miércoles, 28 de febrero de 2018

¿Pueden beber el cáliz…? (Mt 20, 17-28)

P. Carlos Cardó SJ

 
El Salvador, detalle del óleo sobre tabla de Juan de Juanes (1562 ), Museo de la Catedral de Valencia, España
Cuando Jesús se dispuso a subir a Jerusalén, llevó consigo sólo a los Doce, y en el camino les dijo: «Ahora subimos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Ellos lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos para que sea maltratado, azotado y crucificado, pero al tercer día resucitará».
Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo. “¿Qué quieres?”, le preguntó Jesús. Ella le dijo: "Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda"."No saben lo que piden", respondió Jesús. "¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?".
"Podemos", le respondieron.
"Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre".
Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud".
El texto presenta dos lógicas en conflicto: la del Hijo del hombre que desarrolla su existencia en la donación y el servicio hasta dar la vida; y la existencia según el mundo que busca como valor supremo el poseer y dominar, y lleva hasta dar muerte.
Los discípulos de Jesús aparecen influenciados por la lógica del mundo y no ven que seguir a Jesús implica un cambio radical en su sistema de valores. Siendo el primero, ha venido a hacerse el último y el servidor de los demás, mostrando así que la persona encuentra su verdadero valor no en el tener y en el poder, sino en el amor y el servicio.
El deseo de reconocimiento y la necesidad de contar con una buena reputación son connaturales al ser humano; pero, convertidos en absolutos, se vuelven idolatría del yo, culto a la propia imagen, esclavitud y dependencia del qué dirán.
La madre de Santiago y Juan pide a Jesús: Manda que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu Reino. Queremos que la voluntad de Dios se adapte a la nuestra, que quiera lo que queremos. No obstante, Jesús escucha la petición de la mujer y responde a sus dos hijos: No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber?
Ellos responden que sí, pero se ve claramente que no saben qué es el Reino ni qué es el cáliz. Jesús alude al cáliz de su pasión y anuncia que ellos lo beberán pues darán con su martirio el supremo testimonio de su fe; pero el participar de su gloria al final de los tiempos, eso es don del Padre y a Él le toca disponerlo. Es el Padre quien nos hace hijos en el Hijo.
Los otros discípulos que pretendían también los puestos más importantes se indignaron contra los dos hermanos y Jesús dijo: Los jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y los dirigentes las oprimen. No debe ser así entre ustedes. El que quiera ser importante entre ustedes, sea su servidor, y el que quiera ser el primero, que sea su esclavo. De la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por todos.
Estas advertencias de Jesús contra el mal uso del poder en las naciones no pretenden únicamente denunciar a los malos jefes que las cometen, sino anunciar el modo como se ha de ejercer la autoridad en la Iglesia, para que ésta signifique realmente un llamativo contraste con el mundo.
En primer lugar, no basta que en la Iglesia y en las comunidades de los cristianos no se cometan los abusos que pueden verse en el ejercicio del poder civil. Para Jesús el sólo hecho de pretender “ser grande” corrompe el auténtico servicio. Los cargos y funciones en la Iglesia son servicios (diaconías), que en griego significan concreta y crudamente el oficio de los que atienden en las mesas, es decir, los mozos, o las empleadas del hogar.
A eso alude su frase: El que quiera ser importante… sea su servidor (v. 26). Y refuerza aún más su consejo con la idea siguiente: Y el que quiera ser el primero, que sea su esclavo. El esclavo o siervo, en oposición a Kyrios, señor, designa una situación de dependencia y de pertenencia a otro.
Hablando de las persecuciones que los suyos podrán sufrir, Jesús había ya advertido: No es el siervo mayor que su señor (Mt 10,24). Había definido a su seguidor como siervo suyo, siervo o esclavo de Cristo. Pero ahora dice que deben también prestarse este servicio de siervos o esclavos unos a otros. Si a esto añadimos su exhortación a hacerse niños, es claro que Jesús quiere en su Iglesia una forma de relacionarse unos con otros radicalmente diferente a la forma como se suele ejercer en la sociedad la autoridad y el poder.
Queda excluida en la Iglesia toda pretensión de ser grande que lleve al sujeto a considerarse superior a los demás. Y, obviamente, no se puede entender la frase de Jesús: El que quiera ser grande, o el que quiera ser el primero, como una nueva forma de buscar grandeza y honor.
A todos nos toca de alguna manera ejercer alguna autoridad y tener algún poder, por cuanto hay personas a nuestro cargo. La Iglesia, institución humana, necesita una organización. Negarlo sería necio. Pero lo que está claro en el evangelio es que las estructuras eclesiales sólo pueden ser instrumentos al servicio de los fieles, ejercidas por hombres que deben alejar de sí toda mentalidad de dominio. 
Se dirá que hay servicios especiales que deben confiarse a personas competentes, idóneas por su formación y conocimientos y por sus cualidades personales; pero por dotadas que sean estas personas, lo único que las salvará de caer en la tentación del poder abusivo es recordar que nadie ejerció un servicio tan especial como Jesús, nadie ha sido más competente, más sabio, más carismático que Él y, sin embargo, se puso a los pies de sus discípulos

martes, 27 de febrero de 2018

Las actitudes de los fariseos (Mt 23,1-12)


