domingo, 2 de febrero de 2020

Homilía de la Fiesta de Presentación de Jesús - (Lc 2, 22-40)

P. Carlos Cardó SJ
Presentación en el templo, óleo sobre lienzo de Sebastian Bourdon (Siglo XVII), Museo del Louvre, París, Francia
Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones , conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel y estaba en él el Espíritu Santo.Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él.
Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Mira, este niño traerá a la gente de Israel ya sea caída o resurrección. Será una señal impugnada en cuanto se manifieste, mientras a ti misma una espada te atravesará el alma. Por este medio, sin embargo, saldrán a la luz los pensamientos íntimos de los hombres».Había también una profetisa muy anciana, llamada Ana, hija de Fanuel de la tribu de Aser. No había conocido a otro hombre que a su primer marido, muerto después de siete años de matrimonio. Permaneció viuda, y tenía ya ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo día y noche al Señor con ayunos y oraciones.
Llegó en aquel momento y también comenzó a alabar a Dios hablando del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.
Una vez que cumplieron todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño crecía y se desarrollaba lleno de sabiduría, y la gracia de Dios permanecía con él.
De los treinta largos años vividos por Jesús con sus padres, los evangelios no dicen casi nada. El más elocuente, Lucas, proporciona unos cuantos datos elementales: que José y María siguieron con Él las costumbres religiosas de la circuncisión y presentación en el templo, que iban cada año a Jerusalén por la fiesta de pascua y que cuando el niño cumplió doce años, se quedó en el templo sin que lo supieran sus padres.
De todo lo que siguió después, apenas dos frases: el niño crecía en edad, sabiduría y gracia ante Dios y los hombres … y vivía sujeto a sus padres” (Lc 2, 39-40. 50-53). Aparte de esto sólo sabemos que sus paisanos lo conocían a Él y a su padre el carpintero y que había parientes suyos mezclados entre sus discípulos o en la multitud que lo seguía.
A pesar de esta falta de información, queda claro que Jesús, como todo ser humano, tuvo que ser protegido y cuidado por una familia. Necesitó un hogar que lo sostuviera en la existencia, lo librara de los peligros que asechan a todo niño y a todo adolescente, lo adiestrara a valerse por sí mismo y le enseñara a incorporarse eficazmente en la vida de los humanos, de su cultura y de su sociedad. En su hogar de Nazaret, Jesús se nutrió, creció y maduró asimilando los valores de unos padres profundamente religiosos y enraizados en la cultura de su pueblo.
Es válido por tanto reflexionar sobre la familia teniendo como referente la familia de Jesús.
La familia es como la tierra: engendra y nutre plantas sanas o raquíticas según la calidad de los nutrientes que posee. Es verdad que la familia no lo es todo, pero no se puede negar que a ella le corresponde una aportación decisiva en la construcción de la personalidad del ser humano.
La familia marca nuestra fisonomía física, psíquica, cultural, social y religiosa. Nos abrimos a la vida y la vamos descubriendo a través de  los ojos de nuestros padres y de nuestros hermanos; nos orientamos por lo que oímos y vemos en nuestra familia: por lo que se nos dice –¡el hombre se forma por la palabra!–, nos relacionamos con los demás conforme a las relaciones que vivimos en nuestro hogar; forjamos nuestra seguridad personal, a partir de la seguridad que la familia nos brindó.
Todo lo que vimos y oímos en los primeros años nos marca para siempre. Por eso, es innegable que en el tejido de las relaciones familiares se lleva a cabo el proceso de formación de la conciencia, la asimilación de los valores, la capacidad de expresar y suscitar sentimientos y afectos humanos.
No es un lugar común decir que la familia está en crisis; es una realidad preocupante. Muchos piensan que el problema principal de la sociedad actual es la inseguridad, pero es innegable que la primera causante de inseguridad puede ser con frecuencia la propia familia. Además de ir en aumento el número de familias incompletas y de hijos nacidos fuera de matrimonio, las familias bien constituidas padecen un incesante bombardeo de mensajes que minan su unidad y consistencia.
A la casa entran, violando controles y vigilancia, los mensajes directos o subliminales de la internet y de la TV: violencia, pornografía, frivolidad, relativismo moral e increencia. Se añade a esto la inseguridad económica de tantos grupos sociales: el desempleo, que genera desasosiego y obliga a muchos a emigrar, o la sobrecarga de trabajo que hace que los padres pasen la mayor parte del día fuera del hogar.  Por estas y otras causas de orden moral y social, la familia puede ser la primera célula neurótica de la sociedad.
La familia es el ámbito en el que es posible vivir las mayores alegrías y también los más duros sufrimientos y tribulaciones. Todos sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que el problema no está en la institución, en cuanto tal, sino en las personas que componen cada familia. Ellas son, en definitiva, las que preparan y abonan la tierra para que la frágil planta que es una persona crezca sana y segura. Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad (y esta es la condición sine qua non para que haya familia), se da el calor afectivo que propicia el diálogo, el espíritu de superación y, sobre todo, la fe.
El evangelio nos hace contemplar, pues, a la familia que el Hijo de Dios necesitó para su crecimiento y desarrollo humano. José y María contribuyeron eficazmente con la gracia para plasmar y formar en el niño, adolescente, joven y adulto Jesús su inconfundible modo de ser y de actuar, de orar y tratar a los demás. El ejemplo del hogar de Nazaret será siempre un referente para nuestras familias en la tarea diaria de hacer del hogar un ámbito eficaz para la formación de personas verdaderamente creyentes, libres, responsables y seguras.

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