viernes, 13 de agosto de 2021

Matrimonio (Mt 19, 3-12)

 P. Carlos Cardó SJ

Matrimonio, óleo sobre lienzo de Garry Melchers (1893), Instituto de Bellas Artes de Minneapolis, Minnesota, Estados Unidos

Se le acercaron unos fariseos, y lo pusieron a prueba con esta pregunta: «¿Está permitido a un hombre divorciarse de su mujer por cualquier motivo?».
Jesús respondió: «¿No han leído que el Creador al principio los hizo hombre y mujer y dijo: El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá con su mujer, y serán los dos una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».
Los fariseos le preguntaron: «Entonces, ¿por qué Moisés ordenó que se firme un certificado en el caso de divorciarse?».
Jesús contestó: «Moisés vio lo tercos que eran ustedes, y por eso les permitió despedir a sus mujeres, pero al principio no fue así. Yo les digo: el que se divorcia de su mujer, fuera del caso de infidelidad, y se casa con otra, comete adulterio».
Los discípulos le dijeron: «Si ésa es la condición del hombre que tiene mujer, es mejor no casarse».
Jesús les contestó: «No todos pueden captar lo que acaban de decir, sino aquellos que han recibido este don. Hay hombres que han nacido incapacitados para el sexo. H
ay otros, castrados por los hombres. Hay otros todavía, que se hicieron tales por el Reino de los Cielos. ¡Entienda el que pueda!».

Para la antropología cristiana, la sexualidad humana no es un simple instinto de conservación de la especie ni una pulsión que tiende únicamente a la consecución de un placer. La sexualidad es el campo de la realización de la persona, en la que ésta, como hombre o mujer, expresa y realiza su ser social, llamado a establecer una relación de amor y mutua pertenencia, que los hace capaces de desear y sostener juntos una vida estructurada.

En la unión del hombre y de la mujer se afirma la destinación del ser humano a desarrollar su existencia en el encuentro y la relación, no en la soledad y el aislamiento. Por eso, cuando un hombre y una mujer deciden unirse para siempre, el amor de entrega y de servicio mutuo se les abre como la verdad y el sentido de sus vidas. Porque cuando nos unimos, somos libres; cuando nos acogemos, somos más dueños de nosotros mismos, más humanos.

Los fariseos le preguntan a Jesús sobre la licitud del divorcio que Moisés permitió para el caso del hombre a quien su mujer dejara de gustarle por haber encontrado en ella algo vergonzoso, a condición de que se le diera a la mujer un documento que le permitiera volver  casarse. La respuesta que da Jesús a esta cuestión va dirigida de manera mucho más amplia al ordenamiento de la sexualidad humana. Lo hace con dos argumentos.

En primer lugar dice que Moisés permitió el divorcio por la “dureza del corazón” del pueblo, que impedía comprender el plan divino y sus preceptos. Jesús critica la actitud de querer quedarse en lo que señala la ley y no aspirar a niveles más altos de obediencia a Dios. En segundo lugar, apela a lo que dice el libro del Génesis, que es anterior y de mayor autoridad que la norma mosaica que vino después y es de menor autoridad. Lo que Dios quiso al principio era que el hombre y la mujer se unieran tan íntimamente que formaran una sola carne, expresión hebrea para decir: un solo ser. El repudiar a la esposa fue un añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador y que surgió en Israel por conveniencias humanas egoístas.

Jesús aparece, pues, como garante de la estabilidad de la pareja y de la igualdad del hombre y de la mujer. Ambos están llamados a formar una sola carne, una  peculiar “unidad de los dos”, que manteniéndolos libres, autónomos y diferentes, los hace pertenecerse el uno al otro y vivir una existencia hecha de entrega de sí mismos y mutua aceptación. La conclusión: que ninguna autoridad humana separe lo que Dios ha unido, se deduce de la razón anterior.

La respuesta de Jesús, además, mira a la comunidad. El separarse y casarse con otro lo equipara con el adulterio. Los discípulos le replicaron: Así, mejor es no casarse. Y él añadió: No todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede. De modo que los discípulos deben entender que el Señor no los abandona y que lo aparentemente imposible Dios lo hace posible dando su gracia, que eleva y capacita al amor humano.

Esto supuesto, es evidente que existe el riesgo de la ruptura y que el matrimonio puede naufragar porque la persona puede manifestar incapacidad para amar así. Por eso, el amor, que es fuente de todo buen deseo y causa de las mayores alegrías, puede ser también origen de los mayores temores y sufrimientos.

Pero la conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa… Con mentalidad divorcista no se puede contraer matrimonio válido. Casarse pensando en mantenerse unidos mientras se quieran, es partir de una idea del amor muy diferente a la del amor cristiano, del que dice Pablo que no pasa nunca, porque perdona y se rehace (1Cor 13, 7-8).

No se puede considerar como lo “normal” un amor que deja abierta la puerta a abandonos y rupturas, variables y sucedáneos. En el fondo de esto late una mentalidad pesimista y amargada que desconfía de la capacidad de la persona para rehacerse y no cree en compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad ignora la fuerza de la gracia y por eso se ve la indisolubilidad como una dura ley. Pero no es ley sino evangelio: la buena noticia de que la gracia de Dios es capaz de transformar el egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo que, a falta de lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta verdaderamente y no desespera jamás.

Por eso, no basta con proclamar la prohibición del divorcio; sin formación eso no conduce a nada. Es urgente dar a los jóvenes una formación que los capacite para la admiración de la belleza y para sostener con fortaleza las condiciones necesarias de la unión matrimonial en una sociedad fragmentada que tiende a desunir. La formación para el manejo de los sentimientos, que capacita para asumir frustraciones, es parte esencial de la educación del adulto.

La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor. Sería infiel. No nos puede recortar el horizonte de la generosidad. Por eso, ella anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y de darle a este mundo roto el testimonio de un amor capaz de superar las crisis. 

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