martes, 5 de noviembre de 2024

Parábola del gran banquete (Lc 14, 15-24)

Parábola del banquete de bodas, óleo sobre lienzo de Andrei Nikolayevich Mironov (2011), Museo de Historia del Movimiento Juvenil, Riazán, Rusia

P. Carlos Cardó SJ

Al oír estas palabras, uno de los invitados le dijo: «Feliz el que tome parte en el banquete del Reino de Dios».Jesús respondió: «Un hombre dio un gran banquete e invitó a mucha gente. A la hora de la comida envió a un sirviente a decir a los invitados: «Vengan, que ya está todo listo».Pero todos por igual comenzaron a disculparse. El primero dijo: «Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo; te ruego que me disculpes. Otro dijo: «He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego que me disculpes». Y otro dijo: «Acabo de casarme y por lo tanto no puedo ir». Al regresar, el sirviente se lo contó a su patrón, que se enojó. Pero dijo al sirviente: «Sal en seguida a las plazas y calles de la ciudad y trae para acá a los pobres, a los inválidos, a los ciegos y a los cojos». Volvió el sirviente y dijo: «Señor, se hizo lo que mandaste y todavía queda lugar». El patrón entonces dijo al sirviente: «Vete por los caminos y por los límites de las propiedades y obliga a la gente a entrar hasta que se llene mi casa. En cuanto a esos señores que había invitado, yo les aseguro que ninguno de ellos probará mi banquete».

Es un sábado y Jesús está en casa de un jefe de fariseos que lo ha invitado a comer. Ha curado a un hidrópico haciendo ver a los allí presentes que el atender las necesidades de los demás está por encima de la obligación del descanso sabático. Y al observar que los fariseos pugnan por ocupar los primeros puestos en la mesa, les ha reprendido por su ambición y les ha hecho reflexionar sobre sus preferencias en el trato con los demás.

Cuando des una comida o una cena, -les ha dicho- no invites a tus amigos, hermanos, parientes o vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te inviten a ti, y con eso quedes ya pagado. No deben preferir a aquellos de quienes pueden sacar algo, sino a aquellos de los que nada se puede obtener, los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos. La búsqueda de reciprocidad la cambia Jesús por el espíritu de gratuidad, de amor desinteresado.

Uno de los comensales manifiesta su adhesión al pensamiento de Jesús y expresa sus sentimientos en forma de una “bienaventuranza”: ¡Dichoso el que pueda participar en el banquete del Reino de Dios! Conforme a las enseñanzas proféticas, entiende la participación en el banquete como la salvación, la recompensa eterna que recibirán los justos.

Seguramente ha oído decir a Jesús que los extranjeros del este y del oeste, del norte y del sur, tendrán acceso al Reino y se van a reunir con Abrahán, Isaac y Jacob y con todos los profetas (Lc 13,28-29). La participación en el banquete del reino no es exclusiva de los judíos.

Jesús aprovecha la ocasión para ampliar su enseñanza sobre el banquete por medio de una parábola, que sintetiza todo lo que ha recomendado durante la comida. Como todas sus parábolas, no es difícil entender su significado.

El hombre que organiza una gran cena representa a Dios que ofrece la salvación. Cuando ya todo está preparado manda llamar a los invitados, pero éstos uno tras otro se van excusando, alegando que tienen mucho que hacer en sus tierras o en sus negocios. Se buscan justificaciones, pero la razón de su rechazo a la invitación es que les interesa más el dinero y sus propiedades, los consideran más provechosos y les hacen disfrutar más.

Rechazan la invitación y se privan definitivamente de la felicidad del banquete.  Ellos mismos se excluyen. El Señor no obliga a nadie, nadie puede participar en su mesa contra su propia voluntad.

Dos veces más envía el señor de la parábola a sus criados a las plazas y calles de la ciudad y a las carreteras y caminos a invitar a otra gente. Los primeros, los de las plazas y calles, son los compatriotas de Jesús, pero concretamente los pobres, los inválidos, los ciegos y los cojos, es decir, los sectores marginados de la sociedad.

