lunes, 16 de septiembre de 2024

Curación del siervo de un oficial romano (Lc 7, 1-10)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús y el Centurión Romano, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1580-1588), Museo de la Historia del Arte, Viena, Austria

En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar a la gente, entró en Cafarnaúm. Había allí un oficial romano, que tenía enfermo y a punto de morir a un criado muy querido. Cuando le dijeron que Jesús estaba en la ciudad, le envió a algunos de los ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su criado.
Ellos, al acercarse a Jesús, le rogaban encarecidamente, diciendo: "Merece que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga". Jesús se puso en marcha con ellos.
Cuando ya estaba cerca de la casa, el oficial romano envió unos amigos a decirle: "Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano. Porque yo, aunque soy un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes y si le digo a uno: “Ve, y va; a otro: ‘ven, y viene; y a mi criado: ‘Haz esto!’, y lo hace".
Al oír esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: "Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande".
Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado perfectamente sano. 

Este pasaje viene después del discurso de Jesús a sus discípulos. Se puede suponer que la intención del evangelista Lucas al ponerlo aquí es la de hacer ver la eficacia de la palabra de Jesús para confiar en ella por encima de todo. 

Jesús ha anunciado la buena noticia de la salvación para los pobres; la acción que va a realizar ahora será un signo de que la salvación prometida ha comenzado ya a manifestarse. Ha transmitido una serie de principios que tienen que ver con el amor universal, incluso a los enemigos, con la apertura y solidaridad, el respeto mutuo y el perdón; todo ello como contenido práctico de la fe en Él y del modo de vivir como verdadero discípulo suyo. 

Ahora, todos esos valores y principios normativos aparecerán en el diálogo de Jesús con los enviados de un oficial pagano, en la fe humilde y confiada de éste, en la curación que Jesús va a realizar como respuesta a la fe del pagano, y en el proponer a éste como modelo de creyente para los discípulos y para todo Israel. 

Lucas, a diferencia de Mateo (cf. Mt 8, 5), presenta al oficial romano como un benefactor de los judíos de Cafarnaum, para quienes ha construido la sinagoga. Se trata, pues, de una persona que, aunque no pertenezca al pueblo escogido de Israel, hace el bien y reconoce la autoridad de Jesús como enviado de Dios. Pero lo que más resalta en él es la actitud de humildad y de confianza absoluta: Señor, no te molestes, yo no soy digno de que entres en mi casa, por eso no me he atrevido a presentarme personalmente a ti; pero basta una palabra tuya para que mi criado quede sano. 

Es un militar que tiene soldados a sus órdenes, pero reconoce la superioridad de la autoridad de Jesús. Frente a ésta y al poder de su palabra con el que puede vencer a la enfermedad, aun sin hacerse presente, la autoridad del oficial no es nada: Yo no soy más que un subalterno…, dice. La conclusión del pasaje es el asombro que le causa a Jesús esa actitud del pagano y que le lleva a afirmar: Les digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande. 

La comunidad cristiana que conservó este relato vio claramente en el oficial romano el modelo y camino a seguir para creer verdaderamente en Jesús y hacer efectivo el poder de su palabra en sus vidas. El oficial confió que Jesús podía curar a su criado, reconoció que era el enviado de Dios y que obraba con su autoridad, se situó ante Él sin pretensión  alguna, sintiéndose pequeño frente a la autoridad de Jesús, y le manifestó una adhesión que fue más allá del favor que esperaba obtener. Se podría decir, entonces, que el verdadero “milagro”, es decir, lo que más admiración causa, es este hombre pagano que viene a la fe. 

La versión más antigua de este pasaje es la que consigna Mateo en su evangelio (8, 5-13). Lucas posteriormente la modifica un poco para poner con mayor énfasis la idea de la universalidad del mensaje cristiano y de la llamada de todos los pueblos a la fe y a la salvación. El oficial romano de Cafarnaum es presentado como el modelo de los no judíos que reciben la invitación y entran a la comunidad eclesial de los que creen Jesucristo. 

Por su parte los cristianos pueden aprender la fe y humildad del oficial y la acogida misericordiosa de Jesús a él y a todos sin distinción.

domingo, 15 de septiembre de 2024

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario “Confesión de Pedro y seguimiento” (Mc 8, 27-35)

 P. Carlos Cardos SJ 

Jesús y Pedro, pintura de Manuel de Jesús Pinto (entre 1804 y 1815), Concatedral de San Pedro de los Clérigos, Recife, Permambuco, Brasil

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a los poblados de Cesarea de Filipo. Por el camino les hizo esta pregunta: "¿Quién dice la gente que soy yo?" Ellos le contestaron: "Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas".
Entonces Él les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Pedro le respondió: "Tú eres el Mesías". Y Él les ordenó que no se lo dijeran a nadie.
Luego se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día. Todo esto lo dijo con entera claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo. Jesús se volvió, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro con estas palabras: "¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres".
Después llamó a la multitud y a sus discípulos, y les dijo: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará". 