P. Carlos Cardó SJ

 
El fariseo y el publicano, grabado de Sir John Everett Millais (1864), publicada en “Ilustraciones de las Parábolas de Nuestro Señor” (exhibida en el TATE, Galería Nacional de Arte Británico y Arte Moderno, Inglaterra) 
Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: «Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar 'mi maestro' por la gente. En cuanto a ustedes, no se hagan llamar 'maestro', porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen 'padre', porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco 'doctores', porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías. Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado».
El fariseísmo es una tentación en cualquier religión: practicar las buenas obras, orar, asistir a los oficios religiosos, cumplir con las tradiciones piadosas, todo puede dar pie a la búsqueda de aprecio y alabanza, o a la fatuidad de una piedad exterior que no va acompañada de la rectitud interior y del testimonio de una vida verdaderamente honesta. Por eso, fariseísmo es sinónimo de hipocresía.  
En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos. Ustedes hagan lo que ellos digan pero no imiten su ejemplo porque no hacen lo que dicen. Jesús no ataca a la autoridad magisterial que, desde Moisés hasta los escribas y rabinos (muchos de los cuales eran de la secta de los fariseos) se ejercía en la “cátedra” de las sinagogas. Lo que Él censura es la incoherencia, el decir y no hacer, el predicar una doctrina buena y llevar una conducta que deja que mucho que desear.
Palabras, sermones, cartas, pronunciamientos son necesarios, y atacarlos en bloque sería una necedad. Lo censurable es la incoherencia entre lo que se predica y lo que se vive. No basta predicar, es necesario practicar; entonces la enseñanza se hace creíble. Cuando las obras no corresponden a las palabras, se da un antitestimonio que, en vez de hacer el bien, escandaliza, confunde y desanima.
Fariseísmo es también equiparar la fe a una teoría que se aprende y se transmite, pero que no cambia a la propia persona. Se pude saber mucho de religión y no practicarla. Además, el evangelio no es algo que se dice para que otros lo cumplan, sino para, en primer lugar, aplicárselo a sí mismo y luego transmitirlo. Sólo así la enseñanza es eficaz.
Fariseísmo es sinónimo también de legalismo. Ocurre cuando se propone el evangelio como un conjunto de deberes y no como lo que es: buena noticia, don del amor de Dios que capacita para amar a los demás como Él nos ama. Contra este fariseísmo actúa el Espíritu que hace ver las leyes y normas morales y religiosas no como un fin, sino como medios para realizar lo que Él nos inspira.
Sin el Espíritu que da vida, la ley mata, se convierte en hipocresía, pervierte la fe, tranquiliza la conciencia y da la falsa seguridad de sentirse salvado. La ley de Cristo es el corazón nuevo que Dios crea en nosotros: el amor que hace cumplir la voluntad de Dios. Esta ley está inscrita en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Guiado por ella, el cristiano distingue en su interior las variadas formas de egoísmo con que puede engañarse y discierne la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12, 2).
Fariseísmo es buscar la seguridad de las normas y de lo que está mandado. Se puede, sí, aparecer como fervoroso, observante y “seguro”, pero se corre el riesgo de envanecerse con la propia fidelidad hasta despreciar a los demás, actuar por el deber y no con la gratuidad del amor y, lo que es peor, creerse autor de su propia santidad.
Desde el inicio de su predicación, en el sermón del monte (Mt 6, 1-18),  Jesús reprobó la ostentación farisaica. Lo hizo al enseñar el verdadero sentido de la oración, el ayuno y la limosna –tres pilares de la religión– que pueden convertirse en exhibicionismo espiritual para ganar fama entre la gente. Es lo que hacen los fariseos que alargan sus filacterias y distintivos religiosos y les gustan los primeros puestos en los banquetes y asambleas.
Jesús ha venido a revelarnos que Dios es Padre y que todos somos hijos y hermanos. Él nos hace ver como bueno lo que ayuda a vivir como hijos de Dios y hermanos entre nosotros, y como malo lo que lo impide. Por eso aconseja no llamar a nadie maestro, padre o jefe.
Y aunque no se trata de quedarnos en la literalidad de su enseñanza, pues de hecho Pablo se llama padre (1 Cor 4,15) y doctor y maestro de los gentiles (1 Tim 2, 2 Tim 1), es ridículo ufanarse de los títulos clericales o religiosos y confundir respeto a la autoridad con el uso de tratamientos que, por lo demás, ya nadie entiende.
Lo que hay que procurar es humildad y no orgullo, modestia y no vanidad, sencillez y no ostentación, servicio y no dominio o afán de poder. 
Hoy la “cultura mediática” exige quizá más que antes el cuidado de la imagen y siempre habrá que velar para que “la mujer del César sea no sólo honesta sino que lo parezca”. Pero mucho mayor cuidado hay que tener con las relaciones basadas en convencionalismos y con las apariencias que enmascaran malas conductas. El evangelio exige no dejarnos contaminar por este ambiente de la apariencia y mentira.