Los otros, los de los caminos, son un grupo mucho más amplio, son los que están más allá de la ciudad, fuera del judaísmo, los extranjeros. Probablemente estas palabras de Jesús resonaban en la mente del evangelista Lucas cuando, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, las consigna como la motivación que llevó a Pablo y Bernabé a predicar primero a los judíos, pero luego a los extranjeros: A ustedes en primer lugar teníamos que anunciarles la palabra de Dios, pero ya que la rechazan y ustedes mismos no se consideran dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos  (Hech 13,46)

Volviendo al inicio del texto, podríamos decir que la exclamación del comensal que da motivo a Jesús para contar su parábola contiene en su versión original un detalle que vale la pena subrayar. Se suele traducir: ¡Dichoso el que pueda participar en el banquete del Reino de Dios!, pero el original griego del evangelio dice: ¡Dichoso el que comerá pan en el Reino de Dios!

Y sabemos que, en la perspectiva cristiana, el pan del reino alude ciertamente al “pan de vida eterna”, al cuerpo del Señor que se nos da en la eucaristía como garantía de la vida eterna. No son muchos los que acogen la invitación del Señor a compartir su pan, es bajísimo el número de los que van a la eucaristía, pero nos debe animar la frase última de la parábola de Jesús: Anda a las carreteras y caminos y convence a la gente para que entre y se me llene la casa.

Es lo que nos toca hacer: ofrecer, proponer, exhortar adecuadamente y con insistencia para que acepten, por fin, entrar a la sala del banquete. Y aunque no sabemos si la orden del anfitrión se ejecutó o no, la parábola hace suponer que su casa se llenó. Es lo que pedimos en la eucaristía: Reúne en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo.

 

lunes, 4 de noviembre de 2024

Invita a los pobres (Lc 14, 12-14)

Sin pan y sin trabajo, óleo sobre lienzo de Ernesto de la Cárcova (1893 – 1894), Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús dijo también al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una comida, no invites a tus amigos, hermanos, parientes o vecinos ricos, porque ellos a su vez te invitarán a ti y así quedarás compensado. Cuando des un banquete, invita más bien a los pobres, a los inválidos, a los cojos y a los ciegos.¡Qué suerte para ti, si ellos no pueden compensarte! Pues tu recompensa la recibirás en la resurrección de los justos».  

Después de advertir a sus discípulos que no deben imitar el ansia de protagonismo de los fariseos, que manipulaban los códigos sociales de los banquetes y ceremonias para ocupar siempre los primeros lugares, Jesús sigue hablando de las relaciones sociales e invita a sus discípulos a examinar las preferencias que demuestran en su trato: con quiénes se juntan, a quiénes invitan a sus celebraciones.

Las invitaciones suelen estar cargadas del deseo de obtener alguna ganancia. El verdadero amor fraterno, en cambio, es siempre gratuito, da de sí sin esperar retribución. El cristiano no puede reducir su amor sólo a aquellos que corresponden a él en igual manera; eso no tiene valor alguno ante Dios.

Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, hermanos, parientes o vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te inviten a ti, y con eso quedes ya pagado. Con los amigos tienes la satisfacción de la estima y afecto compartido. Relacionarte bien con los miembros de tu familia es lo más natural. Tus favores a los ricos pueden encerrar el deseo de favorecerte recíprocamente. Y si todos ellos a su vez te invitan ya quedas pagado.

Por eso, dice Jesús, en vez de preferir a aquellos de quienes se puede sacar algo, hay que buscar a otras personas, a aquellos de los que nada se puede obtener porque son los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos, es decir, los sin honor y sin poder. La búsqueda de reciprocidad (yo invito a los que en otra ocasión podrán hacer algo por mí) la cambia Jesús por el espíritu de gratuidad: invita a los que no pueden corresponderte. Lleva así a la perfección el consejo del Eclesiástico: Cuanto más grande seas, más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor (3,18).

La razón más profunda del manifestar un amor preferencial por los que nos necesitan es que Dios se ha identificado con ellos, Jesús ha venido por ellos y ha hecho del servicio a los pobres el signo más claro de que el reino de Dios ya está actuado entre nosotros. Al tratar con el pobre, uno se sitúa donde está Dios. Lo que hacemos a los pobres se lo hacemos a Dios; en ellos es servido o despreciado, amado o puesto de lado. Este amor preferencial por los pobres caracteriza la vida cristiana.

Dichoso tú si no pueden pagarte. Recibirás tu recompensa cuando los justos resuciten. El amor gratuito que no espera nada a cambio, el servicio desinteresado que no busca ni siquiera la autocomplacencia en el deber cumplido, sino que imita simplemente el comportamiento de Dios, es en sí mismo la recompensa que Jesús promete. Hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio; así su recompensa será grande y serán hijos del Altísimo… Den y Dios les dará. Les darán una buena medida, apretada, repleta, desbordante…” (Lc 6, 35.38).