Con este texto se inicia una parte importante del evangelio de Marcos, la sección del camino que concluye con la entrada de Jesús en Jerusalén (11,8). En ella se relata su marcha hacia la pasión. Los apóstoles ocupan un lugar central porque Jesús se dedica a ellos de modo especial para que entiendan el significado de la cruz. Quiere hacerlos capaces de comprender que el Mesías debe realizar su misión salvadora por medio de un amor entregado hasta la cruz. Y deben comprender asimismo que ser discípulos suyos implica seguirlo en una existencia caracterizada por la entrega de uno mismo. 

En este contexto, tiene con ellos un momento de intimidad. Y les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden mencionando las distintas opiniones que la gente tiene de Él: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías venido a preparar la llegada del Mesías, o que es simplemente un profeta, sin mayor concreción. 

A continuación, Jesús les pregunta a ellos mismos: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Quiere que se hagan conscientes de su fe, que vean cuánto confían en él, porque les espera una prueba terrible. Entonces Pedro, tomando la palabra en nombre del grupo, le contesta: Tú eres el Mesías (el Cristo). 

Si uno lee el relato haciéndose presente en él (y ésta es la mejor manera de leer la Palabra de Dios), podrá admitir que Jesús me dirige también esa pregunta: “¿Quién soy yo para ti?”. No sólo qué sabes de mí, ni qué haces por mí, sino quién soy yo para ti. Y esto es fundamental porque seguir a Cristo no es asimilar una ideología, ni simplemente saber una doctrina o cumplir una moral, sino tener con Él una relación personal. 

Por la fe uno se relaciona con alguien que le sale al encuentro y le muestra lo que ha hecho y sigue dispuesto a hacer por él. Uno descubre que, con Jesús, el amor salvador de Dios ha comenzado ya a triunfar sobre la injusticia y maldad del mundo, y que para que este amor se extienda y abrace a toda la humanidad, Él cuenta con nuestra colaboración. 

Después de ordenar a los discípulos que no hablaran de él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que debía ser el Mesías, Jesús les advirtió claramente que “tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros, que lo matarían y a los tres días resucitaría”. Es el primer mensaje que les hace de su pasión. 

Y les resultó insoportable. 

No podían comprender que Jesús, el Mesías, el sucesor de David que habría de restaurar la monarquía y dar gloria a Israel, acabaría rechazado por las autoridades religiosas que lo matarían y a los tres días resucitaría. Eran incapaces de recordar que así lo había presentado el profeta Isaías en sus cantos sobre el Siervo de Dios. 

Jesús había asumido una forma de ser Mesías que no se acreditaba con un triunfo según este mundo sino asumiendo el dolor, la opresión y la culpa de su pueblo, conforme a un designio de Dios su Padre, con el que se identificaba plenamente. 

Para que ninguno de sus hijos o hijas se pierda, Dios entrega a su propio Hijo y éste, por su parte, asume como propio ese amor salvador, mostrándose dispuesto a llevarlo hasta donde sea necesario, incluso hasta entrega su propia vida por la salvación de sus hermanos y hermanas. No hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos. 

Por consiguiente, no es que le agrade a Dios ver sufrir a su Hijo (sería blasfemo pensar una cosa así), sino que el mayor amor llega ineludiblemente hasta la identificación con aquellos a quienes ama, hasta cargar con sus dolores, asumir como propia su culpa y morir para que tengan vida. Este amor de Jesús por nosotros, unido a su inquebrantable esperanza en su Padre, es lo que le hará experimentar el triunfo de su vida sobre la muerte, la gloria de la resurrección. 

Pedro no comprende. No puede admitir que su Maestro tenga que padecer. El destino del Mesías es el triunfo, no la humillación del fracaso. Además, Pedro no está dispuesto a verse involucrado en un final como el de su Maestro. Por eso, tomándolo aparte, comenzó a increparlo. Pero Jesús lo reprende severamente a la vista de todos: ¡Apártate de mí, Satanás! Ponte detrás, tentador. Están los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; y el discípulo preferido aún no ha dado el paso. 

En adelante, el seguimiento de Jesús quedará definido como asumir su estilo de vida con todas sus consecuencias. Así, la vida de Jesús se prolongará en la del discípulo.

sábado, 14 de septiembre de 2024

¡No basta decir Señor, Señor! (Lc 6, 43-49)

 P. Carlos Cardó SJ 

Las lágrimas de San Pedro, óleo sobre lienzo de El Greco (Domenikos Theotokópoulos) (1850 aprox.), Museo Bowes, Inglaterra

En aquel tiempo, Jesús dijo: “No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni tampoco árbol malo que dé frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos. No se recogen higos de los espinos ni se sacan uvas de las zarzas.
Así, el hombre bueno saca cosas buenas del tesoro que tiene en su corazón, mientras que el malo, de su fondo malo saca cosas malas. La boca habla de lo que está lleno el corazón. ¿Por qué me llaman: ¡Señor! ¡Señor!, y no hacen lo que digo?
Les voy a decir a quién se parece el que viene a mí y escucha mis palabras y las practica. Se parece a un hombre que construyó una casa; cavó profundamente y puso los cimientos sobre la roca. Vino una inundación y la corriente se precipitó sobre la casa, pero no pudo removerla porque estaba bien construida. Por el contrario, el que escucha, pero no pone en práctica, se parece a un hombre que construyó su casa sobre tierra, sin cimientos. La corriente se precipitó sobre ella y en seguida se desmoronó, siendo grande el desastre de aquella casa”. 

