P. Carlos Cardó SJ
Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!".María dijo entonces:"Proclama mi alma la grandeza del Señor,y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador,porque se fijó en su humilde esclava,y desde ahora todas las generaciones me dirán feliz.El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!Muestra su misericordia siglo tras sigloa todos aquellos que viven en su presencia.Dio un golpe con todo su poder: deshizo a los soberbios y sus planes.Derribó a los poderosos de sus tronos, y exaltó a los humildes.Colmó de bienes a los hambrientos,y despidió a los ricos con las manos vacías.Socorrió a Israel, su siervo; se acordó de su misericordia,como lo había prometido a nuestros padres,a Abraham y a sus descendientes para siempre".María se quedó unos tres meses con Isabel, y después volvió a su casa.
Celebramos hoy la Asunción de María nuestra Madre: su
participación en la victoria de su Hijo Resucitado. La certeza que el pueblo
fiel tiene de la gloria de María, la expresó el dogma de su Asunción,
proclamado por Pío XII. Confesamos que María ha sido ya glorificada. Y por eso,
así como Cristo por su resurrección mantiene entre nosotros su presencia
poderosa y eficaz, otro tanto podemos decir de la gloria de María y su
«asunción a los cielos». “Asunta” en Dios, está más presente en el mundo y más cercana
a nosotros que ninguna otra mujer. Por eso, no sólo pensamos en ella, sino que
la invocamos. Ella intercede y nos acompaña.
Para describir la belleza de María, la liturgia de la misa de hoy
le aplica las palabras del Apocalipsis: “Apareció
una figura portentosa en el cielo: Una mujer vestida de sol, la luna por
pedestal, coronada con doce estrellas”. Estas imágenes no deben hacernos
temer a nuestra Madre del cielo. Su extraordinaria santidad y su gloria celeste
no la alejan de nosotros. María sigue siendo la humilde jovencita de Nazaret,
la madre amorosa que envuelve a su pequeño Niño en pañales y lo recuesta en un
pesebre, la mujer perseguida que tiene que emigrar al país extranjero de Egipto,
la esposa fiel que vive su entrega a Dios en el silencio de Nazaret, junto a
José y a Jesús, dispuesta siempre a ayudar a los demás, la mujer fuerte que
acompaña el camino doloroso de su Hijo Jesús, aun no comprendiendo las cosas,
aceptando con él la voluntad de Dios.
San Pablo (1 Cor 15, 20-27)
afirma que la resurrección de Jesús es el fundamento de nuestra fe, señala que
el triunfo de Jesús anuncia el retorno de todos los hombres a la vida. Con la
proclamación de la Asunción de María, la Iglesia nos recuerda que también nosotros
estamos llamados a ello. Todos los que en Cristo han muerto pertenecen a una
sola familia, la Iglesia. Y todos los que viven en Dios están unidos con
nosotros. En esta unión le corresponde a María un puesto particular.
El Evangelio nos habla de la visita de María a su pariente Isabel.
Atenta a la señal ofrecida por el ángel en su anunciación, María sale de
Nazaret de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que
necesita una mujer encinta, y para compartir con ella la alegría que cada una,
a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó de gozo el niño que
llevaba en su seno, se sintió llena del Espíritu Santo y exclamó: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto
de tu vientre”. Es el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia
(como Yael y Judit, de las que hablan los libros de los Jueces, c.24, y de
Judit, c.13) que vencieron al enemigo de su pueblo. María, con su obediencia a
la Palabra, aniquila y vence al enemigo de la humanidad. Ella lleva en su vientre
el fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente (Gen 3). En ella toda la creación se
torna bendición y vida.
Isabel comprende que María lleva ya en su seno al Señor, y añade: “¿Quién soy yo para que me visite la madre
de mi Señor? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi
seno. ¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se
cumplirá”. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la
función excepcional que le tocó cumplir en el plan de salvación. “Porque, si la
maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad
divina”. María es la creyente, la que escucha la palabra de Dios y la cumple. Por
eso, la llena de gracia, Madre del Señor, es también Madre y figura de la
Iglesia, comunidad de los creyentes.
Cuando Isabel termina sus alabanzas, María dirige la mirada a su propia
pequeñez, fija luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entona su cántico
de alabanza. En la línea espiritual de los salmos, con el estilo poético de su
pueblo, María responde a lo que Dios -el Santo, el todopoderoso,
el misericordioso- ha
hecho con ella eligiéndola como madre del Salvador.
Con su canto, María nos ayuda a descubrir el sentido de nuestra
vida y agradecer los beneficios recibidos. En su canto laten los corazones que
saben escuchar a su Dios y reconocen su acción. Es un himno personal y a la vez
universal, cósmico. En María la humanidad y la creación entera cantan la
fidelidad del amor de Dios. Es un canto que sintetiza la historia de la
salvación, contemplada del lado de los pobres y sencillos, que sienten a Dios a
su favor.
Esta fe de María nos lleva a confirmarnos en nuestra opción por
los pobres y por los que sufren. Con Israel, María no duda en alabar a Dios por
sus preferencias, porque “dispersa a los
soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los
humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”.
«La gracia que inundó el alma de María cuando el Creador la llamó
a la existencia sigue siendo hoy una realidad indestructible. La humildad de
María, la belleza de su espíritu, su entrega total a Dios, en una palabra, todo
aquello que llenaba su alma y que la llevaba a decir: “He aquí la esclava del Señor”, todo eso es un “presente” …, todo
eso es ahora vida eterna, sumergida en el océano de la vida divina, cuya
sinfonía resuena en un eterno “hoy”. Santa
María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora, y en la hora de
nuestra muerte, para que podamos entrar en la eternidad en la que estás y que
hoy nosotros celebramos en la fiesta de tu Asunción» (Karl Rahner).
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