El amor al pobre, esencial en el cristianismo, no es una opción ideológica ni moralista. Es el reflejo de la misericordia del Padre e imitación del proceder del Hijo que vino a anunciar la buena noticia a los pobres, a proclamar la liberación de los prisioneros, a devolver la vista a los ciegos y proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18). Esta es la razón por la que la Iglesia, en fidelidad al Señor, ha considerado siempre la atención y cuidado de los pobres como parte esencial de aquello que más la constituye y representa como comunidad fraterna reunida en torno al Señor: la celebración eucarística.

Por eso Pablo reprocha a los corintios que en la cena del Señor, como ellos la celebran,  los ricos avergüenzan a los pobres, dividen la «comunidad de Dios» en hambrientos y hartos y, obrando así, desprecian a la Iglesia de Dios, no reconocen el cuerpo del Señor, comen y beben «de manera indigna» y se hacen culpables de su cuerpo y de su sangre (1 Cor 11, 17-34).

 

domingo, 3 de noviembre de 2024

Homilía del Domingo XXXI del Tiempo Ordinario – El amor a Dios y al prójimo (Mc 12, 28b-34 )

Sagrado Corazón de Jesús, óleo sobre lienzo de Pompeyo Batoni (1760), capilla de la iglesia de Jesús, Roma

P. Carlos Cardó SJ

En aquel tiempo, uno de los letrados se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús le contestó: El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos. Le dijo el escriba: Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios. Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas. 

Los rabinos fariseos en tiempo de Jesús enseñaban a la gente que había que cumplir 613 mandamientos (248 preceptos y 365 prohibiciones). Un maestro de la ley quiso saber a qué atenerse y fue a Jesús con la pregunta fundamental: cuál es el mandamiento principal, que ha de regir al creyente. Jesús le respondió como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y recita cada mañana el “Schemá Israel”: Acuérdate, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas”. Y añadió que el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Ambos preceptos se encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b, respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición a amarlo con todo el ser.  El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre la enorme cantidad de preceptos (613!), ritos y tradiciones que los fariseos sacaban del libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.

El mandamiento del Levítico era éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Jesús dice: Ámense los unos a los otros como yo los he amado (Jn 15,11). Con ello, afirma una verdad indiscutible acerca de nuestra capacidad de amar: uno es capaz de amar a Dios y a sus semejantes si es amado y uno sólo puede amarse a sí mismo si ha sido objeto de amor. Más aún, la experiencia de sentirnos amados por Dios nos da la medida que debemos tener en el amor a los demás.

Ahora bien, nos cuesta entender y sentir que Dios nos ame de manera incondicional, gratuita y desinteresadamente, sin límite, sin restricción, sin depender de nuestros méritos o de nuestros defectos. No lo entendemos porque vemos demasiado amor interesado y de conquista, demasiada rivalidad y competencia, demasiado interés egoísta y lucrativo, demasiada agresividad y violencia en las relaciones entre las personas. Por eso, nos cuesta imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado. Pero hay algo que alcanza indefectiblemente a todo ser humano que viene a este mundo: Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a él personalmente con un amor fiel e incondicional y ese amor se lo ha manifestado en Jesús con tal claridad, que ya nada podrá separarlo de ese amor (Rom 8,35.39). Quien se acerca a Jesús siente el amor en su vida y siente que puede amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia personal.

En esto ha consistido la originalidad de Jesús: le preguntaron cuál es el mandamiento más importante, y él añadió un segundo, tan importante como el primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18). Puso a ambos preceptos en el mismo nivel, porque deben ir siempre unidos. Para Jesús no se puede llegar a Dios por un camino individual e intimista, olvidando al prójimo. Dios y el prójimo son inseparables. Además, Jesús no unió los dos mandamientos, sino que nos amó y enseñó a amarnos unos a otros con hechos y gestos concretos en el servicio desinteresado, en el hacer a los demás lo que queremos que nos hagan, en reconocer y respetar la dignidad de toda persona, en encontrarnos y reunirnos gozosamente, en compartir lo que tenemos, en ver como propia la necesidad ajena y procurar resolverla, en ejercitar el perdón, incluso cuando el otro se ha convertido en mi enemigo, y en estar dispuestos incluso a dar nuestra vida por los demás si fuere necesario. En suma, Jesús nos enseña a vivir aquí y ahora de una manera diferente: con mirada limpia, no de competidor sino de hermano. Y esto trae consigo la felicidad íntima de sentirnos verdaderamente hijos de Dios y hermanos; esto nos humaniza y nos hace a la vez participar de la vida de Dios, que es amor.

