P. Carlos Cardó SJ
Milagro en la piscina probática, óleo sobre lienzo de Antonio di Jacopo Negretti “Palma el joven” (1592), Colección Molinari Pradelli, Castenaso, Bologna, Italia
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En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos, terminada la travesía, tocaron tierra en Genesaret, y atracaron.Apenas desembarcados, algunos lo reconocieron y lo siguieron por toda la comarca; cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas.En la aldea o pueblo o caserío donde llegaba, colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo tocaban se ponían sanos.
Los discípulos no habían reconocido a Jesús cuando remaban desesperados en medio del lago y creyeron que era un “fantasma” –no habían comprendido “lo de los panes”, símbolo con el qué quiso identificarse y expresar lo que hace por nosotros (vv 49-52). Aquí, en cambio, la gente sencilla sí lo reconoce y corre a su encuentro. Han oído que libra de enfermedades, que da a comer su pan. Son pobres y enfermos, agobiados por algún mal físico o moral.
Con esta “multitud” Jesús inicia el nuevo pueblo. Donde aparece la debilidad, representada en la afluencia de pobres y necesitados que esperan su salvación, nace la vida nueva de la comunidad cristiana. La Iglesia es comunidad de débiles y pecadores. En ella nos liberamos de nuestras miserias, miedos y desconfianzas.
Querían tocarlo, dice el texto. Sus manos expresan lo que desean alcanzar de Él. Todos llevan consigo una expectativa y saben que Él los atenderá. Su confianza los mueve a “tocar” para comunicarle a Jesús lo que quieren de Él y sentirse a la vez tocados por Él y por su poder que libera.
Es la fe de la hemorroísa que tocó el borde de su manto y quedó “salvada”, como le dijo Jesús: Hija tu fe te ha salvado. Es la fe de nuestro pueblo sencillo que siempre quiere tocar las imágenes ante las cuales ora: tocar, experimentar, sentir el misterio. La fe es eso: una experiencia vivencial de estar con alguien.
Esto ocurre en nosotros. No podemos tocar físicamente, pero sí en la fe. Por ella nos adherimos a Cristo resucitado, sentimos su poder. En la Eucaristía tocamos su cuerpo; Él nos congrega, alimenta y sana; nos hace comunidad abierta a los que sufren, y nos envía a repetir sus gestos, que brotan de su misericordia y son los signos del reino de Dios entre nosotros.
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