P. Carlos Cardó SJ
El nacimiento de Juan el Bautista, óleo sobre lienzo de Tintoretto
(1554), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia
Hubo en tiempo de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, del grupo de Abías, casado con una descendiente de Aarón, llamada Isabel. Ambos eran justos a los ojos de Dios, pues vivían irreprochablemente, cumpliendo los mandamientos y disposiciones del Señor. Pero no tenían hijos, porque Isabel era estéril y los dos, de avanzada edad. Un día en que le correspondía a su grupo desempeñar ante Dios los oficios sacerdotales, le tocó a Zacarías, según la costumbre de los sacerdotes, entrar al santuario del Señor para ofrecer el incienso, mientras todo el pueblo estaba afuera, en oración, a la hora de la incensación. Se le apareció entonces un ángel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y un gran temor se apoderó de él. Pero el ángel le dijo: "No temas, Zacarías, porque tu súplica ha sido escuchada. Isabel, tu mujer, te dará un hijo, a quien le pondrás el nombre de Juan. Tú te llenarás de alegría y regocijo, y otros muchos se alegrarán también de su nacimiento, pues él será grande a los ojos del Señor; no beberá vino ni licor y estará lleno del Espíritu Santo, ya desde el seno de su madre. Convertirá a muchos israelitas al Señor; irá delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacia sus hijos, dar a los rebeldes la cordura de los justos y prepararle así al Señor un pueblo dispuesto a recibirlo". Pero Zacarías replicó: "¿Cómo podré estar seguro de esto? Porque yo ya soy viejo y mi mujer también es de edad avanzada". El ángel le contestó: "Yo soy Gabriel, el que asiste delante de Dios. He sido enviado para hablar contigo y darte esta buena noticia. Ahora tú quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que todo esto suceda, por no haber creído en mis palabras, que se cumplirán a su debido tiempo". Mientras tanto, el pueblo estaba aguardando a Zacarías y se extrañaba que tardara tanto en el santuario. Al salir no pudo hablar y en esto conocieron que había tenido una visión en el santuario. Entonces trató de hacerse entender por señas y permaneció mudo. Al terminar los días de su ministerio, volvió a su casa. Poco después concibió Isabel, su mujer, y durante cinco meses no se dejó ver, pues decía: "Esto es obra del Señor. Por fin se dignó quitar el oprobio que pesaba sobre mí".
En la liturgia de Adviento sobresale la figura de Juan Bautista, nos enseña a prepararnos para la venida del Señor. Juan es prototipo de la persona bien dispuesta a acoger al Señor que viene. Deja su casa y se dedica a preparar en el desierto la pronta venida del Mesías, exhortando a la gente a cambiar de vida. Juan es una síntesis viviente del Antiguo Testamento, que en él culmina; manifiesta en su persona lo más característico del Israel fiel: la espera de la realización de las promesas de Dios en favor de su pueblo.
En la historia de la salvación, todo acontecimiento decisivo es iniciativa de Dios y toda figura significativa es objeto de una elección particular. Las madres de Isaac, de Sansón, de Samuel, eran mujeres estériles. Dios, autor de la vida, les hace concebir un hijo, porque lo destina a una misión en favor de su pueblo. Así ocurre con Juan: nace de Zacarías, sacerdote ya viejo, y de Isabel, también de edad avanzada. Nace de la fe que prestan a la promesa de Dios.
En Lucas, el anuncio del nacimiento de Juan es solemne. Se realiza en el marco litúrgico del templo. Su llegada no pasará desapercibida y muchos se gozarán en su nacimiento (Lc 1, 14); será un niño consagrado –un nazir de Dios– y, como lo prescribe el libro de los Números (6, 1), no beberá vino ni licor fermentado. El Espíritu habita en él desde el seno de su madre. A su vocación de asceta se unirá la de guía de su pueblo (Lc 1, 17). Precederá al Mesías, cumpliendo la función que el profeta Malaquías (3, 23) atribuía a Elías.
Su nombre es Juan (Lc 1,63). Su circuncisión muestra también la elección divina: nadie en su parentela lleva el nombre de Juan (Lc 1, 61), pero el Señor quiere que se le llame así, cambiando las costumbres. Dios es quien lo ha elegido, es él quien dirige todo. Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó, en las entrañas maternas y pronunció mi nombre (Is 49, 1). Dios nos conoce y ama aun antes de que nuestros ojos puedan contemplar las maravillas de la creación. Dios cuenta con nosotros y nos llama desde las raíces mismas de nuestra existencia, porque somos suyos.
Zacarías confirma, delante de los parientes maravillados, el nombre de su hijo escribiéndolo en una tablilla. El nombre significa Dios es favorable. Es favorable a su pueblo: quiere que el niño sea una bendición para todas las naciones. Es favorable a la humanidad: la conduce por el camino hacia la tierra en la que reinarán la paz y la justicia. Todo esto se inscribe en el nombre Juan.
Como María, Zacarías prorrumpe en un himno que es, a la vez, acción de gracias y descripción de la misión de Juan como precursor del Mesías. Juan Bautista es el signo de la irrupción de Dios en la historia de la humanidad como sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz. Su nacimiento permite intuir que el Señor visita a su pueblo para consolidar la alianza con él, como lo había prometido. Trae designios de bendición y de vida, de liberación, de santidad y justicia. El Precursor tiene por misión preparar su venida (Is 40, 3), dando a su pueblo el “conocimiento de la salvación”.
Bendito sea el Señor, Dios de Israel
porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo
por la boca de sus santos profetas.
Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian:
realizando la misericordia
que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán.
Para concedernos que, libres de temor,
arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.
Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos,
anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados.
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas
y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.
Este
poema, conocido tradicionalmente como Benedictus,
lo canta la Iglesia cada día al final de la oración de la mañana,
reavivando su acción de gracias por la salvación que Dios le ha dado y en
reconocimiento de la misión que le tocó desempeñar a Juan de mostrar al mundo “el
camino de la paz”.
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