P. Carlos Cardó SJ
Simeón con el Niño Jesús, óleo sobre lienzo de José de Ribera “El Españoleto” (1647), colección privada, España |
Asimismo, cuando llegó el día en que, de acuerdo a la Ley de Moisés, debían cumplir el rito de la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, tal como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También ofrecieron el sacrificio que ordena la Ley del Señor: una pareja de tórtolas o dos pichones.
Había entonces en Jerusalén un hombre muy piadoso y cumplidor a los ojos de Dios, llamado Simeón. Este hombre esperaba el día en que Dios atendiera a Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría antes de haber visto al Mesías del Señor. El Espíritu también lo llevó al Templo en aquel momento.
Como los padres traían al niño Jesús para cumplir con él lo que mandaba la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios con estas palabras: Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu servidor muera en paz como le has dicho. Porque mis ojos han visto a tu salvador, que has preparado y ofreces a todos los pueblos, luz que se revelará a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel.
Su padre y su madre estaban maravillados por todo lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Mira, este niño traerá a la gente de Israel ya sea caída o resurrección. Será una señal impugnada en cuanto se manifieste, mientras a ti misma una espada te atravesará el alma. Por este medio, sin embargo, saldrán a la luz los pensamientos íntimos de los hombres».
Había también una profetisa muy anciana, llamada Ana, hija de Fanuel de la tribu de Aser. No había conocido a otro hombre que a su primer marido, muerto después de siete años de matrimonio. Permaneció viuda, y tenía ya ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo día y noche al Señor con ayunos y oraciones. Llegó en aquel momento y también comenzó a alabar a Dios hablando del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.
Una vez que cumplieron todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se desarrollaba lleno de sabiduría, y la gracia de Dios permanecía con él.
En la fiesta de la Sagrada Familia, la liturgia nos propone el pasaje de la presentación del Niño Jesús en el templo y uno de los breves versículos con que Lucas sintetiza la llamada vida oculta de Jesús en Nazaret.
De aquellos treinta largos años vividos por Jesús con sus padres, los evangelios no nos dicen casi nada. El más elocuente, Lucas, proporciona unos cuantos datos elementales: que José y María siguieron con él las costumbres religiosas de la circuncisión y presentación en el templo, que iban cada año a Jerusalén por la fiesta de pascua y que cuando el niño cumplió doce años, se quedó en el templo sin que lo supieran sus padres. De todo lo que siguió después, apenas dos frases: el niño crecía en edad, sabiduría y gracia ante Dios y los hombres …y vivía sujeto a sus padres” (Lc 2, 39-40. 50-53). Aparte de esto sólo sabemos que sus paisanos lo conocían a él y a su padre el carpintero y que había parientes suyos mezclados entre sus discípulos o en la multitud que lo seguía.
A pesar de esta falta de información, queda claro que Jesús, como todo ser humano, tuvo que ser protegido y cuidado por una familia. Necesitó un hogar que lo sostuviera en la existencia, lo librara de los peligros que asechan a todo niño y a todo adolescente, lo adiestrara a valerse por sí mismo y le enseñara a incorporarse eficazmente en la vida de los humanos, de su cultura y de su sociedad. En su hogar de Nazaret, Jesús se nutrió, creció y maduró asimilando los valores de unos padres profundamente religiosos y enraizados en la cultura de su pueblo.
Es válido por tanto reflexionar sobre la familia teniendo como referente la familia de Jesús. La familia es como la tierra: engendra y nutre plantas sanas o raquíticas según la calidad de los nutrientes que posee. Es verdad que la familia no lo es todo, pero no se puede negar que a ella le corresponde una aportación decisiva en la construcción de la personalidad del ser humano. La familia marca nuestra fisonomía física, psíquica, cultural, social y religiosa. Nos abrimos a la vida y la vamos descubriendo a través de los ojos de nuestros padres y de nuestros hermanos; nos orientamos por lo que oímos y vemos en nuestra familia: por lo que se nos dice – ¡el hombre se forma por la palabra! –, nos relacionamos con los demás conforme a las relaciones que vivimos en nuestro hogar; forjamos nuestra seguridad personal, a partir de la seguridad que la familia nos brindó. Todo lo que vimos y oímos en los primeros años nos marcó para siempre. Por eso, es innegable que en el tejido de las relaciones familiares se lleva a cabo el proceso de formación de la conciencia, la asimilación de los valores, la capacidad de expresar y suscitar sentimientos y afectos humanos.
No es un lugar común decir que la familia está en crisis; es una realidad preocupante. Muchos piensan que el problema principal de la sociedad actual es la inseguridad, pero es innegable que la primera causante de inseguridad puede ser con frecuencia la propia familia. Además de ir en aumento el número de familias incompletas y de hijos nacidos fuera de matrimonio, las familias bien constituidas padecen un incesante bombardeo de mensajes que minan su unidad y consistencia. A la casa entran, violando controles y vigilancia, los mensajes directos o subliminales de la internet y de la TV: violencia, pornografía, frivolidad, relativismo moral e increencia. Se añade a esto la inseguridad económica de tantos grupos sociales: el desempleo, que genera desasosiego y obliga a muchos a emigrar, o la sobrecarga de trabajos que hace que los padres pasen la mayor parte del día fuera del hogar. Por estas y otras causas de orden moral y social, la familia puede ser la primera célula neurótica de la sociedad. La familia es el ámbito en el que es posible vivir las mayores alegrías y también los más duros sufrimientos y tribulaciones. Todos sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que el problema no está en la institución, en cuanto tal, sino en las personas que componen cada familia. Ellas son, en definitiva, las que preparan y abonan la tierra para que la frágil planta que es una persona crezca sana y segura. Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad (y esta es la condición sine qua non para que haya familia), se da el calor afectivo que propicia el diálogo, el espíritu de superación y, sobre todo, la fe.
La liturgia
de hoy nos ha hecho meditar, pues, en la Sagrada Familia como la célula social
básica que el Hijo de Dios necesitó para desarrollarse integralmente dentro del
tejido de relaciones que es la vida de hogar. José y María intervinieron
eficazmente en su formación, contribuyeron a la gracia poniendo todo de su
parte para plasmar y formar en el niño, adolescente, joven y adulto Jesús su
inconfundible modo de ser y de actuar, de orar y tratar a los demás. El día de
hoy es ocasión, pues, para pedir que mirando el ejemplo del hogar de Nazaret, nuestras
familias se consoliden como un ámbito eficaz para la formación de personas verdaderamente
creyentes, libres, responsable y seguras.
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