Jesús ha señalado las características de los falsos guías y maestros: su ceguera por falta de misericordia, su hipocresía por pretensión de protagonismo, el erigirse en jueces de los demás por creerse los puros. Ahora señala el origen de todo eso: el corazón, cuya bondad o malicia se conoce por las actitudes que genera. No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos. 

La peor malicia es la del corazón endurecido, petrificado, que no siente y no reconoce su propio mal y por eso no se hace objeto de la misericordia; no siente que la necesita. Naturalmente, tampoco tendrá misericordia de los demás. El origen de la misericordia y de las buenas acciones radica en el corazón. El corazón bueno lleva a ver las cosas buenas, el corazón malo se fija sólo en lo malo. 

Reconocer la propia necesidad de cambiar nuestro interior es fundamental. Por eso pedimos: Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo (Sal 51, 10). La persona advierte entonces que la misericordia de Dios puede curar sus malas actitudes, siente su amor indulgente, y esto la abre a la comunión con su prójimo, a quien debe perdón. 

No basta decir Señor, Señor. Jesús descalifica las expresiones de fe que se quedan en peticiones y alabanzas, pero no van acompañadas de acciones buenas que demuestren que la persona busca ante todo hacer la voluntad de Dios y no la suya propia. Puede, en efecto, hacer muchas obras buenas por propia iniciativa y voluntad, pero sin buscar primero lo que Dios realmente le pide. 

No basta con orar ostensiblemente, invocar a Dios con aparente sinceridad, si no se tiene la actitud de servicio, que demuestra la autenticidad de la oración. La oración debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. No basta decir “Señor, Señor”, la verdadera fe pasa por el corazón y se verifica en el amor a los demás. 

En la parábola que viene a continuación, Jesús contrapone el practicar con el no practicar sus enseñanzas, y las consecuencias que eso trae. Para lo primero, emplea la comparación de un constructor calificado de “prudente”, que edificó su casa sobre cimiento firme, de roca. Cuando el río se desbordó y las aguas chocaron contra ella, la casa se mantuvo firme por el fundamento que tenía. 

Para lo segundo, describe el proceder del “necio”, que construyó sobre suelo arenoso. Se produjo una inundación y  la casa no pudo sostenerse, quedando convertida en ruinas. El discípulo está advertido. No basta tener buenas ideas, hay que llevarlas a la práctica. Importa saber las enseñanzas, pero más decisivo es cumplirlas. Hay que interiorizar, pero también exteriorizar la fe con obras de amor y justicia, eso es lo que el Padre quiere. 

Pero para que la ética del deber esté bien orientada, hay que ponerle corazón. Corazón y acción constituyen la máxima expresión de acogida del mensaje de Jesús. Jesús habla a la razón, pero toca también los sentimientos y los afectos, sin los cuales la práctica de los principios morales no dura porque resulta una imposición venida de fuera. El evangelio abraza y dinamiza a la persona en su integridad. Ofrece verdades que orientan al buen vivir y que, si se escuchan con el corazón (afecto, sentimiento), arraigan en la conciencia como convicciones personales profundas. 

El establecimiento del vínculo entre el corazón –centro íntimo de la persona, origen de las convicciones y actitudes–, y el comportamiento exterior –el obrar y el hablar–, no es tarea de un día, equivale al proceso de desarrollo del individuo como persona adulta, autónoma y responsable. 

A medida que la conciencia va siendo iluminada y purificada por la Palabra, la conducta de la persona va demostrando un comportamiento, un obrar, cada vez más auténtico para su propio bien y el de los demás. Sus decisiones y sus actos ya no responden únicamente a un código de normas, sino que dejan traslucir lo que su corazón ama y desea. La libertad de autodominio y responsabilidad se verifica en ese centro interior que llamamos “corazón”.

viernes, 13 de septiembre de 2024

Saca primero la viga de tu ojo (Lc 6, 39-42)

 P. Carlos Cardó SJ 

El ciego que guía a otros ciegos, óleo sobre lienzo de Peter Bruegel el viejo (1568), Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles, Italia

Les añadió una parábola: “¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté bien formado, será como su maestro. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano”. 

La frase de Jesús: Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto, que Mateo pone en el sermón del monte (Mt 5, 48), la hace San Lucas la enseñanza central del sermón de la llanura en el capítulo 6 de su evangelio, pero con esta variante: Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso. Este mandato encierra la perfección. 

