P. Carlos Cardó SJ
Cristo redentor, témpera sobre lienzo de Andrea Mantegna (Siglo XV), Congregación de la Caridad, Correggio, Italia |
Jesús dijo claramente: «El que cree en mí no cree solamente en mí, sino en aquel que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no permanezca en tinieblas. Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. El que me rechaza y no recibe mi palabra ya tiene quien lo juzgue: la misma palabra que yo he hablado lo condenará el último día. Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre, al enviarme, me ha mandado lo que debo decir y cómo lo debo decir. Yo sé que su mandato es vida eterna, y yo entrego mi mensaje tal como me lo mandó el Padre».
Alzando la voz para que todos en el templo le escuchen, Jesús proclama que quien cree en él, cree en Dios que lo ha enviado. Habla de sí mismo con toda convicción. Todo su discurso está en primera persona. Quiere hacer ver que es a él a quien hay que buscar y seguir porque en él está la fuente de aguas vivas y a su luz veremos la luz de nuestro destino eterno (cf. Sal 36, 9). Cristo es el “objeto” de nuestra fe. Quien se adhiere a él por la fe, entra en contacto directo con Dios, lo conoce, escucha sus palabras que liberan y conducen a la máxima realización de su persona. Quien cree en mí, no cree en mí sino en aquel que me envió.
Quien me ve, ve a quien me envió. Una idea continuamente expuesta en el evangelio de Juan es que Jesús es el revelador del Padre: quien lo ve, ve a Dios, al Invisible, a Aquel a quien nadie ha visto. Jesús, el Hijo, nos hace accesible al Inaccesible. Ya no es la Ley lo que nos da acceso a Dios, como querían los fariseos. En Jesús conocemos quién es Dios y cómo ama Dios.
Por eso, por ser revelador de Dios, Jesús es luz. Yo, la luz, he venido al mundo para que quien cree en mí no permanezca en las tinieblas. Asegura, por tanto, a quien lo sigue un camino seguro hacia la realización auténtica de su ser en Dios. Da a conocer la realidad como Dios la conoce y hace conocer y vivir la verdad de nosotros mismos. Esta luz la llevamos dentro y nos hace ver a Dios como padre y a los demás como hijos suyos y hermanos nuestros.
Pero Jesús no se impone, no coacciona a nadie; él invita, ofrece un don, proclama una buena noticia. Escuchar y acoger sus palabras son un acto libre, que se hace desde el corazón, de lo contrario no transforman a la persona, la dejan librada a su limitada capacidad de darse a sí misma una duración eterna, o de lograr la plena realización de sus anhelos. Por eso dice: Si alguno escucha mis palabras y no las conserva, yo no lo juzgo. Es la idea expresada en el capítulo 3,19: Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por él. Es verdad que su Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de juzgar (5,22). Pero este juicio que el Hijo realiza se cumple en la cruz, donde el amor máximo de Dios por nosotros enfrenta la maldad de este mundo.
Es el propio sujeto quien se condena al rechazar este amor salvador de Dios. Al negarse a escuchar a Jesús y seguir sus enseñanzas, rechaza su propia realidad verdadera, vive de manera inauténtica, y eso se pone de manifiesto. En el evangelio de Juan eso equivale a preferir las tinieblas a la luz. Para quien me rechaza y no acepta mis palabras hay un juez: las palabras que yo he dicho serán las que lo condenen.
Jesús termina
este discurso afirmando categóricamente que ha hablado con la autoridad de Dios: el Padre que me envió
es el que me ordena lo que debo decir y enseñar. Y quiere también Jesús
transmitirnos la seguridad de que todo lo que el Padre le ha ordenado decirnos
es para nuestra vida. Todo lo que ha hecho y enseñado es capacitarnos y
orientarnos para vivir plenamente. Por eso sus palabras: Yo sé que su enseñanza
lleva a la vida eterna. Así pues, lo que yo digo es lo que me ha dicho el
Padre.
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