La respuesta que dio el escriba a Jesús revela el cambio profundo que Jesús trajo a la religión. Dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Entendió, pues, que el amor al prójimo está por encima de los actos que se realizaban en el templo. En ese tiempo, al igual que hoy, muchos creyentes pensaban que a Dios se llega a través de actos de culto, peregrinaciones, ofrendas para el templo, sacrificios costosos de animales... Sin embargo, la verdad es que para llegar a Dios hay que tener en cuenta al prójimo, preocuparse por los pobres y oprimidos, buscar una sociedad justa. El escriba ha comprendido cuál es el camino para ir a Dios.

Un texto de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz ilumina mucho la unidad de los dos mandamientos:

 “Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen” … Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).)

 

sábado, 2 de noviembre de 2024

Muerte y resurrección de Jesús (Mc 15, 33-39; 16, 1-6)

 

Cristo yacente, óleo sobre lienzo de Francisco Camilo (Siglo XVII), Museo del Prado, Madrid, España

 P. Carlos Cardó SJ

Llegado el mediodía, la oscuridad cubrió todo el país hasta las tres de la tarde, y a esa hora Jesús gritó con voz potente: «Eloí, Eloí, lammá sabactani», que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Al oírlo, algunos de los que estaban allí dijeron: «Está llamando a Elías».
Uno de ellos corrió a mojar una esponja en vinagre, la puso en la punta de una caña y le ofreció de beber, diciendo: «Veamos si viene Elías a bajarlo».
Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
En seguida la cortina que cerraba el santuario del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Al mismo tiempo el capitán romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios».
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Pasado el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé, compraron aromas para embalsamar el cuerpo. Y muy temprano, el primer día de la semana, llegaron al sepulcro, apenas salido el sol.
Se decían unas a otras: «¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?».
Pero cuando miraron, vieron que la piedra había sido retirada a un lado, a pesar de ser una piedra muy grande. Al entrar en el sepulcro, vieron a un joven sentado al lado derecho, vestido enteramente de blanco, y se asustaron.
Pero él les dijo: «No se asusten. Si ustedes buscan a Jesús Nazareno, el crucificado, no está aquí, ha resucitado; pero éste es el lugar donde lo pusieron. Ahora vayan a decir a los discípulos, y en especial a Pedro, que él se les adelanta camino de Galilea. Allí lo verán tal como él les dijo».

En el Día de la Conmemoración de los difuntos, la liturgia propone este texto de Marcos sobre la muerte y resurrección de Jesús. El cristiano ve la muerte de sus seres queridos y, en general, toda muerte, a la luz de la pascua del Señor que quiso asumir nuestra condición de seres mortales, para asegurarnos un destino eterno por medio de su resurrección.

Se hizo semejante a nosotros hasta en la muerte para que estemos unidos a él también “en la semejanza de su resurrección”, como dice San Pablo. Porque el que ha muerto, ha sido liberado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de entre los muertos, no volverá a morir; ya la muerte no tiene dominio sobre él (Rom 6, 8-9).

En el relato de la pasión según San Marcos, la muerte del Señor corresponde a la hora de la máxima revelación de Dios, que supera todas las precedentes. Un nuevo rostro de Dios se revela en el Crucificado, de quien el capitán pagano confiesa: Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios. El Dios que está con nosotros es el Dios que no nos abandona nunca, ni siquiera en el trance supremo de la muerte, trance que cada cual experimenta en la más completa soledad. En su hijo Jesús clavado en cruz, Dios quiso compartir con nosotros esa experiencia tan característica de nuestra existencia. 

Abandonado por todos, Jesús llega en la cruz a sentirse abandonado por Dios hasta el punto de gritar su soledad a quien sabe, por la confianza que mantiene en él, que no abandonará a su hijo. Esta convicción de que Dios no se aleja del afligido que clama a él, la expresó Jesús de manera dramática antes de morir, con las palabras del salmo 22. San Juan de la Cruz comenta: “Al punto de la muerte, quedó (el Señor) también aniquilado en el alma, sin consuelo y alivio ninguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad según la parte inferior. Por lo cual fue necesitado de clamar diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida. Y así en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir el género humano por gracia con Dios” (Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, 7, n.11).