Una vez formulado, Lucas consigna de manera pedagógica una serie de ejemplos de transgresiones de ese mandato esencial y sus consecuencias. El primer ejemplo de transgresión es el del falso guía que enseña cosas contrarias a las que ha recibido de su Maestro: es un guía ciego y un falso maestro. La luz la da el mandato del Señor: sean misericordiosos. Quien olvida esto es ciego. En tiempos de Jesús, los guías eran los fariseos y escribas que proponían la observancia de la ley como el medio de la salvación. Para Lucas, guía ciego es el cristiano de la comunidad que, sin misericordia, juzga y descalifica, excluye y condena a los demás. No tiene la misericordia como norma de su vida y no obstante pretende guiar a otros. 

De hecho, el único Maestro y guía es el Señor. Al discípulo le basta con ser como su maestro, es decir, le basta con asimilar y transmitir sus enseñanzas. Él es la luz, nosotros la reflejamos. Si nos dejamos tocar por su misericordia, nos hacemos misericordiosos. 

El discípulo no es más que su maestro… Lo que él enseña es lo que ha recibido, no puede olvidarlo ni intentar enseñar otras cosas. Probablemente en la comunidad para la que Lucas escribió su evangelio había tendencias que preferían otras doctrinas basadas en revelaciones personales o en conocimiento esotéricos (gnosis), por considerarlas medios más seguros de salvación. También ahora puede ocurrir que la búsqueda de seguridad lleve a la gente a fiarse de creencias y saberes que se le ofrecen, pero sin discernir críticamente lo que en realidad pueden darles. 

Otra forma de traicionar el evangelio es la de quien conoce sus valores, pero en vez de aplicárselos a sí mismo, los manipula para juzgar y condenar la conducta de los otros. La moral, entonces, en vez de salvar causa daño, porque en vez de dejarme convertir por ella, la uso para atacar al otro, para vengarme, para derramar mis celos y mis envidias, mis rencores y resentimientos. 

¡Hipócrita! A la crítica y chismorrería malsana que usa la verdad y los valores morales para atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica. Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo enfermo de la viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, dialogar y ayudarle a sacar la paja que tiene en su ojo. 

Hipócrita no significa en primer lugar falsía o mentira; significa protagonismo. Hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al coro. En el leguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, ponerse en el puesto de Dios y desde ahí juzgar y despreciar a los pecadores. Pero resulta que ante Dios todos somos pecadores y publicanos. Y la única manera de corregir al prójimo, para que no degenere en conflicto o endurezca más al otro en su error, es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para que mi prójimo sea objeto de misericordia. Sólo si el otro se siente comprendido podrá cambiar.

jueves, 12 de septiembre de 2024

Perdón a los enemigos (Lc 6, 27-38)

 P. Carlos Cardó SJ 

Ángel de las alturas de Marye, pintura de Mort Kunstler (1988), de su colección sobre la Guerra Civil Americana, Museo de Historia de Carolina del Norte, Estados Unidos

A ustedes que me escuchan les digo: Amen a sus enemigos, traten bien a los que los odian; bendigan a los que los maldicen, recen por los que los injurian. Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra, al que te quite el manto no le niegues la túnica; da a todo el que te pide, al que te quite algo no se lo reclames.
Como quieran que los traten los demás, trátenlos ustedes a ellos. Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tiene? También los pecadores aman a sus amigos. Si hacen el bien a los que les hacen el bien, ¿qué mérito tienen? También los pecadores lo hacen. Si prestan esperando cobrar, ¿qué mérito tiene? También los pecadores prestan para recobrar otro tanto.
Amen más bien a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados.
Sean compasivos como el Padre es compasivo con ustedes. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: recibirán una medida generosa, apretada, remecida y rebosante. Porque con la medida con que midan serán medidos ustedes. 

El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian. Pero el cristiano sabe que practicarlo sólo es posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de fiarse del comportamiento de Jesús, que no sólo habló del perdón sino que lo practicó y murió perdonando a sus verdugos (Lc 23,34). 

El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros al respecto: Él no hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, porque ama a todos sin distinción de personas (Mt 5,45). 

Él nos hizo ver que, no solamente llevamos una inclinación al mal sino que pecamos muchas veces pero, no obstante, el Padre del cielo nos perdona y restablece. Nos puso, por tanto, en la perspectiva del amor de Dios para que procuremos en todo actuar como Él actúa: Sean compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor divino está precisamente en la compasión y misericordia, que muestra a todos y le lleva a ir más allá de la justicia. 

Por tanto, Dios es quien nos capacita para amar así a los demás, porque Él nos amó primero (1 Jn 4,19). Y cuando finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su amor en nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de Jesús y  se nos convierten en buena noticia y en principio seguro de actuación. 

Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador. 

Mucho tenemos que hacer todavía para inculcar la importancia del valor del perdón en la formación de personalidades sanas, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es algo propio de débiles o una actitud puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, es no “tomarte la justicia por tu mano”, no practicar la ley del talión. 

El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los naturales sentimientos de disgusto, de enfado y de indignación ante la injusticia. Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y la venganza, “instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la persistente amenaza. Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida producida en el pasado. 

La justicia de Jesús no consiste en restablecer la paridad, según la norma quien la hace la paga. Jesús nos enseña una justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario le debe reconciliación; al pequeño y al pobre le debe solidaridad; al perdido, el salir en su búsqueda; al culpable, la corrección; al deudor, la condonación de la deuda. Es la disparidad de la justicia divina, que es hecha de misericordia, gracia y perdón. Esta justicia es la que nos lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de regeneración y de cambio. 

