domingo, 21 de abril de 2024

IV Domingo de Pascua: Conozco a mis ovejas y ellas me conocen y siguen (Jn 10, 11-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

El buen pastor, óleo sobre lienzo de Mateo Gilarte (1660 aprox.), Museo de Bellas Artes de Murcia, España

“Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí —como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre— y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre”. 

Israel era un pueblo nómada y pastoril, por eso la imagen del pastor aparece frecuentemente en la Biblia. Los profetas la emplean para referirse a las autoridades civiles y religiosas, y para hablar de Dios, como el guía y protector de su pueblo. Así, Ezequiel (cap. 34), en tiempos de crisis, cuando Israel lo perdió todo por culpa de sus malos gobernantes, y la población fue deportada a Babilonia, hace oír la voz de Dios, como la de pastor solícito que sale a proteger a sus ovejas: Yo las sacaré de en medio de los pueblos, las reuniré de entre las naciones y las llevaré a su tierra; las apacentaré en los montes de Israel, en los valles del país… y descansarán como en corral seguro, pastando buenos pastos (34, 13s). Al mismo tiempo, los profetas anunciaron la promesa divina de un futuro Buen Pastor, descendiente de la familia de David, que conduciría a Israel por los caminos de la verdad y la justicia (vv. 23-31). Entonces la humanidad entera sabrá que yo el Señor, soy su Dios, y que ellos, los israelitas, son mi pueblo (v.30). 

Hoy tendríamos que quitarle a la imagen del pastor el tinte sentimental con que frecuentemente se ha presentado en el arte y en la predicación. Entonces podremos apreciar lo que ella nos dice de la persona y obra de Jesús: su atención y solicitud por las necesidades de todos, su amor real y verdadero, que no fue en él una cuestión meramente coyuntural sino permanente, y que revelaba el amor con que Dios ama a sus hijos. Asimismo, cuando Jesús habla del pastor, que conoce y guía a sus ovejas, que da la vida por ellas y quiere reunirlas en un solo rebaño, nos está hablando de las ovejas de su pueblo que andan maltratadas y abandonadas por culpa de los malos pastores. Es cierto, a este propósito, que la comparación con las ovejas puede quizá no gustarnos, porque las ovejas parecen demasiado mansas y porque la agrupación en rebaño insinúa espíritu gregario, falta de libertad y de sentido crítico. Pero el Jesús que reivindica para sí el título de pastor auténtico y lleno de cariño, promueve más bien, con su cuidado y defensa de la vida, salud y dignidad de las personas, un desarrollo integral de todas ellas como verdaderamente humanas, autónomas y responsables. 

Jesús es buen pastor porque no huye ante el peligro, sino que lo enfrenta y defiende a sus ovejas. No lucra con el rebaño, ni se aprovecha de él, no manipula ni abusa, no oprime ni atemoriza a las ovejas. Las conoce y ellas lo conocen y lo siguen, porque saben que está dispuesto a todo, incluso a dar su vida por ellas. Con esta afirmación: conozco a mis ovejas y ellas me conocen y siguen, Jesús hace ver la necesidad del mutuo conocimiento, de la cercanía y del diálogo para la integración de la comunidad y para la solución de los conflictos. Lo contrario, la lejanía del pastor con su pueblo, el autoritarismo –muchas veces machista-, la vigilancia abusiva y centralista, el afán de uniformidad que anula la diversidad de carismas, el conservadurismo y el miedo a la renovación… todo eso y otras cosas más –que no dejan de existir en amplias capas de la Iglesia nacional y universal– no genera más que perplejidad y desánimo en los cristianos de a pie, división entre la jerarquía y el pueblo, temor y falta de confianza de los fieles hacia sus pastores, es decir, un clima adverso a la fraternidad que Jesús quiso en su Iglesia. 

En resumen, el evangelio nos pone en guardia frente a los malos pastores –ya sean eclesiásticos, políticos, militares, educativos o lo que sea– que “en vez de apacentar a las ovejas se dedican a trasquilarlas y ordeñarlas” para su propio provecho, como decía gráficamente Santa Catalina de Siena. Pero sobre todo, el evangelio nos habla de entrega y servicio a los demás, y lo hace mirando no sólo a los representantes de las instituciones, ni sólo a los cristianos y creyentes, porque esa es la manera humana de vivir en sociedad.

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