lunes, 26 de febrero de 2018

Sean misericordiosos como su Padre… (Lc 6, 36-38)


P. Carlos Cardó SJ

Siete obras de misericordia, óleo sobre lienzo de Michelangelo Caravaggio (1607), retablo del altar mayor de la Iglesia del Pio Monte della Misericordia, Nápoles, Italia

Jesús dijo a sus discípulos: «Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes».
La «perfección» que Jesús exige a sus discípulos, según Mt 5,48,  consiste en ser misericordiosos como su Padre es misericordioso, según Lc 6,36.
Para el judío la misericordia era la piedra de toque de la auténtica religión. Practicada activamente con los pobres y los débiles, la misericordia debía distinguir a Israel frente a las naciones.
La Biblia emplea dos palabras para designar la misericordia: Rahamim y Hesed, expresan dos contenidos no excluyentes sino complementarios. La primera indica el cariño o ternura que tiene su asiento en el seno materno (raham: 1Re 3,26), pero es propio también del padre y del hermano que tienen entrañas (rahamim) de misericordia. En este sentido dice el Salmo 116: El Señor es benigno y justo; nuestro Dios es compasivo.
La segunda palabra, Hesed, expresa el acto o sentimiento de amor y compasión: Te rodea con su misericordia y su cariño (Sal 103,4), y expresa gráficamente el gesto de inclinarse para proteger, propio de la madre con su hijo, o el mirar con amor para conceder gracia, como miró el Altísimo a María su sierva (Cf. Lc 1, 30. 48).
En el Nuevo Testamento, la misericordia es el contenido central del mensaje de Cristo. A través de sus propios gestos y actuaciones, Jesús revela a un Dios de corazón misericordioso. San Lucas pone de relieve en su evangelio la misericordia de Jesús con los pobres, los pecadores y los excluidos. Los pecadores hallan en él a un «amigo» (7,34), que no teme sentarse a la mesa con ellos (5,27.30; 15,1s; 19,7). Trata personalmente a los necesitados: al «hijo único» de la viuda (Lc 7,13), a un padre desconsolado por la enfermedad de su hijo (8,42; 9,38.42). Y muestra especial benevolencia a las mujeres (8, 43-48; 10, 38-42) y a los extranjeros (7, 1-10; Mc 7, 24-30). Su fama de compasivo se extiende y de todas partes vienen a él los afligidos para invocarlo como a Dios mismo: ¡Ten misericordia de nosotros! (Lc 18, 38; Mt 9,27; 15,22; 20,29).
Por eso, el seguimiento de Jesús implica necesariamente la práctica de la misericordia, que Jesús establece como condición para entrar en el reino de los cielos (Mt 5,7), y que reitera citando al profeta Oseas: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6; Mt 9,13; 12,7). El discípulo debe llenarse de compasión para con el que le ha ofendido (Mt 18, 23-35), porque Dios ha tenido compasión con él (18,32s). Y, finalmente, de la misericordia que hayamos tenido con Cristo, presente en nuestro prójimo, seremos juzgados (Mt 25,31-46).
Esta enseñanza recibieron los discípulos y no sólo la transmitieron insistentemente en los evangelios y cartas, sino que la misericordia no cesó de revelarse en sus acciones, como prueba creadora de que el amor no se deja “vencer por el mal” sino que vence al mal con el bien” (Rom 12, 21).  
Por eso, si algo queda claro en la enseñanza de los apóstoles es que el cristiano se ha de distinguir por mostrar amor, comunión en el espíritu, entrañas y ternura de misericordia (Flp 2,1), ser benigno y compasivo (Ef 4,32; 1Pe 3,8); incapaz de «cerrar sus entrañas» ante un hermano en necesidad, para que el amor de Dios permanezca en él (1Jn 3,17).

domingo, 25 de febrero de 2018

Homilía del II Domingo de Cuaresma - La transfiguración (Mc 9, 2-13)


P. Carlos Cardó SJ

La transfiguración, temple y óleo sobre madera de Rafael Sanzio (1518-1520), Museos Vaticanos

Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos.  Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos".
En el camino a Jerusalén, Jesús intenta hacerles comprender a sus apóstoles el significado de su entrega. Pero ellos no lo comprendieron porque esperaban otro tipo de Mesías y no podían concebir que su Maestro terminara en una cruz. Ahora Jesús quiere fortalecerles su fe, para que sepan asumir el escándalo de su pasión.
Dice el evangelio que Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a solas a un monte. Son los mismos tres que “tomará consigo” en el momento más dramático de su pasión, en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-43). Ahora serán testigos de una vivencia deslumbradora: la percepción de su gloria de Hijo único del Padre lleno de amor y lealtad. Hay un paralelismo antitético entre el pasaje de la Transfiguración y el de Getsemaní. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el Jesús transfigurado del monte es el mismo Mesías que salva en la cruz.
En el Antiguo Testamento Dios se comunicaba a través de elementos naturales como el monte, la nube y la luz. En la transfiguración, en cambio, es la naturaleza humana de Jesús la que aparece a la luz de Dios. Ya no es Dios que desciende, sino el hombre que asciende y participa de la gloria de Dios, porque Dios se ha hecho hombre.
¿Qué ocurre en la transfiguración? Los discípulos, de forma inesperada, ven que se les revela una indescriptible dimensión oculta de Jesús. Y se quedan sin palabra, incapaces de expresar lo experimentado. Sólo atinan a decir que sus vestidos se volvieron  tan resplandecientes, que ningún lavandero sería capaz de blanquearlos. Ante el misterio de Dios, oculto en la persona de Jesús, la palabra  más elocuente es el silencio.
Se les aparecieron también Elías y Moisés. Jesús se muestra como el realizador de la esperanza de los profetas (representada en Elías) y como el que lleva a plenitud la ley (dada a Moisés) por medio de la nueva alianza que Dios establece con la entrega de su Hijo.
Sobrecogido por la experiencia, Pedro siente la tentación de quedarse allí, de no seguir adelante en el camino, quiere olvidar que Jesús, “seis días antes” les  había anunciado la pasión. Quiere prolongar la visión y el gozo, por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas…
Vino entonces una nube… y se oyó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo. Es la misma voz que había resonado en el Bautismo de Jesús, cuando se abrieron los cielos y bajó sobre Él el Espíritu. Esta voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo sufriente por amor a sus hermanos, conforme a la voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del Padre. La gloria divina resplandece en Él y resplandecerá sobre todo en su cruz.
¿Qué nos dice a nosotros hoy este pasaje tan lleno de simbolismos? Tenemos, en primer lugar el símbolo del monte. En la Biblia, el monte es el lugar de la presencia de Dios y del encuentro con Él. Moisés trata con Dios en el monte; allí Dios le entrega la Ley grabada en piedra. En un monte, el de las bienaventuranzas, Jesús proclama la esencia de su mensaje. En un monte se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan. Y el Gólgota será el monte de la nueva alianza –sellada con su sangre. Para el cristiano, subir al monte significa encontrarse con Cristo. Significa también subir a una mayor intimidad con Dios, a una mayor generosidad en el compromiso cristiano, a una vida más coherente y fiel.
Como Pedro, también el cristiano puede tener la tentación de quedarse en los aspectos más agradables de su práctica cristiana y no asumir el compromiso práctico de la fe. Pero hay que bajar del monte y volver al llano donde se libra la historia de la vida y de la muerte de los hombres, guardando en el corazón la experiencia del amor del Padre, que nos sostiene.
La luz es otro símbolo importante en el relato. El mundo celeste refulge en el rostro de Cristo y resplandecerá en el de los elegidos. El cristiano contempla la gloria de Cristo y se va transformando en gloria, dice Pablo (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia. La vida de los discípulos de Jesús había quedado ensombrecida con los anuncios de su pasión, ahora en el monte se les concede la certeza de que aun la oscuridad de la muerte quedará iluminada por la resurrección de Jesucristo. 
La nube que cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Su voz resuena en la vida de todos los días. La transfiguración fortalece a los discípulos. Ya sabemos a dónde va el camino: a la resurrección (vv. 9ss). El que nos llevó consigo al monte ha bajado con nosotros y permanece con nosotros. Por eso tenemos la seguridad de que mañana, el mañana de Dios, será de día.

sábado, 24 de febrero de 2018

El amor a los enemigos (Mt 5, 43-48)


