P. Carlos Cardó SJ
La adoración de los pastores, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1650 – 1655), Museo Nacional del Prado, Madrid, España
Al principio ya existía la Palabra y la Palabra se dirigía a Dios, y la Palabra era Dios. Ésta al principio se dirigía a Dios. Todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe. En ella había vida, y la vida era la luz de los hombres; la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron. Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan, que vino como testigo, para dar testimonio de la luz, de modo que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino un testigo de la luz. La luz verdadera que ilumina a todo hombre estaba viniendo al mundo. En el mundo estaba, el mundo existió por ella, y el mundo no la reconoció. Vino a los suyos, y los suyos no la acogieron. Pero a los que la acogieron, a los que creen en ella, los hizo capaces de ser hijos de Dios: quienes no han nacido de la sangre ni del deseo de la carne, ni del deseo del varón, sino de Dios. La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Y nosotros contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de lealtad y fidelidad. Juan grita dando testimonio de él: Éste es aquél del que yo decía: El que viene detrás de mí, es más importante que yo, porque existía antes que yo. De su plenitud hemos recibido todos: una lealtad que responda a su lealtad. Pues la ley se promulgó por medio de Moisés, la lealtad y la fidelidad se realizaron por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, lo ha explicado.
Esto es lo que celebramos en la Navidad: un acontecimiento histórico, real, que sigue afectando profundamente nuestras personas, y no sólo nuestros sentimientos o nuestra admiración estética o nuestro gusto festivo…, porque toca a lo más íntimo de nuestro corazón y, sobre todo, porque ha pasado a ser parte de nuestra historia, dándole una característica especial a nuestra identidad. Celebramos el nacimiento del Niño, del Niño por excelencia y con mayúscula, sin el cual nuestra vida simplemente no tiene sentido; no seríamos lo que somos ni pensaríamos el futuro como lo pensamos. El mundo, la historia y nuestras propias vidas son ya otra cosa desde que Dios quiso nacer para nosotros en Belén y porque, al hacerlo, él comparte nuestro destino y lo asegura para toda la eternidad.
Dice San Juan que vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, pero a cuantos lo recibieron, a los que creyeron en él, les dio la capacidad de ser hijos de Dios. En efecto, se requiere la gracia de la fe para entender y aceptar la identidad del Niño que nace en Belén. Reconocer en él al Eterno que se ha hecho tiempo, al Hijo de Dios que se ha hecho hombre, al Creador, ley y razón universal, que ha tomado para sí carne humana, sin dejar de ser al mismo tiempo Verbo y Palabra divina con toda su gloria y el abismo insondable de su amor y poder infinitos, eso no nos lo puede revelar ni la carne ni la sangre, ni mortal alguno sobre la tierra (Mt 16, 17), sino Dios su Padre que está en los cielos.
Un antiguo
himno litúrgico canta la paradoja increíble de la grandeza del Salvador del
mundo que se descubre en la pequeñez de un recién nacido envuelto en pañales y
acostado en un pesebre:
Hoy ha nacido de la Virgen María
Aquel que mantiene en su mano el
universo.
Ha sido envuelto en pañales,
Aquel que por esencia es
invisible.
Siendo Dios, ha sido recostado en
un pesebre,
Aquel que ha afirmado sobre los
cielos su trono.
Que la inmensa majestad de Dios haya aparecido en la estrechez de este mundo maltrecho, que el Santo y feliz comparta las tristezas y lágrimas de esta tierra nuestra, que la Vida eterna asuma vida temporal para morir en la cruz… ¡y todo esto por mí!, esta es la verdad inabarcable, la belleza espléndida, la bondad más tierna y profunda que tiene para nosotros la Navidad.
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