domingo, 24 de noviembre de 2024

Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario - Cristo Rey (Jn 18, 33-37)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo Rey, retablo en cerámica de Alfonso Chávez (1944), iglesia de Cristo Rey, Valencina de la Concepción, Sevilla, España

En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: "¿Eres tú el rey de los judíos?".
Jesús le contestó: "¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?".
Pilato replicó: "¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?".
Jesús le contestó: "Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí".
Pilato le dijo: "Conque, ¿tú eres rey?".
Jesús le contestó: "Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz." 

Según San Juan, Jesús demuestra ante Pilato esa autoridad que causaba tanta admiración a sus contemporáneos y que sólo de Dios le ponía venir. No responde directamente a las cuestiones que el gobernador romano le presenta, sino que expone el sentido de su autoridad real: su realeza no es como la de los emperadores romanos, de contenido simplemente político; ni la que esperaban los judíos, centrada en la soberanía de Israel sobre sus enemigos.

Jesús no es rey como los reyes de este mundo. Mi reino no es de este mundo, dice. Pero con ello no quiere decir que su influencia se limita únicamente al mundo interior de las personas, sino que su reinado funciona y tiene unos intereses diametralmente distintos a la idea que Pilato tiene de lo que es un rey. Jesús reina en el mundo transformándolo radicalmente en la verdad y la justicia, y reina también en las personas, cambiando los corazones. 

Ya desde el comienzo de su historia, Israel reconoció a Yahvé como el único rey y señor (cf Sal 93). Toda la esperanza de Israel se fue centrando con el correr de los siglos en una acción de Dios, que cumpliría el anhelado ideal de un sociedad justa y en paz. En los momentos más dramáticos de su historia, durante el exilio en Babilonia, por ejemplo, los profetas alentaron al pueblo con la esperanza del señorío de Dios que pondría fin a toda pobreza y tribulación (Zac 14,6-11.16s, cf. Sof 3,14s;). 

Y al final de la era del antiguo testamento, durante la dominación griega, los libros de Daniel, Sabiduría y Macabeos, presentarían el reinado de Dios como ruptura con la historia antigua de desgracias y el inicio de una nueva era con entrega de la soberanía al Israel redimido (Dan 2,44s; 7,13s). A partir de entonces, la idea del reino de Dios se llenó de contenidos nacionalistas y políticos (liberación del poder extranjero, juicio contra pecadores, venganza contra los paganos) y surgieron movimientos armados contra los invasores del país, enemigos de Dios. 

La venida del reino de Dios fue el tema principal de la predicación de Jesús. Lo presentó como una realidad futura, que hay que pedir (Lc 11,2 par) y como algo que ya estaba actuando en el presente, en su persona y en su obra (Lc 11,20/Mt 12,28: Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes; cf. Lc 20,23s; Mt 11,5s; Mc 2,19; Lc 10,18; Mc 3,27). Nadie había proclamado esto. 

Las acciones de Jesús en favor de los enfermos y necesitados son signos de la llegada del reino, que restaura la creación. No hay un derrumbamiento catastrófico de este mundo, sino una restauración de las relaciones de los hombres con el mundo, con el prójimo y con Dios (Mt 6,25-34 par; 5,45), algo que la acción humana por sí sola no puede lograr. Al reino hay que “recibirlo como un niño”, reconocerlo como el don y gracia por excelencia (Mc 10,15 par; Lc 15,11-32; Mt 20,1-15). 

Pero hay algo en la predicación y en la actitud de Jesús que es fundamental para entender el reino de Dios. Hace ver que esa realidad futura se abre paso como el amor y solicitud de Dios por los perdidos, los descarriados y los excluidos. Los judíos sabían bien que Dios perdona (Neh 9,17 – Ex 34,6s; Is 55,7; Sal 103) y que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta (Ez 18,23; 33,11-16), pero se había impuesto la idea de la venganza, y se creía en el castigo divino (cf. Is cap. 24, por ejemplo). Jesús ignora la venganza contra los pecadores y los gentiles, rechaza la división justos-pecadores porque todos son pecadores y pueden ser objeto de la misericordia de Dios (Lc 13,1-5; cf. 10,13 par; 11,29-32 par). La salvación es ofrecida a todos (Mt 8,11 par; Mt 5,43s par), la bondad de Dios irrumpe (Mc 10,18 par; Mt 7,9-11 par) y se extiende a todos, especialmente a los pobres (Lc 6,20s; 15; Mt 20,1-15). 

Jesús hizo presente esa bondad de Dios mediante su vida en favor de los demás (Lc 6,20 par; Mt 11,5 par; 25,31-45). La solicitud perdonadora de Dios para con los perdidos, se pone de manifiesto –para escándalo de muchos– en el gesto de Jesús de sentarse a la mesa con ellos como anticipo de la alegría del reino (Mc 2,15.17; Mt 11,19; Lc 7,36-50; 15,1s; 19,1-10). Esa bondad de Dios escandaliza a los piadosos, que hacían depender el perdón y salvación de acciones humanas previas (conversión, Ley) y se creían aparte de los pecadores. 

En la fiesta de Cristo Rey sentimos la invitación a acoger el don del amor que Dios nos ofrece para reinar en nuestros corazones. Sentimos también la llamada que él hace para colaborar en la construcción de su reino. Y sabemos -con el concilio Vaticano II- que “todo lo que contribuye a ordenar mejor la sociedad humana, interesa muchísimo al reino de Dios. El reino ya está presente en esta tierra, pero cuando el Señor vendrá entonces será consumado”.

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