P. Carlos Cardó SJ
Caín matando a Abel, óleo sobre lienzo de Pietro Novelli (1624 aprox.), Galería Nacional de Escocia
Jesús dijo a sus discípulos: “Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo”.
Toda la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de Dios. 
Quien no ama a su hermano no ama a Dios. Esto se ve de manera particular en lo referente al respeto que se debe tener a la vida del otro. No puede nombrar a Dios como Padre ni tomar parte en el banquete de la fraternidad quien primero no perdona a su  hermano o no hace lo posible para restablecer la relación que se ha roto.
Para llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer un largo camino. En la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al proceso de maduración de su pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo y, por medio de él iluminar a la humanidad. Se parte del principio de la reciprocidad: si Abraham, padre de la raza, fue un extranjero de origen pagano, Israel tiene que abrirse al amor al extranjero.
Debe imitar a Dios en su amor misericordioso. El libro de Jonás describe vivamente lo difícil que fue para los hebreos aceptar la universalidad del mensaje de salvación. Y la culminación del largo recorrido hacia el amor universal se alcanza con la enseñanza de Isaías, concretamente con el horizonte que él despliega para el anhelo de la paz: llegará el día en que todos los pueblos acogerán la palabra del Señor, de la que Israel es portador, se guiarán por sus enseñanzas y entonces de sus espadas forjaran arados y de sus lanzas podaderas. Ya no alzará la espada nación contra nación, ni se entrenarán más para la guerra.  (Is 2,4).
El amor universal hecho norma de vida conduce a establecer relaciones de justicia a todos los niveles, de las que nace la paz, el desarme mundial y la conversión de los gastos de guerra en inversiones para el desarrollo humano.
El amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una característica esencial del cristianismo frente a otras religiones. Es una tendencia común a todo grupo social el emplear el odio y la aversión al enemigo como medio para reforzar la conciencia colectiva, definir la identidad común y reforzar la solidaridad entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños, se defiende y apoya a los que son del grupo.
Por esta razón el amor a los enemigos, predicado por Jesús, debió significar para sus contemporáneos judíos una exigencia radical. La primitiva iglesia la recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó establecido que, conforme al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin excepciones, significa haber conocido a Dios.  
Si no se ama, no se tiene fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17). La lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de Dios a todos alcanza en el Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene enemigos sino hijos; el cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una religión que no llegue a esto, aún tiene camino por recorrer. Matar en nombre de Dios es la más abominable acción criminal porque va contra el hermano y contra Dios. Lo propio del cristianismo es morir perdonando, como Esteban el primer mártir.
Todos podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir con nuestras acciones. Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta inclinación a la maldad y la hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero es innegable que el odio es una enfermedad del alma. Allí donde se desencadena el odio y la venganza como reacción a frente a una violencia, un ultraje, o una injusticia padecida, allí triunfa el mal. La víctima inocente se ha dejado afectar por la enfermedad del mal y lo devuelve, generándose la espiral de la violencia.
Etty Hillesum, mártir judía de Auschwitz que acogió en su corazón el mensaje de paz y de perdón del cristianismo, dice a este propósito: “No veo más solución sino que cada cual se examine retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de lo que ya es” (Journal, p. 205). 
Personas así se han aventurado en “un camino que es más excelente que todos los demás” (1Cor 12,31): el del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente y al Dios de infinita misericordia. Imitarlo a Él es tender a la perfección. Sean perfectos como su Padre celestial, dice San Mateo. Sean misericordiosos como el Padre, dice San Lucas.

viernes, 23 de febrero de 2018

Reconcíliate con tu hermano (Mt 5, 21-26)

P. Carlos Cardó SJ
Reconciliación de Esaú y Jacob, óleo sobre lienzo de Peter Paul Rubens (1625-28 aprox.), Galería Estatal de Neuen Schloss, Stuttgart, Alemania
Jesús dijo a sus discípulos: “Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos. Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo”. 
Han oído que se dijo… Yo les digo… La gente se admiraba de la autoridad con que Jesús enseñaba, tan distinta a las de sus maestros y doctores de la ley. No sólo hablaba en primera persona, cosa que los rabinos evitaban siempre, limitándose a repetir las enseñanzas de otros maestros de mayor prestigio, sino que Él aclaraba, interpretaba y llegaba hasta modificar la ley.
Esto causaba indignación a las autoridades religiosas; y lo que ciertamente no podían soportar era su pretensión de modificar y proponer de un modo nuevo el núcleo mismo de la Ley, los mandamientos. Para ello Jesús empleaba la fórmula: han oído ustedes que se dijo…, pues bien yo les digo…
Por supuesto que ellos habían oído y, en el caso de los diez mandamientos, tenían la certeza de que esas palabras sagradas fueron dictadas directamente por Dios a Moisés, que se las transmitió. De modo que al decir Jesús: pues bien, yo les digo, ponía su yo en el mismo nivel de Dios (Yo-soy), pretendía tener la misma autoridad del legislador divino.
Por eso lo acusarán de blasfemo porque, siendo un hombre, se hacía pasar por Dios (cf. Jn 10, 33). Pero Jesús no da marcha atrás. Juan en su evangelio hace ver la convicción interior que lo movía a obrar así: Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre mismo que me ha enviado es el que me ordena lo que tengo que decir y enseñar. Y sé que su enseñanza lleva a la vida eterna. Así, pues lo que yo digo es lo que me ha dicho el Padre (Jn 12,49-50).
La novedad que trae Jesús en su enseñanza consiste en que Él no propone preceptos e imposiciones legales más estrictos aún que los anteriores, sino la buena noticia –evangelio– de que Dios obra en nosotros y nos concede el don de comportarnos entre nosotros a la manera como Él se comporta con nosotros.
En el fondo, la nueva moral de Jesús tiene como fundamento el amor del Padre, que Él revela. En adelante, todo quedará contenido en un único mandamiento: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de Dios.  
A partir de aquí se entiende el giro que da Jesús a los mandamientos. Lo primero de todo es el respeto que debemos tener a la vida del otro. Por eso, no basta no matar; cuando se odia, se insulta o se desprecia a alguien, se le está matando en cierta forma.
La advertencia que hace Jesús es severa: el odio repercute en la misma persona que lo consiente, es veneno del alma y lleva a un final desastroso. Jesús lo expresa viva y crudamente: Será condenado al fuego que no se apaga. El original dice: Será condenado a la Gehenna, y se refiere a un lugar en el valle de Innon, fuera de los muros de Jerusalén, en el que los paganos sacrificaban víctimas humanas al dios Moloch.
Para desacralizarlo, los hebreos  lo habían convertido en un basurero, en el que quemaban las inmundicias. El fuego de la Gehenna ardía día y noche. Lo que viene a decir Jesús es que quien odia, quien deja de considerar al otro como un hermano, es como si hubiera hecho arder su propia vida, arrojándola a la basura.
Por eso es tan importante llegar al acuerdo, porque el desacuerdo significa negar la propia condición de hijo de Dios y de hermano de mi contrincante. Y esta es la razón por la cual el acuerdo está por encima de la ofrenda que se debe dar a Dios, por encima de los actos religiosos exteriores.
No se puede llamar Padre a Dios ni sentarse a la mesa de los hermanos si primero no se perdona al hermano. Y –la aclaración es importante– se debe advertir que Jesús dice: Si recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti… ve primero a reconciliarte con tu hermano, lo cual se refiere no sólo al caso de que yo haya cometido algo contra el prójimo, sino a que la relación se ha roto porque el otro es quien tiene algo contra mí.  
La fraternidad rota es un mal en sí. Si de manera deliberada, pudiendo hacerlo, no se ponen los medios para repararla se incurre en una falta que impide compartir la mesa de la comunión. Tal omisión manifiesta que el otro ya no importa, ya no se le considera un hermano. Quien de esta manera se desentiende del hermano demuestra que él mismo ha dejado de ser hijo.