Esta acertada intuición la tuvieron todos aquellos que, a ejemplo de Jesús, no permitieron que el mal hiciera presa de ellos y se negaron a devolver mal por mal, porque se aventuraron en “un camino que es más excelente que todos los demás”, según la expresión de san Pablo (1Cor 12,31): el camino del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente, y a Dios. 

Quizá no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar en el futuro a un acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos practicar el perdón en todas las  pequeñas humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes y abusos, que la vida ordinaria trae consigo. Por eso oramos a nuestro Padre como el Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Las Bienaventuranzas (Lc 6, 20-26)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús en el sermón de la montaña, ilustración de Gustavo Doré (1865) en La Biblia Ilustrada, Editorial Grant & Co.

En aquel tiempo, mirando Jesús a sus discípulos, les dijo: "Dichosos ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Dichosos ustedes los que lloran ahora, porque al fin reirán. Dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Pues así trataron sus padres a los profetas. Pero, ¡ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ríen ahora, porque llorarán de pena! ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!". 

Se podría decir que las Bienaventuranzas, como parte del sermón del monte, o del llano según Lucas, son la carta magna del Reino de Dios, la buena noticia que Jesús anuncia a los pobres, la síntesis de las promesas de Dios a Israel y a la humanidad y, por eso, la clave de nuestra auténtica felicidad. Son asimismo los criterios según los cuales Dios juzga y actúa; criterios opuestos a los del mundo, pues llaman “dichosos” a los que generalmente son considerados “desgraciados”. 

Pero hay que tener cuidado para no leer las bienaventuranzas en clave moralista, pues expresan más bien lo que hace Dios, que a nosotros nos puede parecer imposible. 

Dice Lucas que Jesús, mirando a los discípulos les decía: Dichosos... Esto quiere decir que los que siguen a Jesús y se identifican con su manera de ser y proceder, tienen allí expresado en forma de promesas lo que Dios les va a otorgar. Las bienaventuranzas señalan cómo actúa Dios. Y ese obrar de Dios en Jesús pasa, por el Espíritu, a ser el fundamento de la Iglesia y el obrar del seguidor de Jesús. Por eso, en Lucas, van dirigidas a los discípulos: Ellos pueden comprender porque el Espíritu se lo revela. También nosotros si nos dejamos transformar en ese mismo Espíritu. 

Lo que afirma Jesús en las bienaventuranzas es lo que Él vive. Él las vivió primero y luego las proclamó. Pobre, se desprendió de apoyos del mundo y vivió haciendo el bien a los enfermos, niños, pecadores. Conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, por ustedes se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2Cor 8). 

No tuvo donde reclinar la cabeza: su patria y hogar eran el Padre y los hermanos. Permitió que la necesidad ajena, el dolor, la culpa ajena, le afectaran como algo propio. Compasivo, supo llorar con los que lloraban y, finalmente, se sometió a la muerte para que, libres de dolor y culpa, tengamos vida. Nos enseñó que hay más felicidad en dar que en recibir (Hech 20). 

La primera bienaventuranza y la primera lamentación están en presente, las demás en futuro. La historia presente es definitiva, pero está abierta. En esta historia nos toca actuar para que las maldiciones de muerte que pesan sobre los que sufren pobreza, hambre, o exclusión, se conviertan en bienaventuranzas de vida. 

Ellas hacen ver cómo mira Dios: cuáles sus preferencias, dónde manifiesta más su amor y qué justicia aplica en favor de sus hijos e hijas que claman ante Él día y noche. Su justicia no es como la humana: Él quita a quien tiene y da al que no tiene para que haya fraternidad, como proclama María en su cántico (Lc 1, 47-55). 

La justicia humana consiste en “dar a cada uno lo suyo”, pero no siempre genera amor y sirve a veces para defender el egoísmo. El amor, en cambio, supera a la justicia. El amor es “el camino más excelente” (1Cor 12,31). 

Las bienaventuranzas son reto y promesa. Reto: porque de ninguna manera son felices los que padecen hambre y miseria; lo serán cuando, por la actitud que tengamos para con ellos, sientan que el evangelio es una buena noticia. Promesa porque si orientamos nuestra vida de acuerdo a ellas, seremos felices. 

En definitiva, las bienaventuranzas describen los rasgos de la humanidad nueva que anhelamos y que ya podemos ver realizada en personas y comunidades que se esfuerzan por ser misericordiosas. Estos hombres y mujeres son los que contribuyen a la creación de un mundo justo, solidario y feliz.

martes, 10 de septiembre de 2024

Elección de los Doce (Lc 6, 12-19)

 P. Carlos Cardó SJ 

Los doce apóstoles, detalle de la pintura al temple sobre tabla del retablo de la coronación de la Virgen María de Pedro de Zuera (siglo XV), Museo Diocesano de Huesca, España

Por aquellos días, Jesús se retiró al monte a orar y se pasó la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, eligió a doce de entre ellos y les dio el nombre de apóstoles. Eran Simón, a quien llamó Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé; Mateo y Tomás; Santiago, el hijo de Alfeo, y Simón, llamado el Fanático; Judas, el hijo de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Al bajar del monte con sus discípulos y sus apóstoles, se detuvo en un llano. Allí se encontraba mucha gente, que había venido tanto de Judea y Jerusalén, como de la costa de Tiro y de Sidón. Habían venido a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; y los que eran atormentados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos. 

