P. Carlos Cardó SJ
En aquel momento los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: «¿Quién es el más grande en el Reino de los Cielos?».
Jesús llamó a un niñito, lo colocó en medio de los discípulos, y declaró: «En verdad les digo: si no cambian y no llegan a ser como niños, nunca entrarán en el Reino de los Cielos. El que se haga pequeño como este niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos. Y el que recibe en mi nombre a un niño como éste, a mí me recibe».
«Cuídense, no desprecien a ninguno de estos pequeños. Pues yo se lo digo: sus ángeles en el Cielo contemplan sin cesar la cara de mi Padre del Cielo. ¿Qué pasará, según ustedes, si un hombre tiene cien ovejas y una de ellas se extravía? ¿No dejará las noventa y nueve en los cerros para ir a buscar la extraviada? Y si logra encontrarla, yo les digo que ésta le dará más alegría que las noventa y nueve que no se extraviaron. Pasa lo mismo donde el Padre de ustedes, el Padre del Cielo: allá no quieren que se pierda ni tan sólo uno de estos pequeñitos».
Jesús establece con estas palabras el criterio que determina la
calidad de las personas en la comunidad. Uno se hace grande cuando se hace como
los niños. ¿Pero esto que significa? Para nosotros, niño significa ternura,
inocencia, sencillez, espontaneidad; para los griegos, los niños eran también
los siervos, los esclavos, los cautivos; y para los hebreos, el niño –al igual
que la madre– era propiedad del varón, no contaba, no tenía derechos propios.
Siempre y en todas partes, niño es el que tiene necesidad de todo y es lo que
los otros le hacen ser. Existe sólo si hay alguien que lo toma bajo su cuidado
y pertenencia.
Esto supuesto, lo que nos quiere decir es que en vez de andar en la
vida como “los grandes” que se satisfacen a sí mismos, creyendo no deber nada a
nadie ni tener necesidad de nadie, podemos renacer, volver a hacernos niños (Jn 3,1ss) para alcanzar nuestra
condición más auténtica, la propia del hijo que en su dependencia de Dios, su
Padre, halla su capacidad de crecimiento, libertad y autonomía.
Este adulto convertido en niño se siente acogido y acoge, sabe que
todo lo ha recibido por gracia y que debe dar gratis lo que gratis ha recibido.
Sabe que no se ha dado la vida a sí mismo y que puede perderla, sabe que puede
vivirla disfrutándola para sí solo o entregarla al servicio de los otros. Sabe,
en fin, que en todo momento puede abandonarse en brazos de su padre, porque el
resultado final no dependerá sólo de él sino de Dios.
Este abandono confiado en Dios, lo expresa gráficamente el Salmo
131: Señor, mi corazón no es soberbio ni mis
ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo
y modero mis deseos: como un niño en brazos de su madre. Con esta quietud
interior se desenvuelve en toda circunstancia de su vida.
No se trata ya de la primera infancia, sino de aquella que es
propia del adulto que ejercita su libertad. Es como inocencia recuperada. A
esta “infancia espiritual”, costosa en verdad, se refería Jesús cuando bendecía
a los niños y prometía el reino de los cielos, a los que se asemejan a ellos.
Son los que pueden tratar con Dios con entra confianza y llamarlo Abba, padre.
Así, pues, el hacerse niño no tiene nada que ver con el
infantilismo, fruto de una mala educación de los instintos, tendencias y
afectos. Infantil es el insatisfecho, que no hace más que buscar satisfacer su
ansia de ser acogido, nutrido, sostenido. Infantil es que se aferra a los demás
y a las cosas, exige, demanda y manipula; pero sin corresponder y, en
definitiva, sin poder valerse por sus propios medios. El niño del evangelio, en
cambio, tiene como modelo de inspiración la personalidad de Jesucristo, el
hombre libre.
Nos dice el evangelio, además, que Jesús se identifica con los
pequeños de este mundo.
(v.12-14). El buscar la oveja que se pierde, porque las otras 99
están bien, nos habla de la ternura de Dios-Padre, que siente y se duele de las
ovejas de su pueblo, maltratadas y abandonadas por sus pastores.
Dios, que reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno
de cariño, se realiza históricamente en Jesús, buen pastor de su pueblo y de la
humanidad. Se subraya el valor que tiene para Dios la vida de sus hijos y de
manera especial la cercanía y misericordia de Dios para con los perdidos. Asimismo,
al referirse al comportamiento propio de Dios, Jesús demuestra que hace bien al
buscar a los publicanos y pecadores, a los excluidos y perdidos de este mundo. Dios no quiere que se pierda ni uno solo.
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