jueves, 22 de febrero de 2018

¿Quién dicen que soy yo? (Mt 16,13-19)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo entregando las llaves a San Pedro, óleo sobre tabla de Vincenzo Catena (1520), Museo del Prado, Madrid
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?". Ellos le respondieron: "Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas". "Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?". Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Y Jesús le dijo: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo".
Es un texto que hemos meditado muchas veces. Corresponde al diálogo que Jesús tiene con sus apóstoles cuando están subiendo a Jerusalén donde va a ser entregado. En este contexto, les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las opiniones que circulan sobre el Maestro.
Unos, impresionados por la vida austera y la muerte de Juan Bautista, piensan que ha vuelto a la vida. Otros, que se trata de Elías, enviado a consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar el reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros identifican a Jesús con Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión y fue martirizado por los dirigentes del pueblo. Otros, en fin, ven en Jesús un profeta más.
¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice. Quiere saber qué piensan de Él y qué esperan. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz.
Entonces Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Estas palabras no han podido nacer de su genial perspicacia. Como el resto de discípulos, Pedro no es un hombre instruido, es un pobre pescador de Galilea. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial.
Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora ya todo cambia, Jesús puede manifestarles claramente el misterio del destino redentor que le aguarda. Él es el enviado definitivo, el Mesías que entregará su vida por la humanidad, será crucificado y resucitará por la fuerza de Dios, su Padre.
¿Quién dice la gente que es Jesús? A esta pregunta la gente de hoy seguramente puede dar muchas respuestas y todas positivas. Recordarán, por ejemplo, que con su personalidad atraía a multitudes de toda condición y que a nadie le hacía sentirse distante de Él. Reconocerán que sus palabras tocan el interior de las personas y tienen una actualidad que difícilmente se encuentra en otros maestros de la humanidad.
Apreciarán su autenticidad y transparencia, la coherencia con que cumplía lo que enseñaba y decía siempre la verdad, hasta el punto de que sus mismos enemigos llegaron a reconocer: Eres honesto, no te dejas influenciar por nadie, no haces acepción de personas (Mt 22,16). Se asombrarán de su sensibilidad humana, que le hacía conmoverse ante las necesidades de los demás, y lo movía a actuar de inmediato para resolverlas. Admitirán, en fin, como síntesis de todo, que pasó haciendo el bien (Hech 10, 38) y nos enseñó que es más feliz el dar que el recibir (Hech 20, 35).
De la respuesta que se dé a la pregunta: ¿quién dicen que soy yo?, se seguirán las diversas formas de concebir y vivir la fe. Un ideal ético de valores y actitudes que ayuda a vivir bien consigo mismo y con los demás; una conciencia social que compromete en la lucha por la justicia; un referente sobrenatural más o menos mítico o mágico, al que se remiten las propias incógnitas e inseguridades; una cosmovisión filosófica –enunciados y argumentos­– que dan razón de la causa y del sentido de la realidad; un conjunto de prácticas religiosas, oraciones, invocaciones de alabanza y súplica que ordenan los días del año con descansos y festividades fijadas por la costumbre del grupo cultural al que se pertenece…
Todo eso puede ser más o menos bueno, más o menos humanizador, pero allí no hay una relación con alguien, no hay un cara a cara, en el que se conoce a Jesucristo cada vez más internamente y se le ama hasta desear ir tras él.
Por esa fe, que no es algo que le brota de su ingenio, Pedro es hecho el Vicario de Cristo. Tú serás llamado piedra, le dice Jesús, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia. No es la iglesia de Pedro, es mi iglesia, le dice Jesús, Y tú, Pedro, la tendrás que conservar en la unidad, por lo cual todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo. 
Pedro tendrá las llaves, que significan el servicio de interpretar auténticamente lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. La Iglesia es la comunidad de los que profesan una misma fe, cuyos contenidos la misma Iglesia, con Pedro, interpreta y salvaguarda.