Jesús se retiró a la montaña para orar. En la Biblia es uno de los lugares de manifestación de la presencia de Dios. Jesús solía orar en los montes (cf. Lc 9, 28). Al señalar Lucas: pasó la noche orando a Dios, resalta la trascendencia del acto que va a realizar. Jesús invoca a su Padre y pide su bendición sobre los hombres que va a elegir. Refiriéndose a ellos dirá en el evangelio de Juan: los hombres que tú me diste sacándolos del mundo; tuyos eran y tú me los diste (Jn 17,6). Y en los Hechos de los Apóstoles, declara Lucas que Jesús los escogió guiado por el Espíritu Santo (Hch 1,2). La oración era la fuerza de Jesús; a través de ella conocía la voluntad de su Padre. Por eso, la oración debe ser el origen de toda acción y opción apostólica. 

Al hacerse de día, reunió a sus discípulos y eligió entre ellos a doce, a quienes dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados”. Jesús quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos (de ayer y de hoy), pero entre ellos elige a doce para asignarles el rol de emisarios y representantes suyos por excelencia. Ellos forman el núcleo del nuevo de Israel, fundado sobre las doce tribus (cf. Lc 22,30). A ellos los hará los primeros responsables de la misión de anunciar en su nombre a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados (Lc 24, 47). 

¿Quiénes son estos hombres? De la mayoría de ellos se sabe muy poco. Simón, el único a quien Jesús da un sobrenombre, Kefas, que significa “piedra”, y su hermano Andrés eran pescadores (Mc 1,16.29; 13,3), naturales de Betsaida (Jn 1,40-41.44). 

Santiago y Juan eran hijos de un tal Zebedeo, también pescadores y compañeros de Simón Pedro. A este Santiago se le conoce como “el Mayor”, para diferenciarlo de “Santiago el Menor” (Mc 15,40). Felipe era también de Betsaida (Jn 1,44) y Bartolomé, fuera de este episodio, es un personaje totalmente desconocido, que una tradición posterior del s. IX identificó con Natanael, pero sin fundamento. 

Mateo, que en su evangelio se llama a sí mismo Leví, era un publicano, que recaudaba los impuestos para los romanos. Tomás, era apodado “el mellizo” (Jn 11,16; 20,24), por su nombre arameo Te’oma’. Viene luego Santiago, hijo de Alfeo, que no es “Santiago, el Menor” (Mc 15,40), ni tiene nada que ver con “Santiago, hermano del Señor” (Gal 1,19; 1 Cor 15,6), que difícilmente era uno de los Doce. 

Simón, llamado el Zelota estuvo quizá vinculado al movimiento nacionalista de resistencia de “los zelotas”. Judas, hijo de Santiago, llamado “Tadeo” en Marcos y Mateo (Mc 3,18; Mt 10,3), es también un personaje totalmente desconocido en el resto del Nuevo Testamento (excepto Hch 1,13), y no se le debe identificar con “Judas, hermano de Santiago”, a quien se atribuye la carta que lleva su nombre. Al final se menciona a Judas Iscariote, el traidor, cuyo nombre puede significar “hombre de Keriot”, aldea de Judea, o podría provenir de manera menos probable del latín sicarius (“sicario”, “matón”), como se designaba a los zelotas. 

Son simples pescadores y artesanos de Galilea, comunes y corrientes. Lo que les une es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por Él. No hay entre ellos sabios rabinos, ni fariseos, ni saduceos de la casta sacerdotal. Ni siquiera son personas honorables o virtuosos cumplidores de la ley. Son muy diferentes entre sí y cada uno mantendrá hasta el final su carácter personal en una convivencia no siempre fácil. 

Mucho tendrá que trabajar Jesús para inculcarles su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. Pero estarán con Él en todas las circunstancias de su vida, le verán rezar a su Padre del cielo, llorar por el amigo muerto, conmoverse ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su muerte. 

Y así su palabra irá calando profundamente en su interior. Por eso, más tarde, cuando ya no recuerden al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos, y aun cuando se encuentren en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con Él, podrán, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en este caso preciso. Tan identificados se sentirán con su persona y misión que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como Él su vida por la salvación de los hombres. 

Al bajar Jesús del monte se forman tres círculos concéntricos en torno a Él: el gentío que viene de todas partes para escucharlo y ser curados de sus enfermedades, los discípulos que han escuchado su palabra y lo han seguido, y los apóstoles, cerca de Jesús y asociados a su misión por una elección precisa e intencional. Todos juntos forman el único pueblo de hijos e hijas que ama el Señor. 

