principal, que ha de regir al creyente. Jesús le respondió como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y recita cada mañana el “Schemá Israel”: Acuérdate, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas”. Y añadió que el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Ambos preceptos se encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b, respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición a amarlo con todo el ser.  El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre la enorme cantidad de preceptos (613!), ritos y tradiciones que los fariseos sacaban del libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.

El mandamiento del Levítico era éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Jesús dice: Ámense los unos a los otros como yo los he amado (Jn 15,11). Con ello, afirma una verdad indiscutible acerca de nuestra capacidad de amar: uno es capaz de amar a Dios y a sus semejantes si es amado y uno sólo puede amarse a sí mismo si ha sido objeto de amor. Más aún, la experiencia de sentirnos amados por Dios nos da la medida que debemos tener en el amor a los demás.

Ahora bien, nos cuesta entender y sentir que Dios nos ame de manera incondicional, gratuita y desinteresadamente, sin límite, sin restricción, sin depender de nuestros méritos o de nuestros defectos. No lo entendemos porque vemos demasiado amor interesado y de conquista, demasiada rivalidad y competencia, demasiado interés egoísta y lucrativo, demasiada agresividad y violencia en las relaciones entre las personas. Por eso, nos cuesta imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado. Pero hay algo que alcanza indefectiblemente a todo ser humano que viene a este mundo: Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a él personalmente con un amor fiel e incondicional y ese amor se lo ha manifestado en Jesús con tal claridad, que ya nada podrá separarlo de ese amor (Rom 8,35.39). Quien se acerca a Jesús siente el amor en su vida y siente que puede amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia personal.

En esto ha consistido la originalidad de Jesús: le preguntaron cuál es el mandamiento más importante, y él añadió un segundo, tan importante como el primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18). Puso a ambos preceptos en el mismo nivel, porque deben ir siempre unidos. Para Jesús no se puede llegar a Dios por un camino individual e intimista, olvidando al prójimo. Dios y el prójimo son inseparables. Además, Jesús no unió los dos mandamientos, sino que nos amó y enseñó a amarnos unos a otros con hechos y gestos concretos en el servicio desinteresado, en el hacer a los demás lo que queremos que nos hagan, en reconocer y respetar la dignidad de toda persona, en encontrarnos y reunirnos gozosamente, en compartir lo que tenemos, en ver como propia la necesidad ajena y procurar resolverla, en ejercitar el perdón, incluso cuando el otro se ha convertido en mi enemigo, y en estar dispuestos incluso a dar nuestra vida por los demás si fuere necesario. En suma, Jesús nos enseña a vivir aquí y ahora de una manera diferente: con mirada limpia, no de competidor sino de hermano. Y esto trae consigo la felicidad íntima de sentirnos verdaderamente hijos de Dios y hermanos; esto nos humaniza y nos hace a la vez participar de la vida de Dios, que es amor.

La respuesta que dio el escriba a Jesús revela el cambio profundo que Jesús trajo a la religión. Dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Entendió, pues, que el amor al prójimo está por encima de los actos que se realizaban en el templo. En ese tiempo, al igual que hoy, muchos creyentes pensaban que a Dios se llega a través de actos de culto, peregrinaciones, ofrendas para el templo, sacrificios costosos de animales... Sin embargo, la verdad es que para llegar a Dios hay que tener en cuenta al prójimo, preocuparse por los pobres y oprimidos, buscar una sociedad justa. El escriba ha comprendido cuál es el camino para ir a Dios.

Un texto de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz ilumina mucho la unidad de los dos mandamientos:

 “Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen” … Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).)

 

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