lunes, 29 de enero de 2018

Los endemoniados de Gerasa (Mc 5, 1-20)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús arroja un demonio, grabado de Matthaüs Merian el Viejo (1625-30),  para su "Iconum Biblicarum"
Llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos. Apenas Jesús desembarcó, le salió al encuentro desde el cementerio un hombre poseído por un espíritu impuro. Él habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas.  Muchas veces lo habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo. Día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras. Al ver de lejos a Jesús, vino corriendo a postrarse ante él, gritando con fuerza: ¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo? ¡Te conjuro por Dios, no me atormentes!". Porque Jesús le había dicho: "¡Sal de este hombre, espíritu impuro!". Después le preguntó: "¿Cuál es tu nombre?". El respondió: "Mi nombre es Legión, porque somos muchos". Y le rogaba con insistencia que no lo expulsara de aquella región. Había allí una gran piara de cerdos que estaba paciendo en la montaña. Los espíritus impuros suplicaron a Jesús: "Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos". El se los permitió. Entonces los espíritus impuros salieron de aquel hombre, entraron en los cerdos, y desde lo alto del acantilado, toda la piara -unos dos mil animales- se precipitó al mar y se ahogó. Los cuidadores huyeron y difundieron la noticia en la ciudad y en los poblados. La gente fue a ver qué había sucedido. Cuando llegaron donde estaba Jesús, vieron sentado, vestido y en su sano juicio, al que había estado poseído por aquella Legión, y se llenaron de temor. Los testigos del hecho les contaron lo que había sucedido con el endemoniado y con los cerdos.  Entonces empezaron a pedir a Jesús que se alejara de su territorio. En el momento de embarcarse, el hombre que había estado endemoniado le pidió que lo dejara quedarse con él. Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: "Vete a tu casa con tu familia, y anúnciales todo lo que el Señor hizo contigo al compadecerse de ti". El hombre se fue y comenzó a proclamar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho por él, y todos quedaban admirados.
La escena se desarrolla en Gerasa, una ciudad de la Decápolis pagana, lugar donde no se conoce a Dios y el mal actúa libremente. El mensaje del texto será que aun en lugares como ese la acción salvadora de Cristo obtiene victoria. Jesús destruye de raíz el mal y disipa nuestros miedos porque ha vencido al príncipe de este mundo, que tenía el poder de la muerte.
Le salió al encuentro un endemoniado. Fue hacia él, no esperó a que lo llamara. Seguramente ha oído que libera a aquellos a quienes el espíritu del mal esclaviza, separándolos de Dios (porque es espíritu de esclavitud), de los demás (porque es espíritu de violencia y división, el demonio, en la Biblia, es el que divide), y de su yo auténtico (porque enajena, es espíritu de mentira). Este pobre desgraciado viene del cementerio donde habita, es decir, sale del lugar de la muerte, busca la vida.
Simboliza a todos aquellos que viven sometidos a fuerzas o poderes hostiles a Dios, “poseídos” por realidades de este mundo que se les han vuelto verdaderos ídolos a los que se someten (cf. 1 Cor 8,5), esperando conseguir con ellos seguridad y felicidad pero se esclavizan y deshumanizan.
Llama la atención el contraste tan marcado que se da entre la primera actitud del endemoniado: se postró ante él, y el grito que da a continuación: ¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo? No me atormentes. La explicación la da el mismo texto: Es que Jesús le estaba diciendo: Espíritu inmundo sal de este hombre.
Hay, pues, una inconsecuencia en el endemoniado. Ha buscado a Jesús, pero la irracionalidad del espíritu que lo posee le impide hacer lo que podría liberarlo. Tendría que dejar la violencia y la mentira a la que vive sometido, pero le resulta una tortura, se siente incapaz.
Nada, absolutamente nada en común hay entre Cristo y el mal. No hay lugar para componendas. Pero el endemoniado se contenta con que no lo echen fuera de esa región. El nombre que se da –Legión– sugiere la idea de que se trata de una colectividad, incluso quizá representa a todos aquellos que, víctimas de cualesquiera demonios, viven una vida deshumanizada y no ponen los medios para dejarla. Reconocen que su vida les hace vivir angustias de muerte, pero no dan el paso a la victoria final que Cristo les ofrece. Prefieren suplicarle: Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos.    
Se subraya la condición de vencido de Satán. Los demonios rogaban a Jesús. Y al mismo tiempo se señala que los puercos, animales impuros, inmundos, eran digna morada para ellos. Jesús les permitió entrar en ellos, pero queda claro que el destino último de esas fuerzas del mal es el abismo: los cerdos se lanzaron al lago desde el barranco… y se ahogaron.
A continuación ocurre algo sorprendente: mientras los demonios suplican a Jesús que no los saque de aquel lugar y que los deje en los cerdos, los gerasenos fueron donde Jesús y comenzaron a suplicarle que se alejara de su territorio. La presencia de Jesús trae cambios en la vida que pueden contradecir los propios intereses. Entonces se le puede decir a Jesús como los gerasenos: mejor vete, déjanos tranquilos.
Las curaciones, en particular las expulsiones de demonios, son signos del poder de Dios en Jesús sobre todas las fuerzas del mal que trastornan el orden de su creación y dañan a sus criaturas. Por eso son signos de la presencia de su reino. Si expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mc 3). 
Estas acciones de Jesús se nos confían. Designó a Doce, a los que llamó apóstoles, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios (Mc 3,15). Como Iglesia, todos debemos contribuir en la medida de nuestras posibilidades a exorcizar los demonios que en nuestra sociedad atentan contra la integridad de las personas, recortan su libertad, afectan su salud y despersonalizan. Quien experimenta la salvación no puede sino despertar en otros la experiencia de ser salvado. 

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