El texto termina con la frase: Todos querían tocarlo porque salía de él una fuerza que los sanaba a todos. Mezclados entre aquella gente, también nosotros sentimos la necesidad de “tocar” y experimentar la fuerza de su palabra. Él es portador del Espíritu que da la vida, en Él “tocamos” la cercanía máxima de Dios, fuente y dador de vida.

lunes, 9 de septiembre de 2024

El hombre de la mano paralizada (Lc 6, 6-11)

 P. Carlos Cardó SJ 

Curación de la mano seca, mosaico bizantino de autor anónimo (siglo I dC), ubicado en el muro derecho del ciclo de la vida de Cristo, Catedral de Monreale, Sicilia, Italia

Un sábado, Jesús entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Había allí un hombre que tenía la mano derecha paralizada. Los escribas y fariseos estaban acechando a Jesús para ver si curaba en sábado y tener así de qué acusarlo. Pero Jesús, conociendo sus intenciones, le dijo al hombre de la mano paralizada: "Levántate y ponte ahí en medio". El hombre se levantó y se puso en medio.
Entonces Jesús les dijo: "Les voy a hacer una pregunta: ¿Qué es lo que está permitido hacer en sábado: el bien o el mal, salvar una vida o acabar con ella?". Y después de recorrer con la vista a todos los presentes, le dijo al hombre: "Extiende la mano". Él la extendió y quedó curado.
Los escribas y fariseos se pusieron furiosos y discutían entre sí lo que le iban a hacer a Jesús. 

Otra curación en día sábado. Se insiste en el tema porque el culto del sábado (y en particular la observancia del precepto del descanso sabático) era central en la religión y espiritualidad judía. Hacía presente el tiempo de la creación, y el tiempo del encuentro de Dios con su pueblo, salvando, liberando; y del encuentro del pueblo con Él, orando, meditando su palabra, dedicándose a la familia y a las obras buenas. Pero el respeto al sábado se había convertido en un mero precepto legal y, en vez de dar vida, lo usaban los fariseos y autoridades religiosas para oprimir a la gente. 

Otro elemento del relato es la sinagoga, la casa de oración. Después de la destrucción del templo de Jerusalén por los babilonios, la sinagoga pasó a ser el lugar ordinario del culto y también el centro de la vida religiosa y social de los pueblos y ciudades judías. En ella escuchaban y meditaban la ley, expresaban y consolidaban los vínculos de mutua pertenencia y se mantenía la unidad del pueblo. 

Pero en tiempos de Jesús, no todos recibían igual trato en las sinagogas, muchos eran excluidos, y la ley era interpretada de manera rigorista por los rabinos fariseos. Jesús congrega, convoca a todos, incluso a publicanos y pecadores; interpreta la ley y la enseñanza de los profetas como quien realiza y perfecciona lo que ellas contienen. 

Todo esto –el significado del sábado y de la sinagoga– gravita sobre el episodio que narra el evangelio: Otro sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Había allí un hombre que tenía atrofiada su mano derecha. Incapacitado de poder moverla, no puede obrar con libertad, es su mayor carencia. 

Los escribas y fariseos acechaban a Jesus para ver si curaba en sábado. No advierten ni reconocen que ellos, en vez de liberar y sanar, atan las manos de la gente, las oprimen y las incapacitan con la ley sin espíritu. Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, dijo al hombre de la mano atrofiada: Levántate y ponte en medio. El verbo levantarse es el que se emplea para describir la resurrección. 

Aplicado al enfermo es como si le dijera: Levántate, vas a adquirir una vida nueva. Y ponte en medio, es decir, en el centro de la asamblea. El centro es el lugar en que deben estar los pobres en la nueva comunidad que Jesús funda; ellos han de ser el foco de la atención. Y la razón es que el pobre es el centro de la misericordia del Padre. Por eso, si uno se hace pequeño y pobre, cercano a los pobres de este mundo, siempre estará en el centro del interés de Dios. 

Si antes, en el pasaje de los discípulos que arrancaban espigas, Jesús declaró que las normas, incluso la del descanso sabático, que se consideraba como de origen divino, tienen que ceder ante las necesidades más perentorias, ahora hace ver que el precepto debe también ceder ante la obra de misericordia que va a realizar en ayuda de un pobre desvalido que, aunque no se encuentra en una situación desesperada, necesita que se le devuelva a su mano atrofiada toda su vitalidad. Y por tratarse de la mano derecha, que se emplea para el trabajo, se trata de devolverle al hombre su libertad de valerse por sus medios. 

La pregunta que hace Jesús a los que lo critican: ¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o el mal? ¿Salvar una vida o destruirla?, declara firmemente que la misericordia está por encima del cumplimiento literal de las normas y que se debe tener libertad de actuación cuando se trata de hacer el bien a la gente o de salvar una vida. 

Entonces Jesús, mirándolos a todos, dice Lucas –echándoles en torno una mirada de ira, dolido de la dureza de su corazón, dice Marcos (Mc 3,5) –, dijo al hombre de la mano atrofiada: Extiende la mano. El hombre lo hizo y su mano quedó curada. La palabra que lo cura, le devuelve la libertad. Y así, descrita de manera escueta, la curación da relieve a la declaración hecha por Jesús e ilustra claramente en qué consiste el ministerio del amor misericordioso, que ha de ser central en la vida de su Iglesia. 

