P. Carlos Cardó SJ
Cuando volvieron donde estaba la gente, se acercó un hombre a Jesús y se arrodilló ante él. Le dijo: «Señor, ten piedad de mi hijo, que es epiléptico y su estado es lastimoso. A menudo se nos cae al fuego, y otras veces al agua. Lo he llevado a tus discípulos, pero no han podido curarlo». Jesús respondió: «¡Qué generación tan incrédula y malvada! ¿Hasta cuándo estaré entre ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganmelo acá».
En seguida Jesús dio una orden al demonio, que salió, y desde ese momento el niño quedó sano. Entonces los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron en privado: «¿Por qué nosotros no pudimos echar a ese demonio?».
Jesús les dijo: «Porque ustedes tienen poca fe. En verdad les digo: si tuvieran fe, del tamaño de un granito de mostaza, le dirían a este cerro: Quítate de ahí y ponte más allá, y el cerro obedecería. Nada sería imposible para ustedes».
Se trata de un texto didáctico que tiene por tema central la fe. Por
esta razón el relato se centra en la contraposición entre la falta de fe y la
fe que todo lo puede. Jesús enfrenta y vence al mal en su causa y en toda su
proyección hasta su último reducto, que es la muerte. El niño epiléptico es
presentado como muerto o en riesgo de serlo.
El texto de Mateo, más sobrio en los detalles de la redacción que el
de Marcos y Lucas, refleja la inquietud de la primitiva Iglesia por saber cómo
va a poder continuar la obra del Señor y concretamente cómo va a enfrentar y
vencer el mal del mundo. La impotencia de los discípulos expresa la misma
sensación de aquella comunidad. La Iglesia, mediante la fe y la escucha de la
Palabra, se hace capaz para enfrentar y vencer el mal como Jesús. Identificada
con el padre del niño enfermo, implora fervientemente al Señor la salud y vida de
sus hijos.
Se trata de un niño que padece una enfermedad incomprensible; en
el original griego del evangelio su padre dice a Jesús: Ten misericordia de él porque es lunático. Cabe recordar que
antiguamente se vinculaba la epilepsia a las fases de la luna y que cierto tipo
de enfermedades eran atribuidas a influjo de espíritus malos. El hecho es que
el padre ve a su hijo en riesgo de ser destruido por el fuego o el agua,
poderes de muerte, contra los cuales muchas veces no se puede hacer nada.
El padre refuerza su petición refiriéndose a la incapacidad de los
discípulos para curar a su hijo. Esto hace reaccionar a Jesús de manera
discordante porque no responde directamente al ruego del padre, ni al intento
fallido de los discípulos, sino a la falta de fe del pueblo, en general, al que
designa como esta generación incrédula y
perversa, como lo llamó Dios cuando Moisés intercedió en favor de los
israelitas rebeldes: ¿Hasta cuándo tendré
que soportar a esta generación malvada que murmura contra mí? (Num 14, 27;
cf. Dt 32, 5).
A continuación, el evangelista hace constar la curación del niño
de manera sumamente escueta, aludiendo sólo ahora al demonio. Jesús ordenó salir al demonio y éste salió
del muchacho, que sanó en el acto. Pero aunque el relato en sí del milagro
sea tan escueto, queda claro que enfermedades como la epilepsia y, de manera
general, todo aquello que desfigura o deteriora a la persona humana no puede
ser querido por Dios, y rompe la imagen del ser humano diseñada por su Creador,
por lo cual Jesús combate contra los males y los vence con su poder.
Los discípulos habían recibido de Jesús este poder, pero no han
sabido cómo ejercitarlo. El grupo entra
en crisis. Con una mezcla de decepción y extrañeza se dirigen a Jesús: ¿Por qué no pudimos expulsarlo?
También nosotros nos preguntamos algo similar en muchas
circunstancias: ¿Por qué no logramos vencer una tendencia o una mala costumbre?,
¿por qué no conseguimos cambiar un conflicto familiar que se alarga en el
tiempo?, ¿por qué no logramos superar situaciones o condiciones sociales o económicas
del país que oprimen a la gente y quitan calidad a sus vidas?
La respuesta de Jesús es categórica: Porque tienen poca fe. Contra grandes males, se requiere gran fe.
Lo primero por tanto habrá de ser asumir la propia debilidad y aprender a
confiar. La fe hace ver las dificultades como desafíos y las crisis como
oportunidades, recordando lo que Pablo decía cuando pensaba en sus propias
flaquezas: cuando soy débil, entonces soy
fuerte (2 Cor 12, 10).
La fe impulsa a poner los medios a nuestro alcance, pero recurriendo
al mismo tiempo a la oración y confiando siempre en el poder ilimitado de
Jesús. Es la paradoja de la fe que parte del reconocimiento de la propia
debilidad y al mismo tiempo capacita para alcanzar aquello que uno no podría
pensar, como dice Jesús en el evangelio de Juan: Les aseguro que el que cree en mí, hará también las obras que yo hago e
incluso otras mayores, porque yo me voy al Padre (Jn 14, 12).
Para infundir esta confianza en sus discípulos, Jesús pronuncia la
frase sobre la fe que traslada montañas. Para no caer en literalismo, hay que
reconocer que es una hipérbole judía que equivale a «hacer lo imposible». Pero
no cabe duda que remar mar adentro, atreverse a remover lo que parece
inamovible, tener el coraje de intentar lo que parece improbable, eso es
justamente lo propio de la fe, sin la cual no podremos hacer que la vida
triunfe en nuestra sociedad.
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