miércoles, 21 de febrero de 2018

El signo de Jonás (Lc 11, 29-32)

P. Carlos Cardó SJ
Jonás y la ballena, óleo sobre tabla de Pieter Lastman (1621), Museo Kunstpalast, Düsseldorf, Alemania
Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: "Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación. El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón. El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás”.
La raíz fundamental de la fe es la confianza. Los contemporáneos de Jesús, a pesar de haber visto, no confiaron; en vez de seguirlo pretendieron que fuera Él quien obedeciera sus exigencias de signos extraordinarios para creer. Jesús rechaza esta petición y añade que a esa gente sólo se le dará el signo de Jonás: signo de la misericordia que Dios tiene para con todos, tan eficaz por cierto que hasta los ninivitas se convirtieron.
Jonás el profeta recibe la misión de predicar a la ciudad impía de Nínive la conversión de su mala conducta. Lo hizo y toda la ciudad, desde el rey hasta el último vasallo, hicieron penitencia y Dios los perdonó. Dios actuó por medio de él. La persona y la palabra de Jonás fueron el signo y eso bastó. Es lo que Jesús les recuerda a sus interlocutores. Les debería bastar su persona y su palabra para confiar en Él, pues es mucho más que Jonás.
El otro ejemplo que emplea Jesús es el de la reina de Saba (1 Re l0, 1-10) que hizo un viaje desde los confines de la tierra para conocer la sabiduría de Salomón. Fue, lo vio, lo escuchó y creyó. Cuánto más habría hecho esa mujer pagana por conocer la sabiduría de Jesús, cuyos contemporáneos rechazan. Muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron (Lc 10, 24), había dicho Jesús. Entre esos reyes y profetas bien se podría incluir a esa mujer. Ella es también un signo para esa gente que debería mostrarse más dispuesta a aprender de Jesús.
La confianza que hay que tener en Dios tiene su reflejo o figura más lograda en la relación humana de amor o amistad. Conforme transcurre el trato con la persona que queremos, vamos confiando en ella cada vez más. Llega un momento en que no se nos ocurre exigirle pruebas para convencernos de su credibilidad; tal es el conocimiento que hemos adquirido de ella y la valoración que nos merece. Por eso, cuando se exigen pruebas y, peor aún, cuando se le somete a investigaciones, eso quiere decir que se ha aniquilado la confianza o que nunca se tuvo.
En el plano de la fe, la persona en quien confiamos es el mismo Jesús. Sé de quién me he fiado, dice San Pablo (2 Tim 1, 12). La total coherencia entre su palabra y su vida, la verdad de lo que enseña y el amor tan generoso y desinteresado con que actúa, revelan de tal manera a Dios en Él, que uno se siente movido a conocerlo cada vez más para más amarlo e imitarlo.
Jesús vino a anunciar la buena noticia de la salvación ofrecida por Dios a todo el que se convierte y cree. No buscó su propio interés sino únicamente el mayor bien para nosotros. No pretendió la gloria de los hombres, ni siquiera que lo sirvieran; vino para servir.
Todos estos rasgos de su persona ponían a la gente en contacto directo con Dios, y revelan para nosotros la posibilidad de realizar una humanidad nueva, una existencia nueva, liberada, salvada. En vez de pedirle signos habría que escuchar su palabra y acoger y asimilar su forma de ser humano.
Cuanto nos ha dicho y ha hecho Jesús por nosotros debería ser suficiente para creer que Él es la plenitud de la revelación y donación de Dios a los hombres, el camino que conduce a la vida verdadera, vencedora del mal, resucitada. Pero para ello se requiere hacerse pequeño (Lc 10,21). Sólo a los pequeños se les revela el reino de Dios en la persona y obra de Jesús.
La exigencia de signos espectaculares realizados con el fin de imponerse y doblegar a la gente fue una tentación del maligno para Jesús. Dios respeta la libertad de sus hijos que pueden acoger su ofrecimiento o rechazarlo, y respeta al mismo tiempo la verdad del amor que no requiere de pruebas y crea libertad. Quien ama a otro está siempre expuesto al rechazo
Habría que decir, finalmente, que el signo de Jonás toca nuestra realidad. Como él, nos resistimos al amor de Dios: no acabamos de creernos que su misericordia es infinita y triunfa sobre toda iniquidad. El Señor, no obstante, trabaja nuestro interior. Él es capaz de hacer que nuestra persona y nuestro obrar, sea un signo en la sociedad que haga creíble nuestra fe. 