El final de la narración es dramático porque se desencadena allí el clima de hostilidad contra Jesús, que irá creciendo a lo largo de su vida pública. Los fariseos y escribas, fuera de sí de rabia, discutían qué podían hacer contra Jesús.

domingo, 8 de septiembre de 2024

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario – El sordomudo Effeta (Mc 7, 31-37)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús cura a un sordomudo, ilustración de Alexandre Bida publicada en Cristo en el Arte (o The Gospel Life of Jesus), editado por Edward Eggleston. New York: Fords, Howard, & Hulbert, 1874.

En aquel tiempo, salió Jesús de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la región de Decápolis. Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos.
Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “¡Effetá!”. (Que quiere decir “¡Ábrete!”).
Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad.
Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero cuanto más se lo mandaba, ellos con más insistencia lo proclamaban; y todos estaban asombrados y decían: “¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. 

Como muchos milagros que son una predicación en acción, la curación de un sordo, que apenas puede hablar, hace ver la necesidad de “escuchar y entender” bien la Palabra para poder aplicarla a la propia vida y transmitirla. Y como se trata de un extranjero, de la Decápolis, en la orilla oriental del mar de Galilea, en la actual Jordania, Jesús hace ver también que su palabra y su obra son para todos sin distinción, no sólo para el pueblo judío. 

Le llevaron a un hombre sordo que apenas podía hablar, y le suplicaban que impusiera sobre él la mano. No se dice quiénes son los que lo llevan, pero deben ser gente religiosa porque aprecian el significado que tenía en las culturas semitas el gesto de la imposición de manos. Además, es muy probable que hayan oído hablar de lo que Jesús hace en favor de los pobres y de los enfermos. 

Jesús, entonces, lo apartó de la gente… (lo mismo hará con el ciego de Betsaida – Mc  8, 23). Con ello quiere evitar reacciones equívocas. Al ver las acciones que realizaba en favor de los enfermos, la gente se entusiasmaba y lo aclamaba como Mesías, pero Jesús no se lo permitía porque los judíos tenían otra idea de los que debía ser el Mesías. Al mismo tiempo, el gesto de apartar al enfermo puede significar que el contacto personal con Jesús produce una “separación”, hace que la vida cambie, la persona asume otra manera de pensar y de obrar, diferente de la que antes tenía. La sordera que le impedía oír y asimilar los valores del Evangelio, y la traba de su lengua, que le incapacitaba para comunicar su fe, quedan curadas por el contacto personal con el Señor. 

La curación del sordomudo se realiza en dos tiempos. Primero, Jesús introduce los dedos en los oídos del enfermo y toca con saliva su lengua. Este gesto pasó a ser parte del antiguo rito del bautismo, pero eso no es lo importante. Lo más importante es lo que dice Jesús: Effetá, palabra aramea que significa ¡Ábrete!, y que convierte en realidad el significado del gesto simbólico empleado. Y al enfermo se le abren los oídos y se le suelta la lengua. Es una persona nueva. Se cumple lo anunciado por Isaías para la llegada del Mesías: los oídos de los sordos se abrirány la lengua del mudo cantará (Is 35, 5-6), nacerá un pueblo nuevo de personas libres que acogen la palabra de Dios. 

La figura del sordomudo, además, representa a los miembros de la comunidad eclesial que provienen de una cultura o de un nivel socio-económico diferente a los de la mayoría: el sordomudo es un extranjero menospreciado por los judíos. La comunidad a la que Marcos dirige su evangelio, como la nuestra hoy, tenía dificultades para asimilar en la práctica el mensaje de Jesús sobre el amor solidario que lleva a acoger a todos sin prejuicios ni actitudes excluyentes de la índole que sean. El ejemplo de Jesús mueve a construir la unidad en la diversidad, fomentando los vínculos que brotan de la misma fe compartida. 

Desde otra perspectiva, el pasaje evangélico nos lleva a pensar en la manera como oímos las enseñanzas de Jesús y hablamos de ellas. No siempre prestamos oído a lo que debemos oír, ni decimos lo que debemos decir. No prestamos atención a los que nos son extraños o piensan de manera diferente. Y por miedo a las consecuencias o porque los problemas nos superan, no abrimos la boca. Sordos que no oyen lo que les cuestiona, lo que les exige cambio o les remueve sus comodidades; y mudos que no comunican los valores y verdades en los que creen. 

Dejemos que el Señor, como al sordomudo, se nos muestre cercano y compasivo; que nos lleve aparte, si es necesario, de los círculos cerrados sociales o de pensamiento en que nos movemos y defendemos. Él nos abrirá los oídos para oír lo que debemos oír y nos soltará la lengua para hablar lo que debemos hablar en cada circunstancia. Esta disponibilidad a la gracia hará que la Iglesia llegue a hablar el lenguaje de la gente, como en Pentecostés, cuando todos la oían y entendían en sus propias lenguas (Hech 2,11).