P. Carlos Cardó SJ
Yo soy el buen pastor, vitral de la iglesia anglicana de San Juan Bautista, Ashfield, Nueva Gales del Sur, Sidney, Australia |
Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón. Los judíos lo rodearon y le preguntaron: "¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente".
Jesús les respondió: "Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa".
¿Cómo pudo amar Jesús con la solicitud y entrega tan plena que describe cuando habla de sí mismo como el buen pastor? La respuesta nos la da en su última frase: El Padre y yo somos uno. Aparte de las deducciones que podemos sacar sobre la unión esencial del Padre y el Hijo en la vida trinitaria, lo que esta frase nos dice es que si Jesús fue el hombre totalmente entregado a los demás, lo fue por su íntima unión con Dios, por su armonía plena de voluntades y comportamiento. Precisamente por estar unido a Dios, Jesús estaba unido a todos los hijos e hijas de Dios, su Padre.
Vivía en cada instante con la conciencia de ser amado, acogido y sostenido por Dios y esta confianza absoluta le hizo libre de sí mismo y libre de toda motivación egoísta, no sólo para no situarse ante los demás en actitud competitiva o dominadora, sino para amar sin buscar otro interés que el de servir y procurar para sus hermanos la mejor vida que podían vivir. De su pertenencia a Dios brotó aquella apertura suya que lo llevaba a aceptar a todos por igual, a dejar que las personas fueran ellas mismas, a dar de lo que tenía y compartir su propio ser con los demás: con hombres, mujeres, niños y gente de toda condición, judíos y no judíos, sanos y enfermos, pobres y ricos, incluso con aquellos que eran tenidos por impuros y gente de mal vivir. (Mc 7,15; 2,16s; Lc 15, ls). El amor de Dios por nosotros se hizo realidad palpable en él y él se realizó a sí mismo como persona en ese mismo amor.
Por eso Jesús fue un hombre diferente: en su sensibilidad y compasión hacia el dolor de los demás, en su simpatía activa hacia ellos (cf. Mt 9,36; 15,32) y en su compromiso incansable en su favor. Al tratar con él, los pobres se sentían partícipes de la buena nueva (Lc 4,18-21; Mt 11,4s), los necesitados se percibían objeto de la misericordia (Mt 25,31-45), los enfermos experimentaban la cercanía de Dios, los discriminados y oprimidos se beneficiaban de su solidaridad y amistad, se sentían aliviados y capaces de desarrollar el sentimiento de la propia valía (Mt 11,19 par; Mc 2,14-17). Al verlo, los discípulos -y más tarde las comunidades cristianas- aprendieron a establecer relaciones nuevas entre sí y a ejercitarse en una convivencia sin violencia y en reconciliación (Mc 2,15-17; 3,18s; Mt 5,43-48 par). La solidaridad de Jesús crea relaciones, forja vínculos de unión y permite reconocer que las relaciones solidarias en justicia y amor constituían los deseos más profundos de su corazón.
Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Nada aleja a la gente de Jesús. Todos se sienten conocidos por dentro y comprendidos; el pastor no juzga, llama a cada oveja por su nombre y las acepta como son. Por eso lo siguen y se dejan guiar por sus enseñanzas en el quehacer diario. Esta solicitud por los suyos constituye la fuente de inspiración de sus seguidores, que se sienten llamados a adoptar su estilo de vida en el trato con los demás.
Yo les
doy vida eterna y no perecerán para siempre, nadie me las podrá quitar. Si algo
desea Jesús es que los suyos tengan vida en abundancia, una vida que nada ni nadie
les pueda quitar. Todo el mundo anhela una vida plena, cargada de sentido, útil
y fecunda, libre de amenazas, en una palabra: capaz de ser feliz siempre y no
sólo hasta la muerte. Una vida así es la vida salvada, que sólo puede venirnos de
Dios como el don por excelencia. Ahora bien, Jesús nos hace ver que ese don es
ya ahora una realidad ofrecida: quien cree en él, es decir, quien hace propia
la vida que él nos muestra en su persona, experimenta la dicha de una
existencia bien encaminada, con un valor de eternidad que Dios reconoce. No
perecerán para siempre y nadie me los podrá quitar. El Padre es glorificado en
esta vida que nos da con su Hijo. Y porque el Padre todopoderoso –que está por
encima de todo lo creado– nos ha confiado a su Hijo, nada ni nadie podrá
arrebatarnos de su mano.
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