P. Carlos Cardó SJ
Escuchen también esto. Un hombre estaba a punto de partir a tierras lejanas, y reunió a sus servidores para confiarles todas sus pertenencias. Al primero le dio cinco talentos de oro, a otro le dio dos, y al tercero solamente uno, a cada cual según su capacidad. Después se marchó. El que recibió cinco talentos negoció en seguida con el dinero y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo otro tanto, y ganó otros dos. Pero el que recibió uno cavó un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su patrón. Después de mucho tiempo, vino el señor de esos servidores, y les pidió cuentas. El que había recibido cinco talentos le presentó otros cinco más, diciéndole: «Señor, tú me entregaste cinco talentos, pero aquí están otros cinco más que gané con ellos». El patrón le contestó: «Muy bien, servidor bueno y honrado; ya que has sido fiel en lo poco, yo te voy a confiar mucho más. Ven a compartir la alegría de tu patrón». Vino después el que recibió dos, y dijo: «Señor, tú me entregaste dos talentos, pero aquí tienes otros dos más que gané con ellos». El patrón le dijo: «Muy bien, servidor bueno y honrado; ya que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré mucho más. Ven a compartir la alegría de tu patrón». Por último vino el que había recibido un solo talento y dijo: «Señor, yo sabía que eres un hombre exigente, que cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has invertido. Por eso yo tuve miedo y escondí en la tierra tu dinero. Aquí tienes lo que es tuyo». Pero su patrón le contestó: «¡Servidor malo y perezooso! Si sabías que cosecho donde no he sembrado y recojo donde no he invertido, debías haber colocado mi dinero en el banco. A mi regreso yo lo habría recuperado con los intereses. Quítenle, pues, el talento y entréguenselo al que tiene diez. Porque al que produce se le dará y tendrá en abundancia, pero al que no produce se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese servidor inútil, échenlo a la oscuridad de afuera: allí será el llorar y el rechinar de dientes».
El
señor que reparte sus bienes y se va a un país lejano es Jesucristo que,
después de morir en la cruz y resucitar, se ausenta visiblemente de nuestro
mundo y algún día, no sabemos cuándo, volverá para establecer su reinado.
Se sabe que en la época de Jesús el talento, de oro o de plata, era
una medida de peso que variaba, según los países, entre 26 y 36 kilos. En la
parábola parece que alude a la medida de los dones y habilidades que Dios
otorga a cada uno de sus hijos e hijas para que los trabajen y no los dejen
improductivos. Lo que soy y lo que tengo lo he recibido de Él y, en la lógica
del evangelio, lo tengo que poner al servicio de Dios y de los prójimos, especialmente
de los que me necesitan, porque en eso consiste la ganancia que puedo obtener
de los talentos recibidos.
Cada
uno tiene su propio don, diferente al de los otros, conforme a las diferentes misiones
y responsabilidades que hay en la comunidad. No hay razón, por tanto, para la
vanagloria. ¿Quién te hace superior a los
demás? ¿Qué tienes que no hayas recibido?,
pregunta San Pablo a los corintios (1 Cor 4,7), que se habían dividido a causa de los diferentes
carismas y habilidades que había en la comunidad.
Hay
que aceptar, pues, que la diversidad es un hecho natural, con el que se ha de
contar. No sirve solamente para marcar las diferencias y señalar los límites
–lo que yo puedo o no puedo y lo que los otros pueden o no pueden– sino que
establece más bien el espacio para las relaciones mutuas de comunicación, de
intercambio, de solidaridad. Cuando no se ve así, la diversidad genera envidias
y rivalidades, conflicto y violencia, como ocurre tantas veces desde Caín.
La parábola nos dice que el don hay que hacerlo producir, pero
esto hay que entenderlo bien. No se trata simplemente de hacer más y más cosas;
ni se trata tampoco de actuar conforme a los valores económicos de la competitividad,
rendimiento y productividad. De lo que se trata es de fructificar conforme a
las capacidades recibidas, no por sumisión a una ley ni simplemente por el
deber ser y la voluntad de poder, sino por el amor a Dios y a los hermanos,
como imitación del amor de Dios.
Lo que importa, según el evangelio, es la entrega de uno mismo, el
amor que uno pone en lo que hace, sea grande o pequeño. Lo que hagas, conforme
a los talentos que has recibido, nunca será pequeño a los ojos de Dios. Lo
importante no es la cantidad sino la actitud con que uno da de lo que tiene,
consciente de que todo lo ha recibido. De modo que no debes desalentarte si lo
que has hecho ha estado lleno de amor y gratitud. Eso es lo que cuenta ante
Dios. Por eso la recompensa será igual para todos, para los que recibieron
cinco talentos, como para los que recibieron dos.
¿Quién
es ese empleado que recibió un talento y lo escondió bajo tierra sin hacerlo
producir? El que sabe el bien que hay que hacer y no lo hace, comete pecado, según el apóstol Santiago (Sant 4,17). El
que había recibido un talento se alejó –dice el texto– y lo escondió. Se aleja
de sí y de los demás. Actúa por el miedo, resultado de la falsa idea que se ha
formado de su Señor. No reconoce el don del Señor, por eso no se mueve a dar de
sí. Su relación con Dios es contable, mercantil, no libre, no de hijo, sino de
rival. Se mueve como Adán, que se esconde de un Dios malo y se aleja hasta
acabar en la muerte. Quien ama su vida la
echa a perder (Mt 16,25). Quien no da ni comparte lo recibido, lo echa a
perder. Quien responde con gratitud y generosidad a tanto bien, se enriquece
más y da más. Experimenta la verdad de las palabras de Jesús: Hay más felicidad en dar que en recibir
(Hech 20,35).
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