martes, 20 de febrero de 2018

La verdadera oración (Mt 6, 7-15)

P. Carlos Cardó SJ
El infante Samuel en oración, óleo sobre lienzo de Sir Joshua Reynolds (1776), Museo Fabre, Montepellier, Francia
Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan.
Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal. Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes”. 
Al orar no hablen mucho, dice Jesús a sus discípulos, porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan. Recomienda también orar en la habitación con la puerta cerrada para no ser vistos (Mt 6, 6). Pero no se trata de un encuentro con dos personas solitarias. El Señor siempre es Trinidad, comunidad de personas; y nosotros siempre somos también comunidad, Iglesia, mundo. Por eso, las tres primeras peticiones del Padrenuestro se refieren al Padre celestial aquí en la tierra, y las otras cuatro a la necesidad que tenemos de sus dones para vivir como hijos suyos y hermanos.
Padre”. Poder decir a Dios Abba es el gran don de Jesús. Al hacerlo, nos afirmarnos como hijos e hijas suyos, creados por amor, amados por sí mismos; más aún, amados con el amor que el Padre tiene por su Hijo. Quien, movido por el Espíritu de Jesús, se atreve a decir Abba a Dios, experimenta el amor que Dios le tiene: un amor misericordioso y propicio, que estará siempre con él; y esta experiencia afirmará su vida para siempre con una confianza básica que le hará capaz de decir en toda circunstancia: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 32ss).
Santificado sea tu nombre. Significa darle a Dios en la vida el lugar central que se merece. Jesús santificó su Nombre. Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando nos rendimos a Él sin miedo a nuestras limitaciones ni a la muerte. Santificamos su nombre cuando reconocemos como un don de su paternidad lo que somos y tenemos. Quien no reconoce la paternidad de Dios pretende hacerse padre de sí mismo, y busca sólo su propia gloria. De esta ignorancia, raíz del pecado, nace el orgullo y la ambición, que nos aleja de Él, nos divide y destruye la creación.
Venga tu reino. Es la gran promesa de Dios, término seguro de la historia humana. Es la soberanía de Dios que trae consigo el triunfo de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz en toda la creación. El reino “ha llegado” en Jesús para cuantos se conviertan y crean en el evangelio; y “vendrá” finalmente en su plenitud para revelar la gloria de su amor salvador. Está entre nosotros oculto como la semilla sembrada que crece y se hace un árbol (Lc 13,18s). Y es, en definitiva, Jesucristo resucitado, que vuelve de la misma manera como se le vio marcharse (Hech 1, 11). Nos toca pedirlo, buscarlo, acogerlo (Lc 18,17). La invocación apresura su venida mucho más que cualquier otra obra humana.
Hágase tu voluntad. Su voluntad es el amor fraterno, la construcción de la fraternidad. Ahí es donde se cumple toda justicia y se participa de su santidad. La voluntad de Dios no puede ser sino el bien para sus hijos. Jesús la cumple porque entrega su vida por los hermanos. En el cielo, la voluntad divina se cumple por el amor que existe entre el Padre y el Hijo; en la tierra, por el Espíritu que nos hace vivir como hermanos y hermanas, partícipes del amor de Dios.
Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Así como la vida biológica sirve para la vida eterna, el pan material sirve para la espiritual, que es la Palabra y la Eucaristía. Ambos panes pedimos y no por separado, sino en continuidad uno y otro. Por el pan material no debemos inquietarnos, pues el Padre sabe lo que necesitamos (Lc 12, 22-31). Quien tiene el pan espiritual, trabaja, recibe y comparte. Pedir el pan no significa forzar la mano de Dios, obligarlo; es reconocerlo como el principio de la propia vida y no vivir con el miedo a la muerte. Y es el pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da se comparte. Si no es pan nuestro, si no se comparte, genera división. Quien no comparte no ve en el prójimo a un hermano y, por tanto, no tiene derecho a llamar Padre a Dios.
Perdónanos nuestros pecados. El pan de la vida es el amor que Dios da (por gracia) a todos, incluso al que ha pecado. Per-donar es la acción completa, intensa y total del donar. Es regalar o ceder voluntaria y gratuitamente. Jurídicamente los latinos llamaban perdón a la acción del acreedor de regalar o ceder definitivamente al deudor aquello que le debía. Es lo que hace Dios con nosotros y, al hacerlo, nos hace capaces de perdonarnos. Porque somos perdonados, también perdonamos. El cristiano no es justo sino justificado; no es perfecto sino misericordioso; no es santo sino favorecido con la gracia del único Santo que es Dios; no es fuerte contra el mal sino compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona. 
No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba –componente de la vida temporal–, sino que nos proteja para no sucumbir. La tentación viene de mis debilidades y del miedo a la necesidad que se alía con el egoísmo. Pero “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán fuerzas suficientes para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza en el Padre, que nos arranca del amor de Dios. Pero “esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).