P. Carlos Cardó SJ
Cuando los fariseos supieron que Jesús había hecho callar a los saduceos, se juntaron en torno a él.
Uno de ellos, que era maestro de la Ley, trató de ponerlo a prueba con esta pregunta: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley?».
Jesús le dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el gran mandamiento, el primero. Pero hay otro muy parecido: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Toda la Ley y los Profetas se fundamentan en estos dos mandamientos».
Los fariseos plantean a Jesús una pregunta fundamental sobre la fe:
cuál es el mandamiento principal, por el que ha de regirse el verdadero
creyente. Jesús responde con el credo que todo buen israelita debe recitar cada
día, el llamado “Shemá Israel”: Escucha
Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas.
Y añade a continuación que el segundo mandamiento es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Ambos
mandamientos estaban en la Escritura. El primero en el Deuteronomio 6,4-9 y el segundo en el Levítico 19,18b.
El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición del hombre a amarlo con todo su ser, como lo más
decisivo de la fe. El segundo, sobre el amor
al prójimo, había quedado medio enterrado bajo la enorme
cantidad de deberes, ritos, purificaciones, prohibiciones y castigos que contiene
el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.
Se podría pensar que el más
importante de estos dos amores es el primero porque Dios es lo primero y porque
sin referencia a Él, de quien nos viene todo, no podemos hacer nada. Pero San
Juan dice en su 1ª Carta (4,20) que quien
no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve, es
decir, que el amor a Dios pasa necesariamente por el amor a los demás. Y San Pablo
es aún más tajante: Todo mandamiento
queda contenido en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom
13,9). Y añade que la ley entera queda
cumplida con este único mandamiento: amarás al prójimo como a ti mismo (Gal
5,14). Por último, el mismo Jesús dejó en su última cena un único mandamiento: Ámense los unos a los otros (Jn 15,17).
Los dos mandamientos son
semejantes entre sí, más aún, son una misma realidad vista en sus dos
dimensiones inseparables y recíprocas, que no se dan la una sin la otra. Jesús
subrayó esta unidad y la originalidad suya consistió en hacernos ver que en Él,
Hijo de Dios hecho prójimo nuestro, se unen el amor a Dios y el amor al prójimo
en una unidad perfecta, hasta convertirse en uno solo. El amor es uno solo: el
de Dios que se nos ha revelado, nos ha salvado en su Hijo Jesucristo, ha sido infundido
en nuestros corazones por el Espíritu Santo y nos hace capaces de amarnos los
unos a los otros.
El amor procede de Dios y hay que acogerlo y cuidarlo con esmero. Es
lo más fuerte que hay y a la vez lo más vulnerable, porque siempre se puede
abusar de él. Pero a quien permanece fiel al amor recibido se le concede poder
cumplir el mandamiento del Señor: Ámense
unos a otros como yo los he amado (Jn 13, 34). De este amor dice San Pablo
que es paciente y bondadoso; no tiene
envidia, no es jactancioso ni arrogante; no se porta indecorosamente; no es
egoísta, no se irrita, no lleva cuenta del mal; no se alegra de la injusticia,
sino que se alegra con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera,
todo lo soporta. El amor no pasa nunca (1 Cor 13, 4-8).
Cuando este amor mueve a la persona, ella no puede dejar de hacer
lo que le pide, pero lo siente como una exigencia distinta, que no le viene impuesta
desde el exterior, sino que le nace de dentro. Así, el amor le moviliza no sólo
el corazón y los sentimientos, ni solo la mente y el pensamiento, sino la vida
entera. Se demuestra más en obras que en palabras y lleva a dar y comunicar lo
que uno es y lo que uno tiene. Es deseo y búsqueda del bien del otro, es
alabanza, respeto y servicio del otro como a uno mismo. Se ama al otro tal como
es y se procura promoverlo.
Nadie
puede quedar excluido del amor. Dios ama a todos porque es Padre de todos. Por
eso, lo característico del amor cristiano es que no sólo abraza a los que están
vinculados por parentesco, amistad, mutua atracción o afinidad de intereses. Toda
persona es ese prójimo, a quien debo amar como a mí mismo. Debo, pues,
aproximarme a él (aprojimarme),
hacerlo mi prójimo con mi atención y servicio, porque al encontrarlo a él me
encuentro y sirvo a Dios.
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