Asimismo, la carta a los Hebreos habla de la solidaridad de Jesús con nosotros, que le lleva a experimentar en su propia persona la soledad, el desaliento, el sufrimiento y el miedo que la muerte produce, para así convertirse en salvador de todos, glorificado y proclamado pontífice, puente de unión de la humanidad con Dios. En los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su reverente sumisión (Hebr 5, 7).

En la cruz de su Hijo, Dios se coloca para siempre a nuestro lado, haciendo de  nuestra muerte –como lo hizo con la de su Hijo– la puerta de entrada a nuestra glorificación. Esta revelación hace nacer en nosotros una absoluta confianza. En su Hijo, Dios ha vivido y conoce la raíz de nuestros sufrimientos, de nuestros fracasos y de nuestra muerte. Por eso ofrece en cada momento y a cada persona el don oportuno para convertir la oscuridad de la muerte en aurora de vida. En una muerte tan solidaria como la de Jesús, Dios su Padre se revela como el amor crucificado que estará presente en nuestra muerte, compartiéndola y llenándola de esperanza de una vida nueva.

El final del camino de Jesús, y de nuestro camino, no es la cruz, sino su resurrección de la muerte. A partir de este momento Jesús vive junto a Dios. La piedra del sepulcro ha sido retirada, se ha quebrado el poder de la muerte. El mensaje del ángel constituye la culminación del relato que hace Marcos, la cúspide también de su evangelio y el objeto central de la fe y esperanza del cristiano: Buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí.

El horizonte humano se ha abierto definitivamente: allí donde se estrella la sabiduría humana, donde caen por tierra las esperanzas y el lamento no halla salida alguna, allí, en el morir, se halla la presencia del amor salvador de Dios.

A la proclamación sigue la tarea: los discípulos reciben la misión de propagar la buena noticia. Vayan, pues, a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va camino de Galilea, allí lo verán, tal como les dijo.

viernes, 1 de noviembre de 2024

Fiesta de Todos los Santos (Mt 5, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ

Todos los santos, témpera en madera de Fra Angelico (1420), Galería Nacional de Londres, Inglaterra

Al ver a la multitud, subió al monte. Se sentó y se le acercaron los discípulos. Tomó la palabra y los instruyó en estos términos:

“Dichosos los pobres de corazón, porque el reinado de Dios les pertenece.

Dichosos los afligidos, porque serán consolados.

Dichosos los desposeídos, porque heredarán la tierra.

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.

Dichosos los misericordiosos, porque serán tratados con misericordia.

Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios.

Dichosos los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios.

Dichosos los perseguidos por causa del bien, porque el reinado de Dios les pertenece.

Dichosos ustedes cuando os injurien, los persigan y los calumnien de todo por mi causa.

Estén alegres y contentos pues su paga en el cielo es abundante.

De igual modo persiguieron a los profetas que los precedieron”.

Día para recordar y agradecer a Dios por todas las personas santas que hemos conocido y que han sido para nosotros reflejos de la bondad y santidad de Dios, modelos de vida, que velan e interceden por nosotros. Ellos gozan de la visión de Dios, hayan sido o no canonizados por la Iglesia. Cada uno puede recordar nombres y rostros.

Este día es también una oportunidad para recordar la llamada a la santidad que todos recibimos en el bautismo. Esa vocación universal ha de vivirla cada uno según su propio estado de vida. La santidad no es patrimonio de unos cuantos privilegiados. Es el destino de todos, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos que hoy recordamos.

La lectura del Apocalipsis habla del gentío que sigue al Cordero, Cristo resucitado. Ciento cuarenta y cuatro mil es el cuadrado de 12 (número de las tribus de Israel) multiplicado por mil. Cifra simbólica, no número exacto, sino multitud. Entre ellos debemos estar, es nuestra vocación. Tengamos confianza. Después de éstos viene una muchedumbre inmensa, de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Los salvados son un grupo incontable y universal. Llevan vestidos blancos porque han sido justificados. Dios los ha encontrado dignos de sí y, después de haber padecido duras pruebas, sus vestidos han sido blanqueados en la sangre del Cordero.

San Juan, en la segunda lectura (1Jn 3,1-3) dice que la salvación se vive en el presente. Hoy se puede escuchar la llamada del Señor a una vida ejemplar y santa. Hoy podemos hacernos, mediante la gracia, rehacer en nosotros la imagen rota de Dios nuestro Creador y configurarnos con la imagen de Jesucristo.

Es el sentido de nuestra vida: acoger la santidad, patrimonio de Dios y que él nos transmite por su gracia, hasta que seamos transformados en su gloria y él sea todo en todos (cf. Rom 8,29; Gal 2,20; 2 Cor 3,18; Col 3,10). La santidad es eso: seguir e imitar día a día al Bienaventurado, al “Santo y feliz Jesucristo”. Él mismo, cuando quiso mostrarnos su corazón y cuál es el mejor camino para imitarlo, nos dejó un retrato suyo en las Bienaventuranzas.

Bienaventurados los pobres. A ejemplo de Jesús, que no tuvo donde reclinar la cabeza y no se reservó nada para sí, por darlo todo a los demás, el cristiano se despoja de sí mismo para no buscar otro interés que amar y servir en todo. Esta persona es humana por antonomasia y ha hallado la clave de la verdadera felicidad.

Bienaventurados los mansos. Revestido de sentimientos de humildad y mansedumbre, a ejemplo de su Señor, manso y humilde de corazón, el cristiano no devuelve mal por mal, soporta a los demás con amor, y se muestra solícito en conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz.

Bienaventurados los que lloran. También a ejemplo del Señor, varón de dolores, el cristiano vive lleno de amor y actitud de ofrenda de sus aflicciones y tristezas. Sabe que debe aún transitar por los caminos de la tristeza, pero nunca se siente solo (14,18) porque el Señor resucitado les hace compartir su gozo en medio de las lágrimas del mundo.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Estos cristianos aspiran con pasión a encarnar en sus vidas la justicia de Dios, que es la santidad, cumbre del amor misericordioso, y colaboran en la gran tarea de establecer en la sociedad la equidad y la justicia, basadas en la fraternidad.

Bienaventurados los misericordiosos. En ser misericordiosos como el Padre  condensó Jesús la perfección humana y cristiana. Por eso, quien lo sigue, tiene como él entrañas de misericordia ante el hambre y la miseria de sus hermanos, sabe adoptar el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, y se muestra disponible ante quien se siente explotado y deprimido.

Bienaventurados los limpios de corazón. Jesús tenía a Dios su Padre en el centro de su persona. Mirando su corazón, el cristiano se esfuerza por purificar sus afectos, su inteligencia y sus deseos, para no estar dividido por conflictos de lealtades, ni mezcla de intereses, para ser auténtico y veraz, no hipócrita ni inseguro. Puede así ver a Dios en todo y a todo en Dios.

Bienaventurados los que construyen paz. La paz verdadera que es fruto de la justicia y de la reconciliación; la paz que es tarea de quienes se hacen hermanos y crean fraternidad y por eso, en el Hijo, serán llamados también hijos de Dios. Estas personas fomentan la armonía en las relaciones de las personas consigo mismas, con la naturaleza y con Dios. Y hacen que la Iglesia sea el espacio de la unión y la concordia entre los pueblos.

Bienaventurados los perseguidos. Valerosos pero no temerarios, asumen que le vendrán incomprensiones, ataques y aun persecuciones por vivir y defender el evangelio. Saben que su maestro venció al mundo (Jn 16,33) y que los enemigos pueden matar el cuerpo pero no pueden nada contra su alma (Mt 10,28s). La confianza en el Espíritu que los asistirá en las tribulaciones, los hace mirar con confianza el futuro.

Así, mirando a su Hijo, pensó Dios al ser humano, a cada uno de nosotros, cuando nos fue formando del polvo de la tierra (Gen 2, 7; Sal 139,15).

En la fiesta de todos los santos agradecemos el vínculo profundo que une a los que todavía peregrinamos en la tierra y los que han entrado ya en la plenitud de la vida en Dios. Formamos con ellos una gran familia. Ellos, alcanzada ya la meta de nuestro caminar, velan por nosotros. Un día nos encontraremos. Sintamos ahora la ayuda y apoyo que nos brinda esa inmensa multitud de testigos de Cristo que nos rodea.